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– He comido demasiado en el almuerzo -me decía, y yo quería creerlo, iluso de mí-. No debería comer tanto a mediodía.

Sin embargo, cuando esos síntomas continuaron durante varios meses y no sólo comenzó a perder peso sino también a no poder dormir por la agonía en que la sumía su estado, la convencí por fin para que visitara al médico de cabecera. Al volver, me dijo que iba a hacerle unos análisis, y dos semanas después mis peores temores se vieron confirmados, pues fue enviada a una especialista, la doctora Joan Crawford, que desde entonces forma parte de nuestra vida.

Resulta curioso que yo me tomara la noticia de la enfermedad de Zoya peor que ella. Que Dios me perdone, pero pareció aliviada, casi contenta, cuando llegaron los resultados, y me los comunicó teniendo en cuenta mis sentimientos pero sin temor alguno ni consternación por su estado. No lloró, aunque yo sí. No se mostró enfadada o asustada, dos emociones que a mí me invadieron en los días siguientes. Fue como si hubiese recibido… no una buena noticia exactamente, pero sí una información interesante que no le desagradaba del todo.

Una semana después estábamos sentados en la consulta de la doctora Crawford, esperándola. A Zoya se la veía muy tranquila, pero yo me revolvía inquieto en la silla mientras miraba los certificados enmarcados que colgaban en las paredes, convenciéndome de que alguien con semejante formación oncológica y con tantos títulos sería sin duda capaz de encontrar un modo de combatir la enfermedad.

– Señor y señora Yáchmenev -dijo la doctora al llegar, enérgica, con actitud completamente profesional.

Aunque no fue antipática con nosotros, tuve la inmediata sensación de que le faltaba cierto grado de compasión, cosa que Zoya atribuyó a que trataba todos los días con pacientes afectados por la misma enfermedad y le costaba considerar los casos de la forma trágica en que lo hacían los familiares.

– Siento haberlos hecho esperar. Como pueden imaginar, aquí cada día tenemos más trabajo.

No me tranquilizó demasiado oír eso, pero no dije nada mientras ella estudiaba el dosier que había en su escritorio y observaba a contraluz una radiografía, sin que su expresión revelara nada durante el examen. Por fin cerró la carpeta, puso las manos encima y nos miró a los dos, frunciendo los labios en lo que se me antojó un intento de sonrisa.

– Yáchmenev. Es un apellido poco corriente.

– Es ruso -contesté; no tenía ganas de charlar-. Doctora, ha examinado usted el historial de mi esposa, ¿no?

– Sí, y esta mañana he hablado con su médico de cabecera, el doctor Cross. ¿Ha hablado él con usted sobre su estado, señora Yáchmenev?

– Sí -asintió Zoya-. Me dijo que era cáncer.

– Para ser más específicos, cáncer de ovario -remarcó la doctora Crawford, alisando los papeles que tenía ante sí con ambas manos, un hábito que por alguna razón me recordó a los malos actores que nunca saben qué hacer con las manos en el escenario; quizá ésa fue mi forma de no involucrarme del todo en la conversación-. Supongo que lleva padeciendo cierto tiempo, ¿no es así?

– Ha habido síntomas, sí -afirmó con cautela; su tono dejó entrever que no quería que la regañaran por haber tardado en informar de ellos-. Dolor de espalda, fatiga, ligeras náuseas, pero no les di importancia. Tengo setenta y ocho años, doctora Crawford. Ya hace diez años que despierto cada día con una queja distinta.

La doctora sonrió y asintió con la cabeza, titubeando un instante antes de proseguir con tono más dulce.

– No es algo fuera de lo corriente en mujeres de su edad. Las mujeres mayores corren mayor riesgo de contraer cáncer de ovario, aunque lo más frecuente es que se desarrolle entre los cincuenta y cinco y los setenta y cinco años. El suyo es uno de esos raros casos en que aparece más tarde.

– Siempre he tratado de ser excepcional -repuso Zoya con una sonrisa.

La doctora sonrió a su vez, y ambas se miraron unos instantes, como si conociesen algo de la otra que yo, naturalmente, ignoraba. Éramos tres en la habitación, pero me sentí excluido.

– ¿Puedo preguntarle si hay casos de cáncer en su familia? -quiso saber la doctora Crawford entonces.

– No. Quiero decir que sí, que puede preguntarlo. Pero no, no hay ninguno.

– ¿Y su madre? ¿Murió por causas naturales?

Zoya titubeó sólo un segundo antes de responder:

– Mi madre no tuvo cáncer.

– ¿Y sus abuelas? ¿Alguna hermana, o tía?

– No.

– ¿Y qué me dice de su propia historia médica? ¿Ha sufrido algún trauma importante durante su vida?

Mi esposa vaciló un momento y se echó a reír súbitamente ante la pregunta. Me volví hacia ella, sorprendido. Al ver la cómica expresión en su rostro y que hacía lo posible por no estremecerse con una mezcla de diversión y pesar, no supe si unirme a ella o esconder la cara entre las manos. De pronto deseé estar en otra parte. No quería que todo aquello estuviese pasando. Desde luego, la pregunta había sido desafortunada, pero la doctora se limitó a mirar a Zoya mientras ésta reía, sin hacer comentarios; supuse que presenciaba muchas reacciones estrambóticas en conversaciones como aquélla.

– No he sufrido ningún trauma médico -contestó por fin Zoya, recuperando la compostura y haciendo hincapié en la última palabra-. No he tenido una vida fácil, doctora Crawford, pero he gozado de buena salud.

– Sí, claro -suspiró, como si lo entendiese muy bien-. Las mujeres de su generación han padecido mucho. Estuvo la guerra, para empezar.

– Sí, la guerra -asintió Zoya, pensativa-. En realidad ha habido muchas guerras.

– Doctora -intervine-. ¿El cáncer de ovario es curable? ¿Hay forma de que pueda ayudar a mi esposa?

Ella me miró con cierta lástima, comprendiendo que el marido era el más asustado en aquella habitación.

– Me temo que el cáncer ha empezado a extenderse, señor Yáchmenev -dijo en voz baja-. Y, como seguro que ya saben, en este momento la ciencia no puede ofrecer una cura. Lo único que podemos hacer es aliviar en cierta medida el sufrimiento y dar a nuestros pacientes toda la esperanza de vida posible.

Me quedé mirando el suelo, un poco mareado ante aquellas palabras, aunque lo cierto es que ya sabía que iba a decir eso. Me había pasado semanas en mi mesa habitual de la Biblioteca Británica investigando la enfermedad de la que nos había hablado el doctor Cross, y estaba al tanto de que no había ningún remedio conocido. Sin embargo, siempre quedaba la esperanza, y me aferré a ella.

– Me gustaría someterla a una serie de pruebas, señora Yáchmenev -dijo entonces la doctora, volviéndose de nuevo hacia Zoya-. Hará falta un segundo examen pélvico. Y un análisis de sangre y una ecografía. Un enema de bario nos ayudará a identificar el alcance de la enfermedad. La someteremos a varios TAC, por supuesto. Necesitamos determinar hasta dónde se ha expandido el cáncer más allá de los ovarios, y si ha llegado a la cavidad abdominal.

– Pero respecto al tratamiento, doctora -insistí, inclinándome hacia ella-, ¿qué pueden hacer para que mi esposa mejore?

Se quedó mirándome con cierta irritación, según me pareció, como si estuviese acostumbrada a lidiar con molestos maridos desconsolados; a ella sólo le interesaba su paciente.

– Como he dicho, señor Yáchmenev, los tratamientos sólo pueden enlentecer el progreso del cáncer. La quimioterapia será básica, por supuesto. Recurriremos a la cirugía para extraer los ovarios, y habrá que realizar una histerectomía. Podemos tomar biopsias al mismo tiempo de los ganglios linfáticos, del diafragma, de tejido pélvico, para así determinar…

– ¿Y si no me someto a ningún tratamiento? -preguntó Zoya en voz baja pero decidida, quebrando el frío granito de esa retahíla de términos médicos que aquella médica ya habría pronunciado sin duda mil veces.