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John le cerró la puerta en las narices. A otros, como a Cecil, les concedió algunos minutos más, pero, como lo que en realidad querían saber era dónde y cómo había conseguido la información, ninguno de ellos se fue satisfecho. El FBI estaba interesado exactamente en lo mismo y le informaron de que o revelaba sus fuentes voluntariamente o lo haría delante de un juez, pero que de cualquiera de las dos maneras tendría que acabar confesando. John no discutió con ellos ni les dijo que le daba igual lo que pensaran hacerle, que él se llevaría los nombres de sus fuentes a la tumba.

Dejar de contestar al teléfono no era una opción, porque esperaba que lo llamaran con los resultados de los análisis del ADN de un momento a otro. Ya se habían pasado del plazo de veinticuatro horas que prometían.

– ¿Sí? -dijo, respondiendo al teléfono por enésima vez. Había llegado a tal punto que tenía el teléfono en la mano constantemente.

– ¿Es usted John Thigpen? -preguntó una mujer con acento inglés. Aunque estaba haciendo una pregunta, acabó la frase con tono descendente.

– Sí. ¿Quién es?

– Me llamo Hilary Pinegar. Creo que le debo dinero. Una chica llamada Celia ha sido tan amable de llamarme para contarme lo que había sucedido.

– ¿Hilary Pinegar? ¿La madre de Nathan? -preguntó John al tiempo que se sentaba en el borde de la cama.

– Sí. Siento muchísimo los problemas que le ha causado. Últimamente está un poco fuera de control. Su padre y yo tenemos la esperanza de que solo sea una fase. Tenemos intención de ir a Lizard para aclarar la situación, pero, aun así, me gustaría devolverle el dinero lo más rápidamente posible.

– Hilary Pinegar -repitió John una vez más.

– Sí -dijo ella sorprendida por tener que confirmarlo por tercera vez.

– ¿Tiene algo que ver con Ginette? Se quedó en silencio.

– No, lo siento.

– No se preocupe -dijo John.

– En fin, si me da su dirección le enviaré un cheque por correo ahora mismo -añadió ella.

Mientras colgaba, John se sintió inexplicablemente vacío. Decepcionado, incluso.

38

Ocho policías rodeaban a Isabel formando un pasillo para que pudiera moverse entre la multitud. Esta todavía era más numerosa ahora que nadie sabía lo que sucedía en el interior de la casa. Mientras uno de los agentes abría la puerta principal, la muchedumbre se quedó en silencio, estirando el cuello para ver qué pasaba.

Isabel entró en la antesala. Se volvió y asintió hacia el agente, que se retiró y cerró la puerta tras él.

Miró a su alrededor, porque aquella era la única habitación de la casa en la que no había cámaras y, por lo tanto, nunca la había visto. Tanto la sala como las puertas eran lo suficientemente grandes como para albergar una carretilla elevadora. El suelo estaba lleno de ralladuras y marcas, y había arañazos y muescas en las paredes de color beis.

Isabel se quedó mirando la puerta interior y respiró hondo. Había llegado la hora. Se preguntó si se habrían dado cuenta de que estaba allí.

Se sentó en el suelo para estar a la altura de la mirilla, que era perfecta para un bonobo que estuviera a cuatro patas o apoyándose sobre los nudillos. Luego llamó. Oyó un trote al otro lado de la puerta al que le siguió un rato de silencio. Sabía que la estaban observando con todo detalle, así que sonrió. Le temblaban las manos y los labios solo de pensar lo que se avecinaba.

Oyó el sonido de unos pies al arrastrarse, luego un chillido ensordecedor y, finalmente, la puerta se abrió de par en par. Bonzi salió disparada y saltó sobre Isabel mientras la rodeaba con los brazos, casi derribándola hacia atrás. Lola se subió de un salto a su cabeza y se aferró a su cara como un pulpo reclamando unas gafas de bucear. Isabel oyó un veloz galope y unos chillidos de alegría y se encogió mientras el resto de los primates se abalanzaban sobre ella abrazándola, tocándola y tirándole de los brazos.

– ¡Lola, no puedo respirar! -dijo Isabel riéndose mientras conseguía dejar libre uno de sus brazos para quitarse la barriga de Lola de la cara. Esta se reacomodó sobre un lado de la cabeza de Isabel, pero incluso así a esta le resultaba difícil saber cuál era cada uno de los primates, porque no dejaban de lanzarse sobre ella, de chillar y de abrazarla.

Bonzi le tiraba con insistencia del brazo.

– Vale, vale, ya entro. Pero tenéis que soltarme -dijo. Ninguno se despegó de ella, sin embargo. Entró como pudo en la casa, rodeada de peludos brazos negros y cubierta de bonobos. Isabel casi no podía respirar del esfuerzo y de la risa.

Cuando los primates, finalmente, se calmaron y se pusieron a acicalar a Isabel y a asearse entre ellos, Makena le presentó solemnemente a su retoño.

Era una nenita. Isabel, que aún tenía a Lola pegada a la cabeza, cogió al bebé y lo levantó para apoyárselo en el hombro y observar aquella cara negra y arrugada. Tenía los ojos redondos y brillantes por la emoción. Agarró la camisa de Isabel con sus diminutos puños, exactamente igual que si se tratara del pelo de su madre.

– Hola, pequeña -dijo Isabel con los ojos llenos de lágrimas. Luego se volvió hacia Makena-: Has hecho un buen trabajo, Makena. Es preciosa. Tendremos que pensar en un nombre, ¿no?

Sam se quedó rezagado observando mientras Mbongo le tiraba a Isabel de la pierna sobre la que estaba sentada. Le quitó el zapato y el calcetín y empezó a rebuscar entre los dedos. Bonzi se puso en cuclillas detrás de ella y empezó a desparasitarle el corto cabello, centrándose sobre todo en la zona que estaba alrededor de la cicatriz. Jelani le examinó la mandíbula y la nariz, luego le metió los dedos en la boca y le quitó la prótesis dental.

– ¡Jelani! ¡Devuélveme los dientes! -exclamó Isabel, riéndose tanto que apenas podía hablar. Él respondió metiéndosela en su propia boca y frotándose con Makena, que luego se frotó con Sam.

Bonzi se acercó y se agachó delante de Isabel. Se llevó la mano abierta a la sien y la alejó, cerrando los dedos. Luego se los tocó, puso el pulgar en los labios y después sobre la oreja.

BONZI IR CASA. RÁPIDO ISABEL IR.

– Pronto volveremos a casa, Bonzi. No a la misma, pero será una casa bonita y yo estaré con vosotros. Nunca más os volveré a abandonar -dijo Isabel, que seguía haciendo malabarismos con los bebés.

Bonzi empezó a dar vueltas y a emitir pitidos, mientras le decía por señas: BESO BESO, BONZI AMAR.

Entonces dejó de dar vueltas e Isabel vio el brillo de la intención en sus ojos. Se rio y extendió los labios mientras Bonzi metía la cabeza entre los dos bebés y presionaba sus rosados y bigotudos labios contra los de Isabel.

39

John se quedó en la periferia de la multitud, viendo cómo se marchaba el enorme camión blanco. Levantó una mano a modo de despedida, aunque sabía que Isabel y Celia iban en la parte de atrás con los primates y no podían verlo. Todo había sido muy rápido: habían colocado las barreras, el camión había avanzado marcha atrás hasta la puerta del edificio y habían llevado a cabo el traspaso. Había intentado llamar a Isabel hacía un rato, pero no le había contestado. No le sorprendía. Sabía que estaba ocupada con los primates y pensar en su reencuentro le hizo echar de menos a Amanda.

Cuando pagó la cuenta del Buccaneer, Victor le cobró la colcha que había usado para apagar al hombre en llamas. John no discutió. No solo porque Topher no dejaba de llamarlo cada dos por tres para recordarle que era «el hombre del año», sino porque, además, su ayudante le había conseguido una plaza para volver a casa en primera clase. Había sido una agradable sorpresa, aunque innecesaria, ya que John sería capaz de extender los brazos y salir volando si no le quedaba otro remedio. Le había dejado a Amanda un mensaje exultante y, como estaba tonto y feliz, lo había acompañado con su propia versión de Mama, I'm Coming Home, de Ozzie Osbourne.