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Me dio la sensación de que sería indigno por mi parte protestar más, así que me limité a inclinar la cabeza, antes de alzar de nuevo la mirada.

– Debes de estar cansado, muchacho -dijo entonces el zar-. Toma asiento, ¿quieres?

Miré alrededor y advertí que tenía detrás un sillón similar al que había en el pasillo, aunque no tan ornamentado, de modoque me acomodé y me sentí más relajado. Eché una rápida ojeada a la habitación, no fijándome en los libros, sino en los cuadros de las paredes, los tapices, los objetos de arte que reposaban en cada superficie disponible. Jamás había visto semejante opulencia. Era impresionante. Detrás del zar, justo sobre su hombro izquierdo, vi la más extraordinaria pieza ornamental y, pese a lo grosero del gesto, no conseguí apartar los ojos de ella. El zar, advirtiendo mi interés, se volvió para averiguar qué había captado mi atención.

– ¡Ah! -exclamó, volviéndose de nuevo para sonreírme-. Y ahora has descubierto uno de mis tesoros.

– Lo siento, señor -dije, haciendo un gran esfuerzo para no encogerme de hombros-. Es sólo que… jamás había visto algo tan hermoso.

– Sí, es bonito, ¿verdad? -Tomó con ambas manos el objeto de forma oval y lo depositó en el escritorio, entre ambos-. Acércate un poco, Georgi. Puedes examinarlo más detenidamente si lo deseas.

Acerqué la silla y me incliné. La pieza no medía más de veinte centímetros de altura y quizá la mitad de ancho; era un huevo esmaltado en oro y blanco, adornado con minúsculos retratos, y asentado en un soporte de tres patas con forma de águila sobre una base roja y engastada de gemas.

– Es lo que se conoce como un huevo de Fabergé -explicó el zar-. Es tradición que el artista regale uno cada Pascua a mi familia, un nuevo diseño cada año, con una sorpresa en su interior. Es increíble, ¿no crees?

– Jamás había visto algo semejante -aseguré, ansioso por tender la mano y tocarlo, pero temiendo hacerlo, no fuera a dañarlo de algún modo.

– Éste nos lo regalaron a la zarina y a mí hace dos años, para celebrar el tricentenario del reinado de los Romanov. Verás, los retratos son de los zares anteriores. -Giró un poco el huevo para mostrarme a algunos de sus antepasados-. Miguel Fiódorovich, el primer Romanov. -Señaló a un hombre menudo y arrugado, nada imponente, con un sombrero de pico-. Y éste es Pedro el Grande, de un siglo después. Y Catalina la Grande, otros cincuenta años más tarde. Mi abuelo, del que te he hablado antes, Alejandro II. Y mi padre -añadió, indicando a un hombre casi exacto al que se sentaba ante mí-, Alejandro III.

– Y usted, señor -agregué, señalando el retrato central-. El zar Nicolás II.

– En efecto. -Pareció complacido de que me hubiese fijado en él-. Sólo lamento que no se añadiera un retrato al huevo.

– ¿De quién, señor?

– De mi hijo, por supuesto. El zarévich Alexis. Creo que habría sido bastante adecuado ver su rostro ahí. Un testimonio de nuestras esperanzas en el futuro. -Consideró sus palabras unos segundos antes de proseguir-. Y si hago esto… -Posó la mano en la parte superior del huevo y levantó con cuidado una tapa con bisagras-. Mira qué sorpresa contiene.

Me incliné aún más, de forma que quedé casi tendido sobre el escritorio, y solté un grito ahogado al ver un globo terráqueo en su interior, con los continentes revestidos de oro y los océanos trazados en acero azul fundido.

– El globo está compuesto de dos hemisferios norte. -Por su tono, supe que estaba encantado de tener un público interesado-. Aquí están los territorios de Rusia en mil seiscientos trece, cuando mi antepasado Miguel Fiódorovich subió al trono. Y aquí -añadió, girando el globo-, nuestros territorios trescientos años después, en mi propio reinado. Bastante distintos, como ves.

Moví la cabeza, pues me había quedado sin habla. Los detalles del huevo eran tan hermosos, tan exquisito su diseño, que podría haber permanecido allí sentado todo el día y toda la noche sin cansarme de su belleza. Pero no pudo ser, pues después de contemplar unos instantes más las tierras que gobernaba, el zar volvió a cerrar el huevo y lo dejó en su sitio.

– Bueno, pues aquí estamos. -Juntó las palmas echando un vistazo al reloj de la pared-. Se está haciendo tarde. Quizá debería revelarte el otro motivo por el que quería hablar contigo.

– Por supuesto, señor.

Me observó unos instantes, como si estuviera decidiendo cuáles serían las palabras correctas. Su mirada me penetró de tal forma que me vi obligado a apartar la vista, y mis ojos se toparon con una fotografía enmarcada sobre su escritorio. Él siguió mi mirada.

– Ah. Supongo que ése es tan buen punto de partida como cualquiera. -Cogió la fotografía y me la tendió-. Imagino que conoces a la familia imperial, ¿no?

– Conozco su existencia, desde luego, señor. No he tenido el honor de…

– Las cuatro jóvenes damas de la fotografía -prosiguió, sin prestarme atención- son mis hijas, las grandes duquesas Olga, Tatiana, María y Anastasia. Debo señalar que se están convirtiendo en bellas mujeres. Estoy orgullosísimo de ellas. La mayor, Olga, tiene ahora veinte años. Quizá deberíamos casarla pronto; es una posibilidad. Hay muchos buenos partidos en las familias reales de Europa. Aunque en este momento es imposible. No con esta maldita guerra. Pero creo que pronto lo será, cuando todo haya terminado. Esa que ves ahí, la más joven, es mi amor particular, la gran duquesa Anastasia, que no tardará en cumplir quince años.

Contemplé su rostro en el retrato. Era joven, desde luego, pero yo no le llevaba ni dos años. La reconocí de inmediato. Era la muchacha que había conocido en el puesto de castañas esa misma tarde; la joven dama que había alzado la vista hacia mí y sonreído al bajar del barco una hora antes. La que me había hecho volverme, presa de la confusión, desconcertado ante aquella repentina oleada de pasión.

– Hubo momentos… creo que puedo hacerte esta confidencia, Georgi… en que pensé que nunca me vería bendecido con un varón. Pero, felizmente, la zarina y yo tuvimos a nuestro Alexishará unos once años. Es un buen muchacho. Algún día será un zar estupendo.

Me fijé en el alegre semblante del niño de la fotografía, pero me sorprendió un poco que estuviera tan flaco y luciera unas profundas ojeras.

– No dudo de que lo será, señor.

– Como es natural, muchos miembros de la Guardia Imperial lo protegen a diario -prosiguió, y me pareció que le costaba elegir las palabras, como si no supiera cuánto revelar-. Y cuidan bien de él, por supuesto. Pero he pensado… que quizá podría tener como compañero a alguien de una edad más cercana a la suya. Alguien suficientemente mayor y a su vez valiente, para protegerlo de ser necesario. ¿Cuántos años tienes, Georgi?

– Dieciséis, señor.

– Dieciséis, eso está bien. Un chico de once siempre admirará a un muchacho de tu edad. Creo que podrías ser un buen modelo de comportamiento para él.

Exhalé con nerviosismo. El gran duque me había mencionado algo parecido cuando estaba herido en Kashin, pero yo dudaba que pudiera encomendársele semejante tarea a un mujik. Todo parecía tan por encima de mis expectativas que tuve la certeza de que despertaría en cualquier momento para descubrir que había sido un sueño, y que el zar, el Palacio de Invierno con todas sus glorias, hasta el precioso huevo de Fabergé, se disolverían ante mis ojos y volvería a encontrarme en el suelo de nuestra cabaña en Kashin, con Danil despertándome a patadas, exigiendo el desayuno.

– Sería un honor para mí, señor -respondí al fin-. Si me cree digno de ese puesto.

– Desde luego, el gran duque piensa que lo eres -afirmó él poniéndose en pie, y yo lo imité-. Y a mí me pareces un joven muy respetable. Creo que puedes cumplir bien ese papel.

Nos dirigimos a la puerta, y al hacerlo, el zar me apoyó una imperial mano en el hombro, provocándome una sacudida eléctrica en todo el cuerpo. El zar, el ungido por Dios, me estaba tocando. Era la mayor bendición que había recibido en mi vida. Me apretó con fuerza, y yo me sentí tan sobrecogido y honrado que no me importó el dolor atroz que me recorrió el brazo desde la herida de bala que él oprimía tan despreocupadamente.