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– ¿Por qué? ¿Haciendo qué?

– Estoy escribiendo un artículo sobre la limpieza de los baños públicos. La semana que viene me toca cómo desinfectar adecuadamente los uniformes y la ropa blanca de los centros hospitalarios. Y después, las cocinas industriales.

John la observó detenidamente.

– ¿Le ha pasado algo a la serie?

– No, John -respondió ella, enfurecida-. Nos ha pasado algo a nosotros. Y como no me piensan pagar nada hasta que la NBC se comprometa a hacer más episodios, si es que eso llega a ocurrir, necesito algo de lo que vivir. Por cierto, nos han hecho una oferta por la casa de Filadelfia, así que, al menos, no tendremos que esperar demasiado para repartirnos el dinero.

¿Repartirse el dinero? John se quedó mirándola, temeroso de decir nada. El perro dobló la esquina y se tumbó pegado a la pared, mientras miraba alternativamente a John y a Amanda.

Esta suspiró. Tenía toda la pinta de haber recuperado la calma.

– Hace unos días fui a comprar algo, da igual qué -dijo, alejando con la mano la pregunta que no le había hecho-, y me rechazaron la tarjeta de crédito. Les dije que era imposible, que tenía saldo suficiente. Pero no, la dependienta llamó a la empresa de la tarjeta de crédito e insistieron en que habíamos sobrepasado el límite. -A John se le revolvieron las tripas como nunca en su vida. Sabía perfectamente qué venía a continuación-. Así que dejé todo en el mostrador y volví al coche muerta de vergüenza. Cuando llegué a casa, miré en Internet los movimientos de nuestra cuenta y, ¿a que no sabes lo que me encontré? -Se produjo un largo silencio. Ella tragó saliva y se secó los ojos. Cuando finalmente habló, lo hizo intentando controlar la voz con todas sus fuerzas-. Yo nunca te he engañado. Ni una sola vez. ¿Los resultados de la prueba de ADN fueron como esperabas? ¿Tengo que felicitarte? Lo de la fianza mejor ni te lo pregunto.

– Amanda -dijo él en voz baja-, puedo explicártelo.

– Sí, ya -le espetó ella antes de romper a llorar con un llanto entrecortado. John hizo amago de levantarse para acercarse a Amanda, pero esta levantó la mano para impedírselo -. Por favor, no lo hagas. Déjame adivinar… Fuma, ¿verdad? Es la que estaba en tu habitación justo antes de que yo llegara, ¿no? ¿El perro también es suyo? Porque no pienso devolvérselo. A él no. -Booger se acercó a ella y se sentó sobre sus pies. Le lamió las manos y miró acusadoramente a John-. Espero que dejara de fumar durante el embarazo -continuó diciendo Amanda-. ¿El bebé está bien?

John respiró hondo.

– No hay ningún bebé y nunca lo ha habido. Había un punk de diecisiete años con el pelo verde que se apellidaba Pinegar. Le pagué la fianza para sacarlo de la cárcel.

Amanda se quedó petrificada. Detuvo la mano en medio del lomo de Booger. Este se volvió para ver qué pasaba y empezó a mordisquearse y a rascarse bajo los rombos de color pastel del jersey.

– Pinegar, sí. Hice cálculos y creí que era su padre. Pero no lo soy. Ginette ni siquiera es su madre. Sus padres me han enviado un cheque para devolverme lo de la fianza.

– ¿Ginette Pinegar? ¿Creías que tenías un hijo de Ginette Pinegar?

– No sé, ¿cuántos Pinegar puede haber en el mundo? -preguntó, recostándose sobre los cojines, con la sensación de que alguien le estaba pasando un picador de hielo por el lóbulo frontal.

– ¿Nunca me has engañado?

– Nunca. Jamás en la vida.

Al cabo de unos segundos, Amanda se lanzó, literalmente, sobre la mesita de centro y aterrizó en su regazo. Antes de que él fuera consciente de lo que estaba pasando, ella ya le había puesto los brazos alrededor del cuello y lloraba sobre su pelo.

* * *

Más tarde, mientras yacían sobre un montón de sábanas enmarañadas y el pelo secado al aire y lleno de tirabuzones de Amanda descansaba sobre el pecho de John y le hacía cosquillas en la barbilla, ella dijo:

– Uno de esos agentes a los que le enviaste mi libro me ha dejado un mensaje hoy. Quiere hablar conmigo mañana.

– Suena muy bien.

– Ya veremos. Soy demasiado desconfiada para creerme nada, a estas alturas.

– ¿Por qué el perro lleva un jersey? -preguntó John después de quedarse un rato mirándolo.

– Mi madre no deja de mandarle cosas. Ya casi tiene un armario entero.

– ¿Tu madre le teje jerséis al perro?

– Efectivamente. John suspiró.

– Pues cuando tengamos un hijo, la que nos va a caer.

– Y que lo digas -dijo Amanda.

Seis meses después

Se oyeron unos aplausos dispersos mientras el alcalde cogía las enormes tijeras de la caja donde estaban guardadas y cortaba la cinta que atravesaba la puerta abierta. Los extremos de satén rojo revolotearon hasta el suelo mientras los fotógrafos disparaban, incluido el de The Atlantic, que acompañaba a John. El alcalde posó con Isabel, rodeándole los hombros con un brazo y enseñando los dientes en una sonrisa de foto. Celia merodeaba por el otro lado. Él la miró y su sonrisa se mustió durante una décima de segundo, pero se recuperó al momento y la rodeó a ella también con el otro brazo.

John se quedó callado cuando los otros periodistas empezaron a hacer preguntas, porque sabía que más tarde tendría su oportunidad. Se quedó a un lado con Gary Hanson, el arquitecto que había diseñado las nuevas instalaciones, y con Nathan Pinegar, cuyos padres habían convencido al juez de Lizard de que colaborar en la construcción de la nueva residencia para los primates podía contar como servicio comunitario. Tenía buen aspecto y estaba en forma, y su pelo parecía aún más verde de lo normal. John se imaginó a Nathan y a Celia la madrugada anterior, tiñéndose el pelo el uno al otro para la ocasión.

– Doctora Duncan, ¿podría decirse que está satisfecha con la multa impuesta?

Isabel volvió la vista un segundo por encima del hombro hacia la propiedad de más de doce hectáreas de terreno montañoso de Maui, que estaba protegida por una reja doble. Se giró de nuevo hacia las cámaras y, por el brillo de sus ojos y la incipiente curva de sus labios cerrados y apretados, John percibió que estaba intentando contener su alegría. Bajó la vista hacia el suelo y se aclaró la garganta, serenándose.

– Los términos del acuerdo me prohíben decir nada sobre el montante de la multa -dijo-, pero a los bonobos y a mí nos gustaría darle las gracias al zoo de San Diego por su generosa hospitalidad durante el tiempo que han tardado en construir nuestro nuevo hogar. También quiero agradecerles a Gary Hanson y a su empresa que nos hayan prestado sus servicios de forma gratuita para diseñar el entorno más apropiado para primates que he visto en mi vida fuera de una selva. -Escudriñó la multitud y, por un instante, John pensó que lo estaba buscando a él. Cuando sus ojos se posaron sobre Gary, esbozó una gran sonrisa.

– ¿Podría contarnos algo más sobre sus planes para el Proyecto de Lenguaje de Grandes Primates?

– Ahora mismo estamos buscando a los mejores científicos de esta especialidad y nos comprometemos a seguir con nuestro trabajo en el ámbito de la adquisición y cognición del lenguaje siguiendo los pasos del difunto Richard Hughes, que consideraba que nuestra obligación era proporcionar a los grandes primates dignidad, autonomía y la calidad de vida que, obviamente, se merecen.

– En el comunicado de prensa se mencionaba una colaboración con el Centro de Lenguaje Clínico Infantil de Boston. ¿Podría hablarnos más del tema?

– Está más que demostrado que los niños que no se comunican verbalmente utilizan muy a menudo métodos alternativos para expresarse, como la lengua de signos y los lexigramas. Hemos puesto nuestros informes a disposición del CLCI y estamos muy emocionados por los avances que podrían producirse en este campo.

– ¿Qué opina de los procesos judiciales pendientes?

– Creo que las personas son inocentes hasta que se demuestre lo contrario y estoy totalmente convencida de que se hará justicia. -Recorrió la multitud con la mirada, sonriendo y mirando a la gente a los ojos-. Muchas gracias por venir.