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Había una mujer arrodillada en él, con la cabeza hundida en el cojín. Y estaba llorando.

La observé unos instantes, intrigado por su pesar, antes de que mi mirada se desplazara hacia el otro ocupante de la habitación, un hombre que estaba de cara a la pared, frente a un gran icono colocado sobre un tapiz luminiscente. Tenía un cabello oscuro y extraordinariamente largo que le caía por la espalda, espeso y enmarañado, como si no lo llevara muy limpio, e iba vestido con sencillas prendas de campesino, la clase de túnica y pantalones que no habría estado fuera de lugar en Kashin. Me pregunté qué diantre estaría haciendo allí con un atuendo tan ordinario. ¿Habría entrado por la fuerza? ¿Sería un ladrón? Pero no, no era posible, pues la dama arrodillada ante él iba ataviada con el vestido más magnífico que había visto en mi vida y era obvio que tenía motivos para estar en palacio; de tratarse de un intruso, el hombre no llamaría la atención de la dama tan deliberadamente.

– Debes rezar, matushka -dijo de pronto, con voz grave y cavernosa, como salida de las mismísimas profundidades del infierno. Extendió los brazos en una postura que recordó a la de Cristo crucificado en el Calvario-. Debes tener fe en un poder mayor que el de príncipes y palacios. No eres nada, matushka. Y yo no soy más que un canal a través del cual puede oírse la voz de Dios. Debes suplicar Su gracia. Debes entregarte a Dios, sin importar con qué disfraz se presente ante ti. Debes hacer todo lo que te pida. Por el bien del muchacho.

La mujer no dijo nada. Se limitó a hundir aún más la cabeza en el cojín delantero del reclinatorio. Sentí un escalofrío y cierto nerviosismo al observar aquella escena. Sin embargo, estaba hipnotizado y no podía marcharme. Contuve el aliento, esperando que el hombre volviese a hablar, pero al cabo de un instante él se giró en redondo, consciente de mi presencia, y nuestras miradas se encontraron.

Aquellos ojos. Los recuerdo incluso ahora… Eran como círculos de carbón, arrancados del fondo de una mina enferma.

Se me dilataron las pupilas mientras nos observábamos, y sentí el cuerpo entumecido de miedo. «Corre -me dije-. Vete de aquí.» Pero mis piernas se negaron a obedecer y continuamos mirándonos, hasta que por fin el hombre ladeó un poco la cabeza, como si sintiera curiosidad, y esbozó una sonrisa, una sonrisa horrible, una exhibición de dientes amarillos contra una cavernosa oscuridad, y el espanto de su expresión bastó para romper el hechizo; me volví y eché a correr por donde había llegado, hasta encontrarme de nuevo en el cruce de pasillos, titubeando y sin saber muy bien qué dirección me llevaría de nuevo a donde el conde Charnetski me había indicado que esperara.

Corriendo, convencido de que aquel hombre me perseguía para matarme, di vueltas y más vueltas, precipitándome por pasillos desconocidos y en direcciones opuestas, perdido ya en el palacio; asustado, jadeando y con el corazón palpitante, me pregunté cómo diablos iba a explicar mi desaparición, y si debía descender por todas las escaleras que encontrase hasta hallarme de nuevo fuera del palacio, momento en que podría huir a Kashin, fingiendo que todo aquello nunca había sucedido.

Y entonces, como por arte de magia, volví a encontrarme en el pasillo del que había partido. Me detuve doblado en dos para recuperar el aliento, y al alzar la vista me percaté de que ya no estaba solo.

Había un hombre en el extremo del pasillo, junto a una puerta abierta por la que se derramaba una luz brillante que lo iluminaba casi como a un dios. Me quedé mirándolo, preguntándome qué otros horrores me esperaban. ¿Quién era ese hombre bañado en una gloria blanca? ¿Por qué lo habían enviado en mi busca?

– ¿Eres Yáchmenev? -preguntó con calma, avanzando hacia mí con soltura.

– Sí, señor.

– Por favor -dijo entonces, indicando la puerta abierta-. Pensaba que te habías esfumado.

Dudé sólo un segundo antes de seguirlo. Nunca había visto a ese hombre, por supuesto; mis ojos jamás se habían posado en él. Pero supe de inmediato quién era.

Su majestad imperial el zar Nicolás II, emperador y autócrata de todas las Rusias, gran duque de Finlandia, rey de Polonia.

Mi patrón.

– Siento haberte hecho esperar -me dijo cuando entré en la habitación y cerré la puerta-. Como podrás imaginar, tengo muchos asuntos de Estado de que ocuparme. Y ha sido un día largo, muy largo. Esperaba… -Se interrumpió al darse la vuelta, y se quedó mirándome con asombro-. ¿Qué diantre haces, muchacho?

Estaba a la izquierda de su escritorio, sorprendido sin duda al verme arrodillado a unos tres metros de él, en actitud suplicante, con las manos tendidas ante mí sobre la rica alfombra y la frente tocando el suelo.

– Oh, la más imperial de las majestades -empecé, y mis palabras quedaron amortiguadas por el tejido púrpura y rojo en que tenía apoyada la nariz-. Permítame demostrar mi más sincera apreciación por el honor de…

– ¡Por todos los santos, haz el favor de ponerte en pie, muchacho, para que pueda verte y oírte!

Alcé la mirada y vislumbré un asomo de sonrisa en sus labios; debía de estar ofreciéndole un espectáculo inusitado.

– Discúlpeme, majestad. Estaba diciendo que…

– Levántate de una vez -insistió-. Pareces un perro apaleado, tirado en mi alfombra de esa manera.

Me puse en pie y me arreglé la ropa, tratando de encontrar alguna dignidad en mi pose. Sentí que la sangre se me había subido a la cabeza, dejándome la cara roja; seguramente daba la impresión de estar avergonzado por hallarme en su presencia.

– Discúlpeme -repetí.

– Para empezar, puedes dejar de disculparte -dijo, rodeando el escritorio para sentarse a él-. Todo lo que hemos hecho en los últimos dos minutos ha sido pedirnos disculpas. Hay que ponerle fin a eso.

– Sí, majestad -acepté, asintiendo con la cabeza.

Me atreví a mirarlo mientras él me examinaba, y me sorprendió un poco su aspecto. No era un hombre alto -medía poco más de un metro setenta-, lo que significaba que yo le sacaría una buena cabeza. Pero era bastante apuesto, de complexión compacta, delgado y al parecer atlético, con unos penetrantes ojos azules, barba bien recortada y un bigote con los extremos encerados pero aIgo caídos, quizá porque era ya muy tarde. Imaginé que se ocupaba de él una vez al día, por la mañana, o dos si tenía una recepción por la noche, para recibir a sus invitados. La cosa no era tan importante cuando tenía una visita humilde como yo.

A diferencia de lo que esperaba, el zar no iba ataviado con algún extravagante atuendo imperial, sino con la sencilla ropa de un mujik: una simple camisa de color vainilla, unos pantalones holgados y unas botas de piel oscura. Por supuesto, sin duda aquellas prendas eran de las telas más finas, pero se veían cómodas y sencillas, y empecé a sentirme más a gusto en su presencia.

– De modo que tú eres Yáchmenev -dijo por fin, y su voz clara no reveló ni aburrimiento ni interés; fue como si yo supusiera una tarea más en su jornada.

– Sí, señor.

– ¿Cuál es tu nombre completo?

– Georgi Danílovich Yáchmenev. De la aldea de Kashin.

– ¿Y tu padre? ¿Quién es?

– Danil Vládiavich Yáchmenev. También es de Kashin.

– Ya veo. ¿Y está entre nosotros?

Lo miré, sorprendido.

– Él no me ha acompañado, señor. Nadie dijo que debía hacerlo.

– Me refiero a si sigue vivo, Yáchmenev -suspiró.

– Oh. Sí. Así es.

– ¿Y qué posición ocupa en la sociedad?

– Es agricultor, señor.

– ¿Tiene tierras propias?

– No, señor. Es jornalero.

– Has dicho que era agricultor.

– Me he explicado mal, señor. Me refería a que cultiva la tierra. Pero no es su tierra.