Se planteó ir al Mohegan Moon a almorzar, pero al final decidió comer un paquete de regaliz de la máquina expendedora. Qué más daba. Por la noche cenaría en la cocina de Amanda. Y luego la limpiaría.
Ya estaba dentro del avión, dispuesto a apagar el móvil, cuando se percató de que tenía un mensaje. Era de su suegra, que le pedía que lo llamara. En contra de su sentido común, lo hizo.
– Hola, Fran. ¿Qué tal?
– ¿Qué le has hecho a mi hija? -le preguntó.
– ¿De qué estás hablando?
– No me coge el teléfono. ¿Qué has hecho?
John estuvo a punto de soltarle una crueldad sobre que probablemente Amanda estaba filtrando sus llamadas, pero luego se dio cuenta de que él tampoco recordaba la última vez que había hablado con ella. Los últimos días habían transcurrido entre una especie de niebla, pero ¿cómo no se había dado cuenta?
– ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella? -le preguntó.
– Hace tres días. Tengo la sensación de que algo está pasando. Intuición de madre.
¿Y si Amanda había intentado cambiar una bombilla y se había caído de la escalera? ¿Y si en ese preciso instante estaba tirada sobre un charco de su propia sangre, con la mirada vidriosa y desesperada y el teléfono sobre alguna encimera lejana? ¿Y si aquel perro monstruoso la había hecho picadillo y le había dejado la cara colgando?
– Ya estoy en el avión -dijo-. Te llamo cuando llegue a casa.
Una azafata apareció de repente delante de sus narices.
– ¿Señor? -le dijo, esbozando una profesional sonrisa-. Tiene que apagar el móvil.
– Sí, claro -respondió John. Pero en cuanto se dio media vuelta para avisar al resto de los adictos al móvil, él se giró hacia la ventanilla para que no se viera lo que estaba haciendo y llamó a Amanda.
«Hola, soy Amanda. Deja tu mensaje y te llamaré en cuanto pueda».
Cada vez con más miedo, John se estrujó el cerebro intentando pensar en alguien a quien llamar. Aparte de Sean, no conocía a ninguna de sus amistades ni a sus compañeros de trabajo. Sabía cuál era el apellido de Sean, por supuesto, pero aunque su número estuviera en la guía, probablemente habría cientos -si no miles- de S. Green en el listín telefónico de Los Angeles. John se quedó mirando el teclado del móvil mientras caía en la cuenta de que prácticamente no sabía nada de la nueva vida de Amanda, ni de sus potenciales peligros.
Cuando la azafata volvió a mirarlo, esta vez de forma acusadora, John apagó el móvil, impotente.
Aunque era la primera vez en su vida que John volaba en primera clase, ni reclinó el asiento ni sacó partido de las bebidas gratis. Se pasó todo el vuelo mirando la punta del tupé que tenía delante, que parecía un animal víctima de un atropello, mientras se le pasaban por la cabeza imágenes aterradoras.
Cuando el taxi se detuvo delante de su casa, John se percató de que la puerta del garaje estaba cerrada casi del todo. Las ruedas del Jetta se veían por la rendija y había cacas de perro frescas en el césped. Aquello último era una buena señal.
Abrió la puerta con la llave y entró.
– ¿Amanda?
No obtuvo respuesta alguna, aunque su bolso estaba encima de la mesa que había al lado de la puerta.
Entró en la cocina. Ni rastro de escaleras ni de charcos de sangre. Allí no había nada raro, salvo dos cuencos de acero inoxidable para el perro sobre una gran alfombrilla de goma.
Mientras John subía por las escaleras, el perro fue apareciendo por partes: primero las orejas y la frente y luego una inverosímil combinación de rosas y azules pastel. Llegó a lo alto de las escaleras y se quedó mirándolo, incrédulo. El pobrecillo estaba tumbado delante de la puerta cerrada del baño, con un jersey de rombos puesto y expresión taciturna. Era difícil tomarse en serio a un perro con un jersey de rombos aunque procediera de un laboratorio de metanfetaminas, así que John se acercó al baño. Dentro se oía a alguien frotando y fregando, todo ello acompañado de golpes y crujidos.
– ¿Amanda?
John bajó la vista hacia Booger, que ni siquiera levantó la cabeza. Frunció el entrecejo, preocupado.
Entonces abrió la puerta y se encontró a Amanda de rodillas, al lado del retrete. Llevaba puestos una mascarilla de papel, un gorro de ducha y unos guantes amarillos de goma hasta el codo. También tenía una bolsa de basura en cada pierna, atada a la altura del muslo. Estaba empuñando un bote de desinfectante Lysol, cuyo contenido esparcía bruscamente en todas direcciones. A su alrededor había un montón de esponjas, rollos de papel de cocina y otros productos de limpieza.
– ¿Amanda? -repitió.
– No abras el grifo -dijo sin mirarlo siquiera-. Estoy llenando los sifones de los desagües con lejía-. Puso boca abajo la lata de Comet y la golpeó con fuerza en la parte trasera, enviando ráfagas volcánicas de polvo al aire. Se sentó de golpe con la espalda recta, mientras tosía con el antebrazo levantado delante de la máscara. Luego cogió un cepillo de un cubo y empezó a frotar con fuerza las baldosas del suelo.
– Amanda, ¿qué estás haciendo?
– ¿Sabías que todos esos sitios a los que los cepillos y las fregonas no llegan están infestados de gérmenes patógenos? -le preguntó, aún sin mirarlo-. Los zócalos, los sumideros, las juntas de los azulejos, y lo peor de todo: ¡las manillas de las cisternas! Están llenas de estafilococos, estreptococos, E. Coli, SARM, leptospiroris, hepatitis A y yersinia. Pero, además, en los baños públicos la mayoría de la gente las acciona con los pies, haciendo que los asquerosos gérmenes de las aceras se sumen al resto, por si fuera poco. Y los grifos están exactamente igual de sucios. Y los pomos de las puertas, por culpa de la gente que no se lava las manos y que va dejando todos sus gérmenes mugrientos y asquerosos en los picaportes para el siguiente idiota incauto que llegue, aunque él sí se haya molestado en lavarse las manos. Hay que desinfectarlo todo.
Dejó caer el cepillo, cogió una lata y se inclinó sobre la bañera. Roció el grifo y los mandos hasta que empezaron a chorrear espuma blanca.
– ¿Amanda?
– Y no hablemos de la vaporización tóxica que se genera al tirar de la cisterna. Nunca más pienso volver a dejar un cepillo de dientes en la misma habitación que un retrete. Es un milagro que no estemos todos muertos.
– Amanda, por favor, dime qué está pasando.
Ella se incorporó sobre las rodillas, se bajó la mascarilla y se quedó mirándolo. Al cabo de un rato, dijo:
– Ya te lo explicaré. Antes quiero darme una ducha. -Y, dicho eso, extendió el brazo y le cerró la puerta en las narices.
John se quedó de pie en el pasillo, mirando la puerta. Luego se fue al piso de abajo, a esperar.
Al cabo de unos minutos, Amanda apareció con el albornoz puesto y se hundió en el sofá. Estaba pálida como la leche y tenía círculos oscuros bajo los ojos. Se había secado el pelo con una toalla y este estaba empezando a encaracolarse.
– Te traeré un café -dijo él.
Se quedó en la cocina mientras se hacía. No tenía ni idea de lo que había pasado y, por lo tanto, no tenía ni idea de qué decir. Cuando el café empezó a salir, esperó hasta que dejó de borbotear y echó un poco en una taza. Luego le añadió azúcar. Se pensó mejor lo de la nata, ya que se había convertido en una especie de producto derivado del queso no identificado.
Depositó la taza humeante sobre la mesa, delante de Amanda, y se sentó enfrente de ella. Esta se inclinó hacia delante, rodeó el recipiente con ambas manos, lo soltó y se recostó de nuevo sin darle siquiera un sorbo.
– Amanda, cielo, ¿qué pasa aquí?
– He conseguido un trabajo -dijo, intentando con todas sus fuerzas que sonara a algo sin importancia, lo cual le rompió el corazón a John.
– ¿Por qué? ¿Haciendo qué?
– Estoy escribiendo un artículo sobre la limpieza de los baños públicos. La semana que viene me toca cómo desinfectar adecuadamente los uniformes y la ropa blanca de los centros hospitalarios. Y después, las cocinas industriales.
John la observó detenidamente.
– ¿Le ha pasado algo a la serie?
– No, John -respondió ella, enfurecida-. Nos ha pasado algo a nosotros. Y como no me piensan pagar nada hasta que la NBC se comprometa a hacer más episodios, si es que eso llega a ocurrir, necesito algo de lo que vivir. Por cierto, nos han hecho una oferta por la casa de Filadelfia, así que, al menos, no tendremos que esperar demasiado para repartirnos el dinero.
¿Repartirse el dinero? John se quedó mirándola, temeroso de decir nada. El perro dobló la esquina y se tumbó pegado a la pared, mientras miraba alternativamente a John y a Amanda.
Esta suspiró. Tenía toda la pinta de haber recuperado la calma.
– Hace unos días fui a comprar algo, da igual qué -dijo, alejando con la mano la pregunta que no le había hecho-, y me rechazaron la tarjeta de crédito. Les dije que era imposible, que tenía saldo suficiente. Pero no, la dependienta llamó a la empresa de la tarjeta de crédito e insistieron en que habíamos sobrepasado el límite. -A John se le revolvieron las tripas como nunca en su vida. Sabía perfectamente qué venía a continuación-. Así que dejé todo en el mostrador y volví al coche muerta de vergüenza. Cuando llegué a casa, miré en Internet los movimientos de nuestra cuenta y, ¿a que no sabes lo que me encontré? -Se produjo un largo silencio. Ella tragó saliva y se secó los ojos. Cuando finalmente habló, lo hizo intentando controlar la voz con todas sus fuerzas-. Yo nunca te he engañado. Ni una sola vez. ¿Los resultados de la prueba de ADN fueron como esperabas? ¿Tengo que felicitarte? Lo de la fianza mejor ni te lo pregunto.
– Amanda -dijo él en voz baja-, puedo explicártelo.
– Sí, ya -le espetó ella antes de romper a llorar con un llanto entrecortado. John hizo amago de levantarse para acercarse a Amanda, pero esta levantó la mano para impedírselo -. Por favor, no lo hagas. Déjame adivinar… Fuma, ¿verdad? Es la que estaba en tu habitación justo antes de que yo llegara, ¿no? ¿El perro también es suyo? Porque no pienso devolvérselo. A él no. -Booger se acercó a ella y se sentó sobre sus pies. Le lamió las manos y miró acusadoramente a John-. Espero que dejara de fumar durante el embarazo -continuó diciendo Amanda-. ¿El bebé está bien?
John respiró hondo.
– No hay ningún bebé y nunca lo ha habido. Había un punk de diecisiete años con el pelo verde que se apellidaba Pinegar. Le pagué la fianza para sacarlo de la cárcel.
Amanda se quedó petrificada. Detuvo la mano en medio del lomo de Booger. Este se volvió para ver qué pasaba y empezó a mordisquearse y a rascarse bajo los rombos de color pastel del jersey.
– Pinegar, sí. Hice cálculos y creí que era su padre. Pero no lo soy. Ginette ni siquiera es su madre. Sus padres me han enviado un cheque para devolverme lo de la fianza.
– ¿Ginette Pinegar? ¿Creías que tenías un hijo de Ginette Pinegar?
– No sé, ¿cuántos Pinegar puede haber en el mundo? -preguntó, recostándose sobre los cojines, con la sensación de que alguien le estaba pasando un picador de hielo por el lóbulo frontal.
– ¿Nunca me has engañado?
– Nunca. Jamás en la vida.
Al cabo de unos segundos, Amanda se lanzó, literalmente, sobre la mesita de centro y aterrizó en su regazo. Antes de que él fuera consciente de lo que estaba pasando, ella ya le había puesto los brazos alrededor del cuello y lloraba sobre su pelo.