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– Bueno, ¿puedo confiar en ti, Georgi Danílovich? -quiso saber entonces, mirándome a los ojos.

– Por supuesto, majestad.

– Espero que así sea. -Hubo un dejo de desesperación y desdicha en su voz-. Si vas a asumir esa responsabilidad, hay algo que… Georgi, lo que voy a decirte ahora no debe salir nunca de esta habitación.

– Señor, sea lo que sea, me lo llevaré a la tumba.

Él tragó saliva y titubeó. El silencio se alargó más de un minuto, pero yo ya no me sentía incómodo; tenía más bien la sensación de que era el centro de un gran secreto, de algo que el señor de nuestra tierra iba a confiarme. Pero, para mi decepción, el zar pareció cambiar de opinión, pues, en lugar de confiar en mí, se limitó a apartar la mirada; me soltó el hombro y abrió la puerta que daba al pasillo.

– Quizá no sea éste el momento. Veamos primero qué tal se te da la tarea. Todo lo que te pido es que cuides al máximo de mi hijo. Él es nuestra gran esperanza. Es la esperanza de todos los rusos leales.

– Haré cuanto esté en mi mano por mantenerlo a salvo -aseguré-. Mi vida le pertenece a partir de ahora.

– Es cuanto necesito saber -repuso él, sonriendo un instante antes de cerrarme la puerta en las narices y dejarme de nuevo solo en el pasillo frío y desierto, preguntándome si alguien vendría a buscarme y adónde demonios debía dirigirme.

1970

Ese año, por primera vez desde mi jubilación, decidí no acercarme siquiera a la biblioteca del Museo Británico. No porque no quisiera estar allí; bien al contrario, después de pasar mi vida adulta enclaustrado en la erudita comodidad de tan pacífico espacio, no había prácticamente ningún sitio en que me sintiera tan feliz. No; la razón de que decidiera evitarla fue que no deseaba convertirme en uno de esos hombres que no pueden aceptar que su vida laboral ha llegado a su fin y que la rutina cotidiana del empleo, fuente de orden y disciplina en nuestra existencia, se ha visto reemplazada por la más absoluta confusión -o lo que Lamb dio en llamar «la liberación»- del hombre caduco.

Recuerdo demasiado bien aquel viernes por la tarde de 1959, cuando se celebró una pequeña fiesta en honor del señor Trevors, que había cumplido sesenta y cinco años y completaba su última semana de trabajo en la biblioteca. Se sirvieron bebidas y comida, hubo discursos, acudieron docenas de personas a desearle lo mejor en lo que fuera a hacer a partir de entonces. Pronunciamos el tópico habitual de que ahora tenía el mundo a sus pies, y no nos avergonzamos de repetirnos. Se suponía que el ambiente debía ser ligero y alegre, pero mi antiguo patrón se volvió más y más taciturno a medida que avanzaba la velada y se preguntó en voz alta, para incomodidad de sus invitados, cómo llenaría los días en adelante.

– Estoy solo en el mundo -nos contó, con una sonrisa de desdicha y los ojos anegados en lágrimas, y todos apartamos la vista, confiando en que algún otro le ofreciera consuelo-. ¿Qué me queda si no tengo mi trabajo? Una casa vacía. Sin Dorothy, sin Mary -añadió en voz baja, refiriéndose a la familia que debería haber aliviado su vejez pero que había perdido-. Este trabajo era mi única razón para levantarme por la mañana.

El lunes siguiente por la mañana, llegó a la biblioteca como de costumbre, muy puntual, con la camisa y la corbata impecables, e insistió en ayudarnos en las tareas menos importantes, de las que nunca se había preocupado en el pasado. Ninguno de nosotros supo muy bien cómo reaccionar -al fin y al cabo, seguía emanando cierto aire de autoridad después de tanto tiempo como nuestro jefe-, de modo que nada hicimos por impedírselo. Pero, para nuestra inquietud, apareció también al día siguiente, y al otro. El jueves por la mañana, uno de los directores del museo lo llevó aparte para hablar con él y le pidió que recordara que los demás estábamos allí para trabajar, que nos pagaban por ello, y que no podíamos dedicarnos a conversar el día entero. «Váyase a casa y disfrute de su jubilación -le dijo alegremente-. Ponga los pies en alto y haga todas esas cosas que nunca podía hacer cuando estaba encerrado aquí todo el día.» El pobre hombre hizo exactamente eso. Se fue a casa y se ahorcó esa misma noche.

Por supuesto, yo no tenía intención de permitir que me sucediera nada parecido al jubilarme. Para empezar, Zoya y yo gozábamos de buena salud. Nos teníamos el uno al otro, a nuestra hija Arina y su esposo Ralph, así como a nuestro nieto de nueve años para mantenernos jóvenes. Aun así, cuando llevaba un año jubilado, empecé a experimentar un anhelo: no el de volver a mi antiguo empleo, sino el de volver a visitar aquella atmósfera de erudición que tanto añoraba. De leer más. De documentarme sobre aquellos temas que seguía ignorando. Al fin y al cabo, durante mi vida laboral me había visto rodeado de libros, pero rara vez había tenido la oportunidad de estudiar cualquiera de ellos. De modo que decidí regresar a la tranquilidad de la biblioteca unas horas cada tarde, asegurándome de no causarles ninguna molestia a mis antiguos colegas, ocultándome hasta de su vista para que no se sintieran obligados a hablar conmigo. Y me sentí satisfecho con ese plan, feliz de pasarme los años que me quedaran inmerso en mi propia educación.

Sin embargo, a finales del otoño de 1970, poco después de cumplir setenta y un años, estaba sentado a mí mesa habitual cuando vi a una mujer, unos treinta años menor que yo, de pie junto a una de las estanterías, fingiendo examinar los títulos cuando era obvio que no tenía el menor interés en ellos, sino que estaba concentrada en observarme. En aquel momento no le di mucha importancia; me dije que probablemente sólo andaba perdida en sus pensamientos y no se había dado cuenta de que estaba mirándome. Volví a mi libro y no le di más vueltas.

Pero la vi de nuevo la tarde siguiente, cuando se sentó a mi mesa tres sillas más allá de la mía; la pillé mirándome cuando creía que yo no prestaba atención, y confieso que me resultó tan inquietante como perturbador. De haber sido más joven, quizá habría pensado que se sentía atraída por mí de algún modo, pero ya no existía semejante posibilidad. Al fin y al cabo, yo había entrado en mi octava década de vida. El poco cabello que me quedaba revelaba un cráneo lleno de bultos y pecas. Conservaba los dientes, que seguían siendo pasablemente blancos, pero no mejoraban en nada mi sonrisa, como quizá sucedía cuando era más joven. Y aunque la edad no había afectado en exceso mi movilidad, había empezado a emplear un bonito bastón de Malaca para asegurarme mejor equilibrio en mis andanzas diarias de aquí para allá en la biblioteca. En resumen, no era ningún galán, ni desde luego una figura que pudiese despertar el deseo de una mujer a la que doblaba la edad.

Pensé en cambiar de asiento, pero resolví no hacerlo. Al fin y al cabo, me había sentado en el mismo sitio todas las tardes durante cinco años. La iluminación era buena y me ayudaba a la lectura, pues mi vista ya no era tan aguda como antaño. Además, se estaba muy tranquilo, pues me hallaba rodeado de libros sobre temas tan poco populares que muy poca gente me molestaba. ¿Por qué debería moverme? «Que se mueva ella -decidí-. Éste es mi sitio.»

La mujer se fue poco después, pero no sin titubear al pasar por mi lado, como si quisiera decirme algo, pero lo pensó mejor y continuó.

– Pareces inquieto -me dijo Zoya esa noche cuando nos íbamos a la cama-. ¿Ocurre algo?

– Estoy bien -contesté con una sonrisa; no quería exponerle el episodio con detalle, no fuera a pensar que imaginaba cosas y estaba perdiendo la cabeza-. No es nada. Sólo estoy un poco cansado, eso es todo.