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Dobló las chuletas a la mitad, se las guardó en el bolsillo y movilizó a su círculo más cercano -Celia, Nathan, Gary, John y su fotógrafo- para que la siguieran. El guardia de seguridad uniformado cerró la puerta tras ellos y la multitud de fuera empezó a moverse lentamente para dispersarse.

Isabel guio al grupo por una carretera de tierra que serpenteaba entre bamboleantes árboles tropicales y arbustos con flores tan extraordinariamente fragantes que olían a fruta demasiado madura.

John dio unas cuantas zancadas para ponerse a su altura. El pelo le había crecido lo suficiente como para cubrir la cicatriz. Pasarían años antes de que le volviera a caer sobre la espalda, pero su rostro era delicado y bello y el pelo le sentaba bien así.

– Me han dicho que has estado en el Congo -dijo ella-. En el refugio Lola ya Bonobo.

– Sí, volví la semana pasada.

– ¿Y qué tal?

– Increíble. Casi surrealista. Volamos con Air France desde París y aterrizamos en Kinshasa en un mundo totalmente diferente. Un batallón de soldados armados entraron en el avión por la puerta delantera, desfilaron por el pasillo y salieron por la parte de atrás. Había armazones de aviones por toda la pista. -John abrió unos ojos como platos al recordarlo-. El aeropuerto era un caos. Por suerte, nos acompañaba un «experto en protocolo» para negociar los sobornos y hacer que pasáramos los controles de aduanas e inmigración. De no haber sido por él, te juro que aún seguiríamos allí. Y nos habrían quitado todas nuestras pertenencias.

– ¿Y el refugio? -preguntó, cogiéndolo del brazo. Fue un gesto inesperado, y John sintió que el corazón le daba un vuelco.

– En la carretera había baches lo suficientemente grandes como para tragarse el todoterreno y atravesamos un montón de tierras de labranza pobres y polvorientas, pero el refugio en sí es maravilloso. Era la casa de vacaciones de Mobutu Sesse Seko, el antiguo dictador. Hay estanques llenos de lirios, un río que se precipita en una cascada y un montón de mosquitos. Son como pequeños bombarderos sigilosos -dijo, imitando uno de ellos con la mano que tenía libre-: silenciosos, indoloros y mortales. ¿Sabías que hay un tipo de malaria que te puede dejar tieso en cuatro días?

– Pues sí -respondió Isabel-. Malaria cerebral fulminante. Supongo que te habrás vacunado.

– Claro. Contra la malaria, la hepatitis A y B, la fiebre amarilla, el tifus, el tétanos, la gripe, la meningitis, la polio… Hasta de la rabia, por aquello de los perros asilvestrados -dijo, sacudiendo la cabeza-. ¿Por dónde iba?

– ¿Por lo de la malaria? -sugirió Isabel.

– Eso, la malaria -dijo John-. Y oímos a los bonobos nada más llegar. Estaban por todas partes. Parecían pájaros trinando a voz en grito. Vinieron a echarnos un vistazo de inmediato y lo primero que hicieron fue robarle la cámara a Philippe. Fue un trabajo en grupo: uno de ellos le agarró las piernas mientras otro desabrochaba la cinta. Luego, un tercero cogió la cámara y se la llevó a lo alto de un árbol. Creí que Philippe se iba a echar a llorar. Al final, logramos cambiarla por manzanas verdes, pero no antes de que los bonobos hicieran una docena de fotos. Hay una que vamos a publicar junto con el artículo en la que sale Philippe mirando directamente a cámara, suplicando con cara de desesperación total. Es genial.

Isabel dejó caer la cabeza hacia atrás y se rio.

– Muy típico de los bonobos. Me gustaría ir algún día -comentó con un suspiro.

– Estoy seguro de que lo harás.

– Yo también -dijo ella con tanta confianza que hizo que John la mirara de nuevo de reojo. Nunca la había visto tan relajada y feliz. Hasta el día que la había conocido, antes de la explosión, se mostraba un poco ansiosa y reservada. Pero ahora de eso ya no quedaba ni rastro. Incluso su lenguaje corporal era diferente: la antigua Isabel nunca lo habría cogido así del brazo.

La zona arbolada se acabó, dando paso a un claro en el que se alzaba una enorme estructura cuadrada. En uno de los extremos había una torre alta con las paredes de reja. Estaba cubierta de arriba abajo de mangueras y hamacas, llena de estructuras para trepar, de juguetes y de piscinas infantiles.

Isabel le soltó el brazo a John.

– Ese es el patio de recreo exterior -le explicó, señalándolo con evidente orgullo -. Van y vienen a su antojo. También pueden adentrarse en el bosque, siempre y cuando los acompañe uno de nosotros. Les encanta. Ponemos determinados premios en diferentes lugares. Ahí, por ejemplo -dijo señalando hacia un árbol-, siempre hay una nevera con huevos cocidos. Y en ese otro siempre hay M &M's. Sin azúcar, claro. Todavía estamos intentando solucionar los daños producidos por las pizzas y las hamburguesas con queso.

Nada más entrar en la estructura había una gran zona de observación, separada de los aposentos de los primates por un tabique de cristal en curva. Aunque los bonobos no estaban a la vista, Gary se acercó al cristal y se quedó allí de pie, expectante. Philippe se unió a él, cámara en ristre. Celia y Nathan se quedaron un poco por detrás de ellos, también observando el recinto de los primates.

– ¿Qué te parece? -le preguntó Isabel, mirándolo ilusionada.

– Es magnífico -respondió John-. ¿Dónde están los bonobos?

– En la sala común, probablemente viendo vídeos de La casa de los primates. Están un poco obsesionados.

– ¿Habéis recibido el paquete que os mandé?

– No lo sé -dijo Isabel-. ¿Celia?

– Sí -respondió esta, girando su cabeza fucsia-. Y tiene una pinta buenísima. Gracias, Pigpen.

John levantó dos dedos para hacer el símbolo de la paz.

– ¿Qué es? -quiso saber Isabel.

– Una tarta de zanahoria, para celebrarlo -dijo John.

Vio que ella vacilaba.

– Bueno, no sé…

– La ha hecho Amanda -añadió él, al momento-. Con zanahorias orgánicas endulzada con zumo de manzana, y la cobertura es de crema de queso desnatado. Aquí tienes la lista de ingredientes -dijo, sacando un trozo de papel arrugado del bolsillo y tendiéndoselo a Isabel.

Esta se rio.

– Está bien, si la ha hecho Amanda…

– Genial -dijo Celia-. Vamos a decirles que se la vamos a llevar.

Ella y Nathan desaparecieron por un pasillo. Isabel bajó la vista y luego levantó la mirada hacia John.

– Me gustaría darte las gracias.

– Por favor, no ha sido nada -dijo él, restándole importancia con un ademán-. Un periodista siempre protege sus fuentes.

– Celia quería confesar -dijo Isabel-. Tuve que recordarle que también estabas protegiendo a Joel, a Jawad y a Ivanka.

– Y a ti -añadió él.

– Sí, y a mí.

Se quedaron en silencio mientras se miraban a los ojos.

– Por cierto -dijo bajando la voz-, me ha parecido que hay algo entre tú y… -Inclinó discretamente la cabeza hacia Gary.

– Puede ser. Más o menos -reconoció, poniéndose colorada-. En fin -dijo, mirando hacia otro lado-, ¿cómo está Amanda?

– Ya no tiene náuseas por las mañanas, ni sale corriendo cuando huele a café. Isabel se rio.

– Qué bien. ¿Cuándo sale de cuentas?

– Dentro de tres meses, casi exactamente. Cuatro días después que Ivanka, aunque parezca mentira.

– Debes de estar muy emocionado.

– Emocionado y muerto de miedo a partes iguales -dijo con la esperanza de que la expresión de su cara no revelara el porcentaje real.

– ¡Y lo del libro nuevo! -exclamó Isabel, dando una palmada-. Me alegré muchísimo cuando me enteré. ¿Cuándo lo publican?

– Dentro de cuatro meses. -Dile que estoy deseando leerlo. -Por supuesto.

– Y dile también que siento lo de la serie, a no ser que aún esté un poco sensible, claro.