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– Ha habido un accidente -expuso el joven con rapidez-. Pero confío en que no será nada serio. Ignoro los detalles. Se trata de Arina. Estaba volviendo de la escuela. La atropelló un coche.

Hablaba con frases breves, casi entrecortadas, y me pregunté si sería su forma habitual de expresarse. Su dicción era como una andanada de disparos. En eso pensaba yo mientras él hablaba. Disparos. Soldados en el frente. Líneas de muchachos, ingleses, alemanes, franceses, rusos, codo con codo, disparando a todo lo que se moviera ante ellos, segándose mutuamente la vida sin comprender que las víctimas eran jóvenes como ellos, cuyo regreso aguardaban con ansiedad unos padres que no dormían. Las imágenes flotaron en mi mente. Violencia. Me concentré totalmente en ellas. No quería escuchar lo que me estaban diciendo. No quería oír las palabras de ese hombre, ese tipo que aseguraba que lo habían mandado a buscarnos, ese muchacho que se atrevía a insinuar que conocía a mi hija. Me dije que, si no escuchaba, entonces no habría ocurrido. Si no escuchaba, si pensaba en algo por completo distinto.

– ¿Dónde? -quiso saber Zoya-. ¿Cuándo?

– Hace un par de horas -contestó David, y no pude evitar oírlo-. En algún sitio cerca de Battersea, me parece. La han llevado al hospital. Creo que está bien. No me parece que sea demasiado grave. Pero tengo el coche de Ralph ahí fuera. Él me ha pedido que viniese a recogerlos.

Zoya se abrió paso para cruzar la puerta y correr hacia el coche, como si pudiera marcharse sola al hospital, pasando por alto que necesitábamos al señor Frasier para llegar hasta allí. Yo me quedé donde estaba; sentía las piernas medio dormidas y el estómago revuelto, y la habitación empezó a mecerse un poco.

– Señor Yáchmenev. -David dio un paso hacia mí con la mano extendida, como si yo fuera a necesitar sostén-. Señor, ¿se encuentra bien?

– Estoy bien, chico -le espeté, y me dirigí también hacia la puerta-. Vamos. Si tienes que llevarnos, démonos prisa, por el amor de Dios.

El trayecto fue difícil. El tráfico era denso y nos costó casi cuarenta minutos ir del piso de Holborn al hospital. Durante todo el viaje, Zoya acribilló a preguntas al joven, mientras yo iba sentado detrás, sin decir ni pío, escuchando y negándome a hablar.

– ¿Crees que Arina está bien? -quiso saber mi mujer-. ¿Por qué lo crees? ¿Te lo dijo Ralph?

– Eso me pareció. -Por su tono, David parecía estar deseando hallarse en otro sitio-. Ralph me llamó al trabajo. Verán, es que no estoy lejos del hospital. Me dijo dónde estaba, me pidió que me encontrara con él de inmediato en recepción, y que cogiera su coche para ir en busca de ustedes.

– Pero ¿qué te dijo? -insistió Zoya con un dejo de agresividad-. Cuéntamelo con exactitud. ¿Dijo que Arina iba a ponerse bien?

– Dijo que había tenido un accidente. Yo le pregunté si estaba bien, y su respuesta fue brusca: «Sí, sí, se pondrá bien, pero tienes que ir a buscar a sus padres ahora mismo.»

– ¿Dijo que se pondría bien?

– Creo que sí.

Advertí el toque de pánico en su voz. No quería decir nada inexacto. No quería darnos información falsa. Ofrecer esperanza donde no había ninguna. Insinuar que nos preparásemos cuando no había necesidad. Pero él tenía una información de la que nosotros carecíamos, y por su tono supe qué era: él había visto a Ralph. Había visto su expresión al recoger las llaves del coche.

Al llegar al hospital, corrimos hacia la recepción, donde nos dirigieron hacia un pasillo corto y un tramo de escalera. Mirando a derecha e izquierda una vez arriba, oímos una voz que nos llamaba -«¡Abuela! ¡Abuelo!»-, y luego los pequeños pies de nuestro Michael, de sólo nueve años, que corría hacia nosotros con los brazos extendidos y la cara anegada en lágrimas.

– Dusha-dijo Zoya, inclinándose para cogerlo en brazos.

Mientras ella hacía eso, yo miré hacia el fondo del pasillo y vi a un hombre pelirrojo que hablaba seriamente con un médico; reconocí a mi yerno Ralph. Los observé sin moverme. Estaba hablando el médico, con rostro grave. Al cabo de unos instantes apoyó una mano en el hombro izquierdo de Ralph y apretó los labios. No tenía nada más que decir.

Entonces Ralph se volvió, captando el revuelo, y nuestras miradas se encontraron. Pareció mirar más allá de mí, y su expresión me dijo cuanto necesitaba saber en el largo lapso de tiempo que le llevó concentrarse en mi rostro y reconocerme.

– Ralph. -Zoya soltó a Michael para correr hacia él, dejando caer el bolso al suelo (me pregunté cuándo lo habría cogido); un cepillo y horquillas de pelo, un bloc de notas, un bolígrafo, pañuelos de papel, unas llaves, un monedero, una fotografía: recuerdo todo eso cayendo al suelo y desparramándose en las baldosas blancas, como si el núcleo mismo de la vida de mi esposa se hubiese desgarrado de pronto-. ¡Ralph! -exclamó, asiéndolo de los hombros-. Ralph, ¿dónde está Arina? ¿Está bien? ¡Contéstame, Ralph! ¿Dónde está? ¿Dónde está mi hija?

Ralph la miró y sacudió la cabeza, y en el silencio que siguió Michael se volvió hacia mí con la barbilla temblándole de terror ante la inesperada naturaleza de las emociones que lo rodeaban. Llevaba una camiseta de fútbol, con los colores de su equipo favorito, y se me ocurrió que lo llevaría a ver un partido cualquier día, si el tiempo lo permitía. Ese niño necesitaría saber que todos lo queríamos. Que nuestra familia quedaba definida por aquellos a los que habíamos perdido.

«Por favor, señor Yáchmenev», había dicho ella, y finalmente accedí a acompañar a la mujer que me había estado observando en la biblioteca. Fuimos a Russell Square, donde nos sentamos en un banco, incómodos, uno junto al otro. Me resultó extraño compartir un espacio tan íntimo con una mujer que no fuera mi esposa. Tuve deseos de salir corriendo, de no formar parte de aquella escena, pero había accedido a escucharla y no faltaría a mi palabra.

– No trato de comparar mi sufrimiento con el suyo -dijo ella entonces, eligiendo con cautela las palabras-. Comprendo que son completamente distintos. Pero, por favor, señor Yáchmenev, debe creerme cuando le digo que lo lamento muchísimo. No creo tener palabras suficientes para expresar el remordimiento que siento.

Me satisfizo la actividad que nos rodeaba, pues el murmullo de las conversaciones y el ruido me permitieron no prestarle toda mi atención. De hecho, mientras ella hablaba, yo escuchaba a medias a una pareja sentada a unos tres metros de nosotros, inmersa en un acalorado debate sobre la naturaleza de su relación, que, por lo que me pareció, era inestable.

– La policía me dijo que no debía establecer contacto con ustedes -continuó la señora Elliott, pues así se llamaba la mujer que había atropellado y matado a mi hija en Albert Bridge Road varios meses antes-. Pero tenía que hacerlo. Sencillamente, no me pareció correcto no decir nada. Sentí que debía encontrarlos y hablar con ustedes dos para disculparme de algún modo. Confío en no haber hecho mal. Desde luego, no quiero ponerles las cosas más difíciles de lo que ya son.

– ¿Hablar con los dos? -pregunté, fijándome en esas palabras en concreto; me volví hacia ella, frunciendo el entrecejo-. No la comprendo.

– Con usted y con su esposa, quiero decir.

– Pero aquí sólo estoy yo. Ha venido a verme a mí.

– Sí, pensaba que sería mejor así -repuso mirándose las manos.

Advertí que estaba nerviosa por la forma en que retorcía sin cesar un par de guantes, lo que me recordó a David Frasier la noche en que se plantó ante nuestra puerta presa de la ansiedad. Era obvio que se trataba de unos guantes caros. El abrigo también lo era, de la mejor calidad. Me pregunté quién sería esa mujer, cómo habría llegado a tener dinero. Si lo habría ganado, heredado, obtenido con su matrimonio. La policía, por supuesto, había estado dispuesta a contarme lo que yo quisiera saber, y creo que les sorprendió que no quisiera saber nada. Yo necesitaba no saber nada. ¿Para qué habría servido? Arina seguiría muerta. Eso ya no se podía cambiar.