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– Sí -repuse con un hilo de voz.

– ¿Sabes quién soy? -repitió más alto, de modo que pensé que había metido la pata.

– Sí -volví a decir, ahora en tono normal-. El gran duque Nicolás Nikoláievich, comandante del ejército y primo de su majestad imperial el zar Nicolás II.

El duque sonrió y su cuerpo se estremeció levemente al soltar una breve risa.

– Sí, sí -repuso, desdeñando la grandiosidad de mi respuesta-. Bien, ya veo que no le ocurre nada malo a tu memoria, muchacho. Y si funciona tan bien, ¿recuerdas qué te ha ocurrido?

Me incorporé un poco, soportando el dolor lacerante que me recorrió el costado izquierdo del hombro al codo, y contemplé mi cuerpo. Estaba tendido en la pequeña hamaca que me servía de lecho, con los pantalones puestos pero sin zapatos, y me avergonzó ver la capa de mugre del suelo de la cabaña que se me había pegado a los pies. Mi blusón limpio, el que me había puesto especialmente para el desfile del gran duque, estaba hecho un ovillo a mi lado, y ya no era blanco sino de una malévola mezcla de negro y rojo oscuro. No llevaba camisa, y tenía el torso manchado de sangre de la herida, que me habían envuelto en prietos vendajes. Lo primero que se me ocurrió fue preguntarme de dónde habrían salido esas vendas, pero entonces me acordé de los soldados que habían desfilado por nuestro pueblo y supuse que uno de ellos me había curado con sus propios pertrechos.

Y eso me llevó a recordar de pronto los acontecimientos de la tarde.

El desfile. El caballo blanco de batalla. El gran duque montado en él.

Y nuestro vecino Borís Alexándrovich. Su hijo, mi mejor amigo, Kolek Boriávich.

La pistola.

– ¡Un arma! -exclamé de repente, irguiéndome, como si aquello volviese a suceder ante mis ojos-. ¡Tiene un arma!

– Tranquilo, muchacho -dijo el gran duque dándome palmaditas en el hombro sano-. Ya no hay ningún arma. Has llevado a cabo un acto magnífico, si puedes recordarlo.

– No… no estoy seguro. -Me esforcé en recordar qué habría hecho para ganarme semejante cumplido.

– Mi hijo siempre ha sido muy valiente, señor -intervino Danil, acercándose desde el fondo de la cabaña-. Habría dado su vida por la suya sin vacilar.

– Ha habido un intento de asesinato -explicó Nicolás Nikoláievich mirándome, sin hacer caso de mi padre-. Un joven radical me apuntó a la cabeza con su pistola. Juro que he visto cómo la bala se preparaba para abandonar la recámara y alojarse en mi cráneo, pero tú saltaste ante mí, vaya muchacho valiente estás hecho, y la bala te alcanzó en el hombro. -Titubeó antes de añadir-: Me has salvado la vida, joven Georgi Danílovich.

– ¿De veras? -pregunté, pues no lograba imaginar qué me habría impulsado a hacer algo así. Pero la niebla de mi cabeza empezaba a disiparse y recordé haberme precipitado hacia Kolek para obligarlo a retroceder entre la multitud, para que no cometiera un acto que le costaría la vida.

– Sí, así es. Y te estoy agradecido. El mismísimo zar te estará agradecido. Toda Rusia lo estará.

No supe qué decir ante semejante declaración, pues era evidente que el gran duque tenía en mucha estima su propia importancia en el mundo, y me recliné en la hamaca, un poco mareado y presa de una sed desesperada.

– No es cierto que Georgi tenga que irse, ¿verdad, padre? -preguntó Asya de pronto, conteniendo las lágrimas. La miré y me emocionó que estuviera tan afectada por lo que me había ocurrido.

– Calla, muchacha -respondió él, empujándola de nuevo contra la pared-. Georgi hará lo que le digan. Todos lo haremos.

– ¿Irme? -susurré, sin saber qué había querido decir con eso-. ¿Irme adónde?

– Eres un chico valiente -contestó Nicolás Nikoláievich.

Luego volvió a ponerse los guantes y sacó una pequeña bolsa que le tendió a mi padre; la bolsa desapareció de inmediato en los misteriosos recovecos del blusón paterno, donde no pudiésemos verla. «Me ha vendido -pensé al instante-. Padre me ha entregado al ejército a cambio de unos centenares de rublos.» El gran duque se volvió hacia mí.

– Es un desperdicio tener a un muchacho como tú en un sitio como éste. Supongo que pensabas unirte este año al ejército.

– Sí, señor -contesté no muy seguro, pues aunque sabía que ese día iba acercándose, confiaba en retrasarlo unos meses-. Ésa era mi intención, sólo que…

– Bueno, pues no puedo mandarte a la batalla, donde sólo te enfrentarás a más balas. Después de lo que has hecho hoy, no. Puedes quedarte aquí y recuperarte durante unos días, y luego me seguirás. Dejaré dos hombres para que te escolten a tu nuevo hogar.

– ¿Mi nuevo hogar? -repetí confuso, tratando de incorporarme mientras él se dirigía a la puerta de la cabaña-. Pero ¿dónde está eso, señor?

– En San Petersburgo -respondió, volviéndose para son reírme-. Ya has demostrado que estás dispuesto a interponerte en el camino de una bala por un hombre como yo. Imagina entonces cuánta lealtad demostrarás ante alguien incluso más ilustre que un simple duque.

Sacudí la cabeza y tragué saliva con nerviosismo.

– ¿Incluso más ilustre que usted?

Él vaciló un instante, dudando si revelarme lo que tenía pensado, por si la impresión era excesiva para mí. Pero cuando por fin habló, sonó como si su extraordinaria respuesta fuese la más obvia del mundo.

– El zarévich Alexis. Tú serás uno de los asignados para protegerlo. Mi primo el zar mencionó en nuestra última conversación que andaba buscando un joven así, y me preguntó si conocía a alguien que pudiera convertirse en un compañero apropiado. Quiero decir, alguien de edad más cercana a la del zarévich. Éste tiene muchos guardias, desde luego, pero necesita algo más que eso. Necesita un compañero que también pueda velar por su seguridad. Creo que he encontrado lo que mi primo anda buscando. Pretendo ofrecerte a él como un obsequio, Georgi Danílovich, siempre que cuentes con su aprobación, por supuesto. Pero quédate aquí por el momento, recupérate, ponte bien. Nos veremos en San Petersburgo a finales de esta semana.

Dicho lo cual salió de la cabaña, dejando a mis hermanas mirándolo con asombro, a mi madre más asustada que nunca y a mi padre contando su dinero.

Me obligué a sentarme más derecho, y entonces vi la calle a través de la puerta, donde se alzaba un tejo en flor, fuerte, grueso y de denso follaje. Pero había algo distinto en él. Un gran peso parecía mecerse de sus ramas. Agucé la mirada para identificarlo, y cuando por fin lo logré, no pude sino soltar un grito ahogado.

Era Kolek.

Lo habían colgado en la calle.

1979

Fue idea de Zoya que hiciésemos un último viaje juntos.

Nunca habíamos sido grandes viajeros, pues preferíamos la calidez y la seguridad de nuestro tranquilo piso en Holborn al agotamiento que supone salir de casa. Tras abandonar Rusia nos instalamos en Francia; una vez allí, pasamos unos años viviendo y trabajando en París, donde nos casamos, antes de trasladarnos definitivamente a Londres. Por supuesto, cuando Arina era pequeña nos esforzábamos en salir de la ciudad una semana cada verano, pero solíamos dirigirnos a Brighton, o incluso a Cornualles, para enseñarle el mar y para que jugara en la arena. Para que fuera una niña entre otros niños. Pero una vez que llegamos a la isla, no abandonamos sus orillas. Y creí que nunca lo haríamos.

Zoya anunció su idea una noche en que estábamos sentados junto al fuego en la sala de estar, observando cómo menguaban las llamas y los negros carbones siseaban por última vez. Yo estaba leyendo Jake's Thing, y dejé el libro, sorprendido, cuando ella lo propuso.

Nuestro nieto Michael se había marchado una hora antes tras una conversación difícil. Había venido a cenar y a contarnos cómo le iba su nueva vida de estudiante de arte dramático, pero toda la alegría de la velada se quebró cuando Zoya le dio la noticia de su enfermedad y de cómo el cáncer se había extendido. Dijo que no quería ocultarle nada, aunque tampoco deseaba su compasión. Al fin y al cabo, la vida era así. Se trataba de la vida y nada más.