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El cuerpo de Kolek Boriávich permaneció donde los soldados lo habían colgado, meciéndose del tejo cercano a nuestra cabaña, durante tres días, hasta que los soldados le dieron permiso a Borís Alexándrovich para cortar la soga y darle un entierro decente. Así lo hizo él, y con dignidad; la ceremonia se celebró a un par de kilómetros del pueblo la tarde anterior a mi partida.

– ¿Crees que podemos asistir? -le pregunté a mi madre por la noche. Era la primera vez que mencionaba la muerte de mi amigo, a tal punto me sentía culpable-. Me gustaría despedirme de Kolek.

– ¿Has perdido la razón, Georgi? -repuso ella, volviéndose hacia mí con el entrecejo fruncido. En esos últimos días me había prodigado atenciones, mostrándome mayor consideración que en los dieciséis años anteriores, y yo me preguntaba si mi escarceo con la muerte habría hecho que lamentara nuestro virtual alejamiento-. No seríamos bienvenidos.

– Pero él era mi más íntimo amigo. Y tú lo conocías desde el día que nació.

– Desde ese día hasta el día que murió -apostilló mordiéndose el labio-. Pero Borís Alexándrovich… ha dejado bien claros sus sentimientos.

– Quizá si yo hablo con él… Podría hacerle una visita. Mi hombro se está curando. Podría intentar explicarle…

– Georgi -me interrumpió mi madre, sentándose en el suelo a mi lado y apoyándome la mano en el brazo sano; su tono se había vuelto tan dulce que me pareció que incluso podría mostrar cierta humanidad-. Él no quiere hablar contigo, ¿no lo comprendes? Ni siquiera está pensando en ti. Ha perdido a su hijo. Eso es todo lo que le importa ahora. Recorre las calles con una expresión obsesionada, llorando por Kolek y maldiciendo a Nicolás Nikoláievich, denunciando al zar, culpando a todos excepto a sí mismo por lo ocurrido. Los dos soldados le han advertido que no utilice esas palabras de traidor, pero Borís se niega a escucharlos. Uno de estos días llegará demasiado lejos, Georgi, y acabará también colgando de una soga. Hazme caso, es mejor que te mantengas alejado de él.

Me torturaba el remordimiento, y la culpa casi no me dejaba dormir. Lo cierto es que en realidad no creía haber tenido la intención de salvarle la vida al gran duque, sino que pretendía impedir que Kolek cometiera un acto que sólo podía tener como resultado su propia muerte. La ironía de que mi intervención le hubiese costado la vida no me pasaba por alto.

Para mi vergüenza, sin embargo, casi sentí alivio ante la decisión de su padre de negarse a verme, pues, de haber tenido la ocasión de hablar, dudo que me hubiese disculpado por mis actos, ya que eso podría haber provocado que los guardias comprendieran que yo no era el héroe que todos creían y que la propuesta de una nueva vida en San Petersburgo llegara a un temprano final. No podía permitir que así fuera, porque quería marcharme. Me habían ofrecido la posibilidad de una vida lejos de Kashin y, a medida que la semana transcurría y se acercaba más y más el momento de la partida, empecé a preguntarme si tuve siquiera la intención de salvar a Kolek o sólo confiaba en salvarme a mí mismo.

La mañana que salí de la cabaña para iniciar el largo viaje hacia San Petersburgo, mis compañeros mujik me miraron con una mezcla de admiración y desprecio. Era cierto que yo había llevado un gran honor a nuestro pueblo al salvarle la vida al primo del zar, pero todos los que me observaban reunir mis pocas pertenencias y colocarlas en las alforjas del caballo que habían dejado para mi partida habían visto crecer a Kolek en esas mismas calles. Su muerte prematura, por no mencionar mi participación en ella, pendía en el aire como un olor acre. Todos eran súbditos leales a los Romanov, eso es cierto. Creían en la familia imperial y en la justicia de la autocracia. Atribuían a Dios el hecho de haber colocado al zar en el trono y creían que los parientes del soberano vivían en una suerte de estado de gloria. Pero Kolek era de Kashin. Era uno de nosotros. En semejante situación, era imposible decidir dónde debería residir la lealtad.

– ¿Volverás a buscarme pronto? -me preguntó Asya cuando me disponía a partir. Llevaba varios días negociando con los soldados para que le permitieran acompañarme a San Petersburgo, donde confiaba, por supuesto, en empezar también una nueva vida, pero ellos se negaron a escucharla, y mi hermana se enfrentaba a un futuro solitario en Kashin sin su más íntimo confidente.

– Lo intentaré -prometí, aunque ignoraba si podría cumplirlo. Al fin y al cabo, no tenía ni idea de qué me depararía el futuro. No podía comprometerme a hacer planes para otros.

– Esperaré todos los días la llegada de una carta -declaró, asiendo mis manos entre las suyas y mirándome con ojos suplicantes, al borde de las lágrimas-. Y con una sola palabra, partiré en tu busca. No dejes que me pudra aquí, Georgi. Prométemelo. Háblales de mí a los que conozcas. Cuéntales que yo sería una digna incorporación a su sociedad.

Asentí con la cabeza y la besé en la mejilla, y luego besé a mis otras hermanas y a mi madre, antes de dirigirme a estrechar la mano de mi padre. Danil se quedó mirándome como si no supiera de qué modo responder a semejante gesto. Finalmente había obtenido dinero por mí, pero con su beneficio llegaba mi partida. Para mi sorpresa, pareció afligido, pero ya era demasiado tarde para enmendarse. Le deseé lo mejor, pero dije poco más antes de montar en el precioso semental gris y hacerles un último gesto de despedida, tras lo cual me alejé cabalgando de Kashin y de mi familia para siempre.

El viaje transcurrió sin incidentes; consistió únicamente en cinco días cabalgando y descansando, sin conversaciones que aliviaran el tedio. Sólo la penúltima noche, uno de los soldados, Ruskin, mostró cierta compasión cuando me hallaba ante la hoguera del campamento, contemplando las llamas.

– No se te ve muy contento -me dijo, sentándose a mi lado para hurgar con la punta de la bota en los troncos que ardían-. ¿No tienes ganas de conocer San Petersburgo?

– Claro que sí -contesté, aunque lo cierto es que no había pensado mucho en eso.

– ¿Qué pasa, entonces? Tu cara expresa algo bien distinto. ¿Tienes miedo, acaso?

– Yo no le tengo miedo a nada -espeté, volviéndome para mirarlo, y la sonrisa que asomó a su rostro bastó para diluir mi ira. Era un hombre robusto, fuerte y viril, y no teníamos motivo alguno para pelearnos.

– Muy bien, Georgi Danílovich -dijo, levantando las manos-. No hace falta que te enfades. He pensado que querrías hablar, eso es todo.

– Bueno, pues no quiero.

El silencio pendió entre ambos durante un rato y deseé que Ruskin regresara con su camarada y me dejara en paz, pero al final volvió a hablar en voz baja, como yo sabía que haría.

– Te culpas por su muerte. -No me miraba a mí, sino las llamas-. No, no lo niegues tan deprisa. Te he estado observando. Y no olvides que yo estaba allí ese día; vi lo que ocurrió.

– Era mi mejor amigo -expliqué, sintiendo que dentro de mí crecía una oleada de resentimiento-. Si no hubiese corrido hacia él…

– Entonces quizá él habría matado a Nicolás Nikoláievich y lo habrían ejecutado igualmente por su crimen. Peor, quizá. De haber asesinado al primo del zar, es posible que hubiesen matado también a toda la familia de tu amigo. Tenía hermanas, ¿no es así?

– Sí, seis.

– Y están vivas porque el general está vivo. Quisiste impedir que Kolek Boriávich cometiera un acto atroz, eso es todo. Un segundo antes y podría no haber ocurrido nada de esto. No puedes culparte. Actuaste con la mejor intención.

Asentí con la cabeza, viéndole sentido a lo que decía, pero me sirvió de poco. Fue culpa mía, estaba convencido de ello. Había provocado la muerte de mi más querido amigo y nadie podía decirme lo contrario.

La primera vez que vi San Petersburgo fue la noche siguiente, cuando por fin entramos en la capital. Lo que pronto reconocería como la gloria de los triunfales designios de Pedro el Grande se vio en cierto modo apagado por la oscuridad de la noche, aunque eso no me impidió contemplar con asombro la amplitud de las calles y la cantidad de gente, caballos y carruajes que pasaban en todas direcciones. Jamás había visto semejante actividad. En las aceras había hombres ante unas jaulas con fuego donde asaban castañas y las vendían a las damas y los caballeros que pasaban, todos enfundados en gorros y pieles de la más exquisita calidad. Mis guardias parecieron no inmutarse ante el espectáculo; supongo que estaban tan acostumbrados a él que había dejado de impresionarlos, pero para un muchacho de dieciséis años que nunca se había alejado más de unos kilómetros de su pueblo natal, era deslumbrante.