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Él se detuvo unos pasos por delante y se dio la vuelta, mirándome con tal asombro que durante un instante no supe si pretendía abofetearme o simplemente arrojarme por una de las altas ventanas de vitrales que recorrían las paredes. Por fin no hizo ninguna de las dos cosas; se limitó a negar con la cabeza y continuar, exclamando por encima del hombro que lo siguiera, y rápido.

Unos minutos después nos encontramos en un largo pasillo, donde Charnetski me dijo que me sentara en un exquisito sillón, y yo me sentí agradecido por el descanso. El conde asintió con la cabeza, satisfecho por haber llevado a cabo su tarea, y se volvió para alejarse, pero, antes de que desapareciera de la vista, hice acopio de valor para llamarlo.

– ¡Señor! -exclamé-. ¡Conde Charnetski!

– ¿Qué quieres, chico? -me preguntó con una mirada furiosa, como si no pudiese creer que hubiese tenido la audacia de dirigirme a él.

– Bueno… -Miré alrededor encogiéndome de hombros-. Y ahora ¿qué tengo que hacer?

– ¿Que qué tienes que hacer? -repitió, acercándose unos pasos y riendo un poco, pero creo que con amargura, no con diversión-. ¿Que qué tienes que hacer? Esperarás. Hasta que te llamen. Y entonces te darán instrucciones.

– ¿Y después?

– Después -contestó, alejándose de nuevo hacia la oscuridad del pasillo-, harás lo que todos hemos venido a hacer aquí, Georgi Danílovich. Obedecerás.

Los minutos que pasé allí sentado se alargaron de forma interminable, y empecé a temer que se hubiesen olvidado de mí. No había movimiento en el pasillo, y, exceptuando la sensación de que tras cada puerta rondaba una comunidad entera de criados diligentes, había pocos indicios de vida. Quienquiera que debiese darme instrucciones sobre mis obligaciones no daba señales de aparecer, y experimenté una creciente inquietud, preguntándome qué hacer o adónde ir si nadie acudía a hacerse cargo de mí. Deseaba una comida caliente, una cama, algún sitio donde quitarme el polvo del viaje, pero no parecía probable que fuera a disfrutar de semejantes lujos.

El conde Charnetski, molesto por mi presencia, había regresado al núcleo del laberinto. Me pregunté si el gran duque Nicolás Nikoláievich estaría esperando para entrevistarme, pero supuse que a esas alturas habría vuelto a Stavka, el cuartel general del ejército. Mi estómago empezó a rugir, pues hacía casi veinticuatro horas que no comía nada, y bajé la vista frunciendo el entrecejo, como si con una severa reprimenda fuera a callar. El sonido, como el chirriar de una puerta sin lubricar que se abriera despacio, reverberó en el pasillo, rebotando contra paredes y ventanas para crecer en intensidad y avergonzarme más a cada instante. Tosiendo un poco para enmascararlo, me levanté para estirar las piernas y sentí un dolor tremendo de los tobillos a los muslos, provocado por la larga cabalgata desde Kashin.

El corredor en que me hallaba no daba a la plaza del Palacio, sino que estaba situado en el extremo de la ciudadela con vistas al río Neva, iluminado en sus riberas por una serie de farolas eléctricas. Pese a lo tarde que era, todavía había algunos barcos de recreo, y eso me sorprendió, porque la noche era fría y supuse que la temperatura cerca del agua sería bajísima. Sin embargo, era obvio que esa gente pertenecía a las clases más acomodadas, pues incluso a tanta distancia advertí que iba envuelta en pieles, sombreros y guantes caros. Imaginé las cubiertas a rebosar de comida y bebida, una generación de príncipes y duquesas que reían y chismorreaban, como si no tuvieran una sola preocupación en el mundo.

Nadie que contemplara semejante escena habría supuesto que nuestro país llevaba en guerra más de dieciocho meses y que millares de jóvenes rusos estaban muriendo en los campos de batalla de Europa. No era como Versalles justo antes de la llegada de las carretas, pero la atmósfera era de evasión, como si las clases terratenientes de San Petersburgo no acabaran de creer que en los pueblos y aldeas de más allá de la ciudad estuviesen aumentando la desdicha y el descontento.

Observé cómo amarraba directamente delante del palacio uno de esos barcos, quizá el más espléndido; dos guardias imperiales saltaron de la cubierta al paseo, mientras la embarcación se deslizaba suavemente en su atracadero, para asir una pasarela que permitiera a sus ocupantes descender con seguridad. Una mujer fornida bajó primero y esperó a un lado mientras cuatro jovencitas, todas ataviadas con idénticos vestidos, abrigos y sombreros grises, la seguían hablando entre sí. Estiré el cuello para ver mejor y me admiró comprobar que se trataba del mismo grupo del puesto de castañas. Su carruaje debía de haberlas llevado hasta el barco para un breve paseo con que poner fin a una agradable salida, pero desde donde me hallaba, en la segunda planta del palacio, estaba demasiado alto para verlas más de unos breves instantes. Sin embargo, me pregunté si tenían la sensación de ser observadas, pues justo antes de desaparecer de la vista, una de ellas -la menor, la chica cuyas castañas habían caído al suelo y cuya mirada me había dejado embelesado- titubeó y luego levantó la cabeza y me vio -incluso pareció haberme reconocido-, como si esperase que yo estuviera allí. La vi sonreír sólo un segundo antes de desaparecer; tragué saliva con nerviosismo y fruncí el entrecejo, confundido ante la emoción desconocida que me recorrió.

Había posado la mirada en la muchacha sólo unos segundos, y ni siquiera habíamos hablado en el puesto de castañas, pero había una calidez, una amabilidad en sus ojos, que me dieron ganas de echar a correr en su busca, para hablar con ella y descubrir quién era. Mis emociones eran tan absurdas que casi me hicieron reír. «No seas ridículo, Georgi», me dije, sacudiendo la cabeza para librarme de esas imágenes, y como seguía sin haber rastro de alguien que me dijera qué hacer, eché a andar pasillo abajo, alejándome de las peligrosas ventanas y de la soledad de mi exquisito asiento.

Y en ese momento empecé a oír voces en la distancia.

Cada puerta cerrada estaba tan ornamentada como la anterior y tenía unos cinco metros de altura, con un friso semicircular sobre las intrincadas molduras doradas que adornaban la superficie. Me pregunté cuántas horas de artesanía se habrían invertido en su elaborada y minuciosa manufactura. ¿Cuántas puertas como ésas habría en el palacio? ¿Mil? ¿Dos mil? Mi cerebro fue incapaz de considerar siquiera semejante idea, y me mareé un poco al pensar en la cantidad de gente que debía de haberse esforzado en completar toda esa decoración tan refinada, la cual existía para complacer a una sola familia. ¿Se fijaban siquiera en lo hermoso que era todo? ¿O les pasaba completamente inadvertido aquel delicado esplendor?

Titubeando sólo un instante, doblé una esquina, donde me esperaba un pasillo mucho más corto. Hacia la izquierda no había luces, y la creciente oscuridad me recordó algunas de las aterradoras historias que Asya me contaba de niño para provocarme pesadillas; me estremecí levemente y me di la vuelta. Sin embargo, a mi derecha había una serie de velas encendidas en el alféizar de las ventanas, y avancé con espíritu explorador pero con cautela, despacio, para que mis botas no resonasen contra el suelo.

Una vez más todas las puertas estaban cerradas, pero no tardé mucho en oír voces en una habitación un poco más allá. Intrigado, fui apoyando la oreja contra cada puerta, pero al otro lado sólo había silencio. Me pregunté qué ocurriría detrás de cada una de ellas. ¿Quién vivía, trabajaba, daba órdenes allí? El sonido se tornó más audible y al final del pasillo encontré una puerta entornada, pero vacilé antes de acercarme. Las voces eran más claras ahora, aunque hablaban quedamente; cuando me asomé, vi una habitación sencilla, con un reclinatorio justo en el centro.