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Aunque se llamaba Magnifigato, la criatura en cuestión era un anciano ejemplar de Maine Coon de quince kilos de peso y una sola oreja que tenía el rabo irreparablemente doblado. También tenía una erupción cutánea que hacía que se le descamara la piel y lo dejaba calvo por zonas, algo que podría ser tolerable si no fuera porque además insistía en dormir entre sus cabezas, despatarrando su considerable peso entre las almohadas y golpeándolos en la frente si no lo mimaban lo suficiente. Amanda no entendía por qué John se enfadaba tanto por un poquito de caspa en la almohada y John no sabía cómo explicarle que ya sabía que iba a acabar adoptando a algún animal, pero que había supuesto que se trataría de un dulce cachorrillo, no de una bestia monstruosa con un ojo lloroso que llevaba siempre la lengua fuera porque ya no le quedaban dientes para mantenerla en su sitio. Y aun así, ocho meses después, cuando los riñones de Magnifigato fallaron y tuvieron que sacrificarlo, John se quedó tan hecho polvo como Amanda. Lloraron sobre la jaula vacía del gato que llevaban en el coche aferrándose el uno al otro ni más ni menos que durante veinte minutos antes de que John se sintiera lo suficientemente sereno como para conducir. Cuando llegaron a casa, Amanda cerró las persianas, se metió en la cama y se quedó allí tres días. A John se le partía el corazón al verla así: no tenía amigos en ciento cincuenta kilómetros a la redonda, su carrera literaria estaba hecha añicos, se le había muerto el gato y él no podía hacer nada al respecto. La sugerencia de conseguir otro gato fue recibida con una horrorizada mirada como si fuera una traición. El consejo de que fuera a ver a un terapeuta resultó aún peor, a pesar de que hasta John se daba cuenta de que estaba clínicamente deprimida.

Casi no comía nada. No podía dormir, aunque cada vez le costaba más salir de la cama por las mañanas y, cuando finalmente conseguía hacerlo, raras veces se vestía. Iba de la cama al sofá, donde se cubría con un edredón y se ponía el portátil en las rodillas con las cortinas cerradas a cal y canto. La única luz de la habitación era el azul fantasmagórico del monitor.

John no se había dado cuenta de la cantidad de trabajos domésticos que realizaba Amanda hasta que dejó de hacerlos. En el cajón ya no aparecían ropa interior ni calcetines limpios. El montón de las camisas se quedó en la esquina del armario hasta que él las cogió y las llevó a la lavandería.

Grasientas telas de araña brotaban por la parte inferior de los muebles y llegaban con sus vaporosos dedos hasta los zócalos. La mesa de la entrada prácticamente había desaparecido bajo enormes montañas de facturas, catálogos y ofertas de tarjetas de crédito. John se había hecho cargo de la cocina hasta cierto punto, pero siempre había pilas de platos sucios en el fregadero y, normalmente, también en la encimera. Llegados a ese punto, los esfuerzos de Amanda se limitaban a vaporizar ambientador Windex en el baño y a darles la vuelta a las toallas si alguien amenazaba con pasar por casa.

Desgraciadamente, ese alguien siempre eran sus padres. Su proximidad fue algo que a él se le había olvidado tener en cuenta cuando había considerado la mudanza, un descuido que él y Amanda pagaron caro.

Durante casi un año desde la mudanza, Patricia y Paul Thigpen intentaron persuadir a John y Amanda para que se unieran a su iglesia. Si se hubiera tratado de otras personas, tal vez John lo hubiera considerado por el simple hecho de que los obligaría a conocer gente, pero la idea de que sus padres formaran parte, aunque fuera en la periferia, de cualquier círculo social que él y Amanda consiguieran crear era impensable. Los ancianos Thigpen aparentemente habían renunciado, pero últimamente aparecían de forma inexplicable todos los domingos al mediodía para reproducir el sermón y hablar largo y tendido sobre lo maravillosos y adorables que eran los niños de la guardería.

Las miradas de profunda tristeza y los silencios estáticos provocaban que John tuviera ganas de hacerse una bola y llorar. Amanda los toleraba con una cortesía distante. John sabía que era por resignación o por frialdad, y no le importaba. Es más, hasta se lo agradecía, ya que la forma que tenía de resolver los conflictos la familia de ella se acercaba más al lanzamiento de vajilla.

Las miradas acusatorias que Patricia dirigía con los labios apretados se fueron haciendo más descaradas en relación perfecta y directamente proporcional al declive de la casa. Domingo tras domingo, John observaba cómo Patricia disparaba fulminantes rayos de culpa en dirección a Amanda. John sabía que debería actuar para proteger a su destrozada mujer, pero, tal y como funcionaba su familia, era imposible intentar hacer cambiar de opinión a su madre sobre quién tenía la culpa de que aquello se estuviera convirtiendo en una pocilga o de la ausencia de bebés sin arriesgarse a provocar un enfado maternal épico. Y si los machos Thigpen tenían algo en común, era una firme determinación por no hacer enfadar a mamá. Los hermanos de John, Luke y Matthew, no sabían la suerte que tenían de vivir en otros continentes. O tal vez sí.

Con la sangre helada y una mano en el pomo de la puerta, John olfateó de nuevo. Además del Pine Sol identificó velas perfumadas, ternera a la brasa y el intenso olor de la espuma de baño de granada. Se armó de valor, entró en casa y cerró la puerta tras él.

Amanda estaba inclinada sobre la mesita de centro de la sala, colocando ostras abiertas en una cama de hielo picado. A un lado había dos botellas de Perrier Jouët y unas copas de cristal, junto con una diminuta y perfecta montañita de caviar de osetra que se erguía en el centro de un platito de porcelana de la vajilla de la boda. Amanda estaba descalza sobre los surcos frescos de la aspiradora y llevaba puesto el camisón de seda que John le había regalado por Navidad. Había sido un regalo esperanzado y desesperado, un torpe intento de asumir su resistencia cada vez mayor a abandonar la cama. Por lo que John sabía, aquella era la primera vez que se lo ponía. De pronto se sintió mareado. La última vez que había llegado a casa y se había topado con aquella escena acababa de vender Las guerras del río. ¿Habría encontrado otro agente? ¿Le habría comprado alguien su segundo libro, Receta del desastre?

– Caray -dijo. Ella se giró, radiante. -No te he oído entrar.

Cogió una botella y fue hacia él. Llevaba el cabello, una mata de rebeldes espirales de un tono que él denominaba «dorado Botticelli» y ella «naranja Ronald McDonald», recogido en un moño despeinado en la nuca. Se había puesto brillo de labios. Se había pintado las uñas de los pies de un color opalescente que hacía juego con la seda rosa. Algo le brillaba sobre los párpados.

– Estás impresionante -le dijo.

– Hay buey Wellington en el horno -respondió ella, dándole un beso y tendiéndole la botella de champán.

Mientras John manipulaba el cierre metálico, varias diminutas motitas plateadas cayeron sobre la alfombra.

Hizo una bola con el resto de la envoltura del corcho en la palma de la mano y retiró el armazón de alambre.

– ¿Qué tal?

Ella sonrió coqueta.

– Tú primero: ¿qué tal el viaje?

Una oleada de alegría sustituyó en ese momento a la aprensión. Metió la fría botella bajo el brazo y sacó el móvil del bolsillo.