– La verdad -dijo, toqueteando la pantalla- es que ha sido muy emocionante. -Le tendió triunfante la foto-. ¡Tachán!
Amanda entrecerró los ojos. Se inclinó para acercarse más y ladeó la cabeza.
– ¿Qué es eso?
– Espera -dijo, volviendo a coger el teléfono. Acercó la imagen de un desconocido de carne y hueso leyendo Las guerras del río-. Mira.
Cuando Amanda se dio cuenta de lo que estaba viendo, le robó el teléfono.
– ¡Un avistamiento en la jungla! -John abrió el champán y miró a Amanda con una sonrisa expectante.
Ella sujetaba el teléfono con ambas manos y miraba la pantalla sin un ápice de alegría. La sonrisa de John se esfumó.
– ¿Estás bien?
Se sorbió la nariz, se secó la esquina de un ojo y asintió.
– Sí. Sí -dijo con voz tensa-. En realidad, tengo algo que contarte. Ven, siéntate.
John la siguió hasta el sofá, donde ella se sentó con la espalda recta y las manos entrelazadas. Los ojos de él iban nerviosos del perfil de ella a todo lo que había diseminado. Sin duda alguna, aquello era una cena de celebración, pero ella parecía al borde de las lágrimas. ¿Estaría embarazada? No era muy probable, dado que había dos copas para el champán. Intentó ignorar la acidez metálica del miedo que le brotó en el fondo de la garganta y se inclinó hacia delante para servir el champán. Dejó las gafas sobre la mesa y la cogió de la mano, entrelazando los dedos con los suyos. Ella tenía las yemas frías y la palma húmeda, y miraba fijamente el borde de la mesa.
– Cariño, ¿qué pasa? -le preguntó.
– He encontrado trabajo -dijo con voz queda. John se estremeció. No pudo evitarlo. Obligó a sus gestos a relajarse y respiró profundamente, armándose de valor. No sabía si fingir que estaba contento por lo del trabajo o intentar disuadirla. Lo único que ella había querido hacer siempre era escribir novelas y sabía que hacía poco que había acabado Receta del desastre.
Estaba claro que aquel era el peor momento para rendirse. Aunque, bien pensado, tal vez una razón para levantarse por las mañanas le vendría bien. Tener contacto con el mundo exterior, una oportunidad de hacer nuevos amigos, dejar de recibir palos en forma de cartas de rechazo…
Amanda parpadeó, esperando una reacción.
– ¿Dónde? ¿De qué? -dijo finalmente. -Bueno, eso es lo complicado. -Volvió a consultar el portátil-. Es en Los Angeles.
– ¿Que es dónde? -preguntó John, creyendo que había oído mal.
Ella se giró para mirarlo a los ojos y le agarró las manos con inusitada fuerza.
– Te parecerá una locura. Lo sé. Y sé que al principio vas a querer decir que no, así que por favor no me respondas aún. Tal vez sea mejor que lo consultes con la almohada. ¿Vale?
John hizo una pausa que duró varios latidos.
– Vale.
Ella volvió a levantar la vista y lo miró a los ojos muy seria. Respiró hondo.
– Sean y yo hemos escrito un preguión para un programa y ha tenido una reunión de presentación con la NBC la semana pasada. Hoy nos han dado luz verde. Van a producir cuatro capítulos y luego ya se verá.
La habitación empezó a darle vueltas. El techo giraba como el agua del inodoro. John clavó los talones en la alfombra para recordarse que estaba anclado. ¿Quién era ese tal Sean? ¿Y qué era un preguión?
Amanda se explicó: le dijo que había entrado en contacto con una persona en un foro de escritores. Se llamaba Sean y se habían estado escribiendo durante semanas. John no tenía por qué preocuparse, estaba al tanto de los peligros de los foros y había creado una cuenta de Hotmail con un nombre falso. Solo habían intercambiado información real después de que ella se asegurase de que él era de fiar. Sean había trabajado con las principales redes durante años poniendo en contacto a escritores con diferentes proyectos televisivos. En esta ocasión el proyecto era suyo y quería a Amanda a bordo: había leído Las guerras del río y era un gran admirador suyo; le parecía vergonzoso que no hubiera obtenido el reconocimiento que se merecía porque, de haber sido así, habría conseguido inmediatamente otra editorial en cuanto se había quedado libre. Ella tenía el tono perfecto para aquel proyecto, relacionado con mujeres solteras de cuarenta y tantos que estaban deseosas de acostarse con alguien; seguramente conseguiría un montón de audiencia. Por lo visto, la generación nacida durante el baby boom prefería imaginarse con cuarenta que con sesenta. Habían hecho el preguión entre los dos -una descripción de cinco páginas del proyecto-, y Amanda podría sacarse quince mil por capítulo si la NBC decidía seguir adelante tras los cuatro episodios iniciales. No le había comentado nada a John antes porque no quería que se hiciera ilusiones.
John se percató de que ella había dejado de hablar. Tenía los ojos clavados en los suyos, buscando una reacción.
– No quieres que lo haga -dijo finalmente. Luchó por articular una respuesta, intentando darle a su mente el tiempo suficiente de elaboración para sopesar a todo correr las implicaciones.
– Yo no he dicho eso. Me ha cogido por sorpresa, eso es todo.
Ella esperó a que continuara.
– ¿Y qué pasa con Receta del desastre?
– La han rechazado ciento veintinueve agentes.
– Lo que han rechazado es que les envíes el libro, ¿no? En realidad nadie se lo ha leído.
– ¿Qué más da? Al parecer nadie pretende hacerlo.
– ¿Por qué quieres involucrarte en esa serie?
– Quiero escribir y es una forma de hacerlo.
– Libros, quieres escribir libros.
– Y me han rechazado todos y cada uno de los agentes literarios. Se acabó.
Él se levantó bruscamente y empezó a caminar de un lado a otro. ¿Y si tenía razón? Odiaba darse por vencido, pero llegaba un momento en que la insistencia se convertía en masoquismo.
– Vamos a planteárnoslo. ¿Qué haría yo en Los Angeles? -dijo-. No hay ningún periódico que ofrezca un puesto. Nunca encontraría otro trabajo. Tengo suerte de conservar todavía este.
– Bueno, ese es el quid de la cuestión. -Hizo una pausa tan larga que él se dio cuenta de que no le iba a gustar lo que venía después-. Por ahora no tendrías que venir. Ya sabes, hasta que sepamos seguro que van a continuar con la serie.
Los labios de John se movieron durante tres segundos antes de que consiguiera articular palabra.
– ¿Quieres mudarte a Los Angeles sin mí?
– No, no -dijo con vehemencia-. Claro que no.
Nos veríamos los fines de semana.
– ¿Atravesando el país? -Podríamos turnarnos.
– ¿Y cómo nos pagaríamos todos esos vuelos? ¿Y el alquiler? Tendrías que tener un apartamento. Y un coche. -El tono de voz de John fue en aumento a medida que iba echando cuentas.
– Podríamos echar mano de nuestros ahorros… El sacudió la cabeza.
– No, de eso nada. ¿Y qué sucede si la NBC decide seguir adelante con la serie? ¿Continuamos viviendo separados?
– Entonces te vienes conmigo. Si la cogen ganaré lo suficiente para que podamos vivir los dos sin que tengas que trabajar.
– ¿Cuánto te dan de anticipo? Amanda bajó la vista.
– ¿No hay anticipo?
– Es tan caro producir las series que no tienen presupuesto.
– ¿Me estás tomando el pelo?
– La culpa es de los realities. No cuesta casi nada producirlos en comparación con los casi tres millones por capítulo que cuestan las series. Antes Networks producía una docena de series dramáticas y de comedias con la esperanza de que una tuviera éxito. Ahora producen un par de ellas y rellenan el resto de la franja horaria con estúpidos programas sobre personas estúpidas que fingen intentar buscar el amor verdadero practicando sexo en un jacuzzi con una persona diferente cada noche mientras las cámaras lo graban todo. Sé que deberían pagarme, pero si lo rechazo hay miles de escritores que se mueren por tener esta oportunidad.