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No obstante, todos conocíamos bien las enormes responsabilidades del gran duque Nicolás Nikoláievich.

El zar lo había nombrado comandante supremo de todas las fuerzas rusas para librar una guerra en tres frentes: contra el Imperio austrohúngaro, contra el káiser alemán y contra los turcos. Según se decía, hasta el momento no había logrado demasiado éxito en ninguna de esas campañas, pero seguía cosechando la admiración y la absoluta lealtad de los soldados a su mando, admiración y lealtad que a su vez se transmitían a todos los pueblos campesinos de Rusia. Lo considerábamos uno de los hombres más excelsos, nombrado para su cargo por un dios benevolente que nos enviaba líderes como él para velar por nosotros, los simples e ignorantes.

Los vítores subieron de tono cuando los soldados empezaron a pasar ante la gente, y entonces, aproximándose como una gloriosa deidad, en el centro de la multitud vislumbré un magnífico caballo de batalla blanco y, a lomos de él, un hombre gigantesco con uniforme militar y bigote encerado con una fina punta en cada extremo del labio superior. Miraba al frente con rigidez, pero de vez en cuando levantaba la mano izquierda para ofrecer un regio saludo a la muchedumbre congregada.

Cuando los caballos desfilaban ante mí, descubrí a nuestro revolucionario vecino Borís Alexándrovich entre la gente al otro lado de la calle, y me sorprendió verlo allí, pues si había un hombre del que pensaba que se negaría a rendir tributo al gran general, era él.

– Mira -le dije a Asya, tocándole el hombro y señalando-. Ahí. Borís Alexándrovich. ¿Dónde están ahora sus admirables principios? Está tan deslumbrado con el gran duque como cualquiera de nosotros.

– Pero ¡qué guapos son los soldados! -exclamó ella sin prestarme atención, jugueteando con sus rizos mientras estudiaba a cada hombre que pasaba-. ¿Cómo crees tú que pueden luchar en la batalla y mantener tan inmaculados sus uniformes?

– Y ahí está Kolek-añadí, al ver que mi amigo se abría paso hasta el frente de la multitud con una mezcla de emoción y ansiedad en la cara-. ¡Kolek! -lo llamé gesticulando, pero él no me vio o no me oyó entre el estruendo de los jinetes y los gritos de los lugareños.

En otra ocasión no le habría dado importancia a una cosa así, pero exhibía una expresión que me confundió, una expresión de suma inquietud que nunca había visto en aquel muchacho tan sereno. Se adelantó un poco y miró alrededor, hasta que se hubo asegurado de que su padre, el hombre cuya aprobación significaría para él más que cualquier cosa en el mundo, estaba entre el público, y cuando tuvo la certeza de que Borís Alexándrovich lo observaba, clavó la mirada en el gran duque que se acercaba sobre el caballo blanco.

Nicolás Nikoláievich estaría a unos siete u ocho metros de distancia, no más, cuando vi que la mano izquierda de Kolek hurgaba dentro de su túnica y permanecía allí unos instantes, temblando ligeramente.

Estaba a cinco metros cuando vi que la empuñadura de una pistola emergía despacio de su escondrijo; la mano de mi amigo la aferraba muy tensa, con un dedo sobre el gatillo.

Estaba a tres metros cuando Kolek sacó la pistola, sin que nadie lo viera excepto yo, y le quitó el seguro.

El gran duque se hallaba a menos de dos metros cuando grité el nombre de mi amigo.

– ¡Kolek! ¡No!

Y me colé en un hueco entre los jinetes que pasaban para cruzar corriendo la calle, mientras los soldados, alertados, se giraban hacia mí para ver qué sucedía. Mi amigo me vio entonces y tragó saliva con nerviosismo antes de levantar la pistola y apuntar a Nicolás Nikoláievich, que ahora estaba ante él y por fin se había dignado volver la cabeza para mirar al joven de su izquierda. Debió de vislumbrar el destello del acero, pero no tuvo tiempo de sacar su propia arma o espolear al caballo para huir, porque la pistola se disparó casi de inmediato con un fuerte estruendo, enviando su mortífera carga en dirección al primo y más íntimo confidente del zar, en el preciso instante en que yo, sin considerar las consecuencias de semejante acto, daba un salto delante de ella.

Hubo un repentino destello de fuego, un dolor intenso y gritos de la multitud. Al caer, di por sentado que los cascos de los caballos me destrozarían el cráneo, y un dolor indescriptible me desgarró el hombro: la sensación de que alguien había calentado en el horno una barra de hierro durante una hora para luego hundirla en mi carne inocente. Aterricé duramente en el suelo, experimentando una súbita sensación de paz y tranquilidad antes de que la tarde se volviese oscura ante mis ojos, los ruidos se amortiguaran y la multitud pareciera desvanecerse en una densa bruma, y sólo quedó una vocecita que me susurraba al oído: «¡Duerme, Pasha!», y la obedecí.

Cerré los ojos y me quedé solo en medio de una oscuridad vacía y soporífera.

El primer rostro que vi al despertar fue el de mi madre. Yulia Vladímirovna me apretaba un trapo húmedo contra la frente y me miraba con una mezcla de irritación y alarma. La mano le temblaba un poco y parecía tan nerviosa al ofrecerme su cuidado maternal como yo me sentí al recibirlo. Asya y Liska susurraban en un rincón mientras la pequeña Talya me observaba con expresión fría y desinteresada. Yo no me sentía parte de tan inusual retablo y me limité a mirarlas a mi vez, sin saber muy bien qué había sucedido para inspirar semejante despliegue de emoción, hasta que un súbito estallido de dolor en el hombro izquierdo me hizo esbozar una mueca. Solté un grito angustiado al tocármelo para aliviar la presión en la zona herida.

– Ten cuidado -dijo una voz sonora y profunda detrás de mi madre.

En cuanto ella la oyó, dio un visible respingo y su expresión mostró una ansiedad atemorizada. Nunca la había visto tan intimidada ante nadie, y al principio pensé que se trataba de mi padre, que le ordenaba que le dejara sitio, pero no era su voz. Yo veía un poco borroso y parpadeé varias veces hasta que la bruma empezó a disiparse y logré ver con claridad.

No era mi padre quien se hallaba ante mí; Danil estaba al fondo de la cabaña, observándome con una media sonrisa que revelaba sus confusas emociones de orgullo y hostilidad. No; la voz pertenecía al comandante supremo de las fuerzas militares rusas, el gran duque Nicolás Nikoláievich.

– No intentes moverte -me dijo, inclinándose sobre mí para examinarme el hombro con los ojos entornados-. Estás herido, pero has tenido suerte. La bala ha pasado a través del hombro, pero sin tocar las arterias o la vena. Ha salido limpiamente por el otro lado, por fortuna. Un poco más a la derecha, y habrías perdido la movilidad del brazo o podrías haber muerto desangrado. Seguirás sintiendo dolor unos días, pero no habrá daños irreversibles. Una pequeña cicatriz, quizá.

Tragué saliva -tenía la boca tan seca que la lengua se me pegaba al paladar- y le pedí a mi madre algo de beber. Ella no se movió; se quedó plantada con la boca abierta, como si estuviera demasiado aterrorizada para participar en la escena que se desarrollaba ante sus ojos, y fue el gran duque quien tuvo que llenar la petaca que llevaba al cinto y tendérmela. Casi me intimidó la delicadeza de la piel al beber de ella, en particular cuando advertí el sello imperial de los Romanov bordado en hilo de oro en la cubierta, pero tenía tantísima sed que mi vacilación no duró mucho, y tragué con avidez. La sensación del agua helada al abrirse paso hasta mis entrañas contribuyó a aliviar unos instantes el dolor del hombro.

– ¿Sabes quién soy? -preguntó el gran duque irguiéndose, llenando la habitación con su imponente figura.

Medía cerca de dos metros y tenía un cuerpo robusto y musculoso. Era guapo y magnífico. Y con su extraordinario bigote resultaba aún más digno y majestuoso. Tragué saliva y asentí con rapidez.