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– He pensado que si lo veía primero, hablaba con usted, y le explicaba cómo me sentía -prosiguió-, entonces quizá podría hablar usted con su esposa, y yo podría ir a verla también. Para disculparme ante ella.

– Ah. -Asentí con la cabeza, permitiendo que un leve suspiro escapara entre mis labios-. Ahora lo entiendo. Me parece interesante, señora Elliott, la distinta forma en que la gente ha abordado a mi esposa y a mí estos últimos meses.

– ¿Interesante?

– La gente tiene la curiosa impresión de que todo esto es de algún modo peor para la madre que para el padre. Que el dolor es de alguna manera más intenso. La gente no para de preguntarme cómo lo lleva Zoya, como si yo fuera el médico de mi esposa y no el padre de mi hija, pero no creo que nunca le pregunten a ella lo mismo sobre mí. Podría estar equivocado, desde luego, pero…

– No, señor Yáchmenev -se apresuró a decir, negando con la cabeza-. No me ha entendido bien. No pretendía insinuar que…

– E incluso ahora, viene usted a hablar primero conmigo, a afianzar el terreno para la campaña mucho más difícil que tiene a la vista, tal como usted lo ve. Por supuesto, no creo ni por un instante que le haya sido fácil iniciar esta conversación. La admiro por ello, si he de serle franco, pero es deprimente que piense que mis sentimientos por la muerte de Arina son distintos de los de mi esposa, que su pérdida es menos dolorosa para mí.

Ella movió la cabeza y abrió la boca para hablar, pero lo pensó mejor y apartó la vista. No dije nada durante un rato, pues quería que pensara en lo que acababa de decirle. A mi izquierda, el joven le estaba diciendo a su compañera que se relajara un poco, que no tenía importancia, que sólo había sido una fiesta y él estaba borracho, que ella sabía que la quería de verdad; y ella contraatacaba con una serie de insultos vulgares, cada uno más repugnante que el anterior. Si su intención era que él se sintiera escarmentado, no lo estaba consiguiendo, pues el joven reía con fingido espanto, una actitud que no hacía sino provocar la ira de ella. Me pregunté por qué sentirían la necesidad de que el mundo entero oyera su pelea; si, como pasaba con las estrellas de la pantalla, su pasión sólo sería real si tenía testigos.

– Yo también soy madre, señor Yáchmenev -reveló la señora Elliott al cabo de unos instantes-. Supongo que es natural que tuviese en consideración los sentimientos de otra madre en esta circunstancia. Pero desde luego no pretendía menospreciar su sufrimiento.

– Es usted una progenitora -repliqué, pero aun así me ablandé un poco. Era fácil notar lo mucho que estaba sufriendo esa mujer. Yo también soportaba un sufrimiento terrible, pero el mío ya no podría aliviarse nunca. Me resultaría muy sencillo disminuir su angustia, tranquilizar su conciencia aunque sólo fuera un poco. Supondría un gesto de amabilidad infinita, y me pregunté si sería capaz de llevarlo a cabo. Transcurridos unos instantes, inquirí-: ¿Cuántos hijos tiene?

– Tres. -Pareció complacerle que se lo preguntara. Por supuesto que sí; todo el mundo quiere que le pregunten por sus hijos. Bueno, nosotros ya no-. Dos chicos en la universidad. Y una niña que aún va al colegio.

– ¿Le importa si le pregunto sus nombres?

– No, en absoluto -contestó, algo sorprendida quizá ante una pregunta tan cordial-. Mi hijo mayor se llama John, que era el nombre de mi esposo. Luego viene Daniel. Y la niña se llama Beth.

– ¿Ha dicho que era el nombre de su esposo? -Me volví para mirarla; había captado de inmediato el tiempo pasado.

– Sí, me quedé viuda hace cuatro años.

– Su marido debía de ser bastante joven -supuse, pues ella tenía sólo cuarenta y tantos.

– Sí, lo era. Murió una semana antes de cumplir los cuarenta y nueve. De un ataque al corazón. Fue totalmente inesperado. -Se encogió de hombros y miró a lo lejos, perdida un instante en su propio dolor y sus recuerdos.

Paseé la vista por el parque, preguntándome cuántas de las personas que pasaban experimentarían un sufrimiento similar. La muchacha de mi izquierda le sugería al chico una serie de cosas que podía hacerse a sí mismo, ninguna de las cuales sonaba particularmente agradable, y él trataba de impedir que se levantara y se fuera. Deseé que bajaran el tono de sus tediosas voces; me aburrían muchísimo.

– ¿Puede hablarme usted de su hija? -dijo entonces la señora Elliott, y me tensé un poco ante la audacia de su pregunta-. Por supuesto, si prefiere no hacerlo…

– No -me apresuré a contestar-. No me importa. ¿Qué le gustaría saber?

– Era maestra, ¿no?

– Sí.

– ¿Qué enseñaba?

– Lengua inglesa e Historia -respondí, sonriendo un poco al recordar lo orgulloso que me sentí porque hubiese elegido esas asignaturas tan poco prácticas-. Pero tenía otras ideas. Planeaba convertirse en escritora.

– ¿De veras? ¿Qué escribía?

– Poemas, cuando era joven. No eran muy buenos, para serle sincero. Y luego, de mayor, relatos, que eran mucho mejores. Publicó dos, ¿sabe? Uno en una pequeña antología, el otro en el Express.

– No lo sabía.

– ¿Por qué iba a saberlo? No es la clase de cosa que la policía le contaría.

– No -admitió, apretando un poco los dientes.

– Estaba escribiendo una novela cuando murió -continué-. La tenía casi acabada.

Y ahora he de confesar mis remordimientos ante lo que le estaba haciendo a esa mujer, pues ni una sola palabra de aquello era cierta. Arina nunca había escrito poemas, que yo supiera. Ni había publicado relato alguno o intentado escribir una novela. Su vocación no era ésa, en absoluto. Era como si, al inventarme ese aspecto creativo de su personalidad, estuviese sugiriendo que un enorme potencial se había extinguido demasiado pronto, que ella no había matado sólo a una simple persona, sino también todos los dones que Arina podría haberle ofrecido al mundo en el transcurso de su vida.

– Tengo entendido que ya había despertado cierto interés -proseguí, concentrado en embellecer mi propia mentira-. Un editor había leído sus relatos y quería ver más.

– ¿De qué trataba?

– ¿A qué se refiere?

– A la novela que estaba escribiendo. ¿La leyó usted?

– Una parte -musité-. Era una historia sobre el sentimiento de culpa. Y sobre la culpa achacada a quien no la merece.

– ¿Tenía título para el libro?

– Sí.

– ¿Puedo preguntarle cuál era?

– La casa del propósito especial -respondí sin titubear, atemorizado por cuántas verdades le estaba revelando mi mentira, pero la señora Elliott no dijo nada y se limitó a apartar la mirada, incómoda por el punto al que nos había conducido la conversación. Yo también me sentía incómodo, y supe que no podía continuar con aquella farsa-. Debe comprender, señora Elliott, que no la culpo enteramente por lo ocurrido. Y que desde luego no… no la odio, si es eso lo que está pensando. Arina cruzó corriendo la calle; me lo contaron. Debería haber mirado primero. Ahora ya no importa, ¿no es así? Nada va a devolvérnosla. Ha sido valiente por su parte venir a verme, y lo aprecio. De veras que sí. Pero no puede usted ver a mi esposa.

– Pero, señor Yáchmenev…

– No -dije con firmeza, dejando caer el puño contra la rodilla, como haría un juez con el martillo en su estrado-. Me temo que ha de ser así. Le contaré a Zoya que la he visto, por supuesto. Le transmitiré el gran pesar que siente. Pero no puede haber contacto alguno entre ustedes dos. Sería demasiado para ella.

– Pero quizá si yo…

– Señora Elliott, no me está escuchando -insistí, algo malhumorado-. Lo que me pide es imposible y egoísta. Desea vernos a los dos, contar con nuestro perdón, de forma que con el tiempo pueda usted superar ese terrible suceso y, si no olvidarlo, al menos sí aprender a vivir con ello, pero nosotros no seremos capaces de hacer lo mismo, y no nos incumbe cómo se las apañe usted para lidiar con su propia respuesta al accidente. Sí, señora Elliott, sé bien que fue un accidente. Y si le sirve de ayuda: sí, la perdono por su participación en el mismo. Pero, por favor, no vuelva a buscarme. Y no trate de ver a mi esposa. Ella no puede afrontar un encuentro con usted, ¿comprende lo que le digo?