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Ella asintió con la cabeza y se echó a llorar, pero me dije que no, que ése no era momento de convertirme en protector. «Si tiene lágrimas, que las derrame. Si sufre, pues que acarree con su sufrimiento. Que sus hijos le hablen después y le digan las cosas que necesita oír para encontrar el camino de salida de estos días de oscuridad. Ella aún tiene a los suyos, al fin y al cabo.»

Ya era hora de irme a casa.

– Crees que es culpa tuya, ¿verdad?

Zoya se volvió para mirarme, con una mezcla de incredulidad y hostilidad.

– ¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que creo que es culpa mía?

– Olvidas que te conozco mejor que nadie. Sé lo que estás pensando.

Habían pasado más de seis meses desde la muerte de Arina, y nuestra rutina habitual había empezado a imperar de nuevo, como si no hubiese ocurrido nada digno de lamentar. Nuestro yerno Ralph había vuelto al trabajo, y hacía cuanto podía por mantener a raya su dolor por el bien de Michael. El niño todavía lloraba todos los días y hablaba de su madre como si creyera que la manteníamos apartada de él; su pérdida, la comprensión de su muerte, eran cuestiones que aún lo sobrepasaban. Michael y yo nos llevábamos sesenta y dos años, y sin embargo podríamos haber sido gemelos, dada la similitud de nuestras emociones.

Acabábamos de volver de casa de nuestro yerno, donde Zoya y Ralph habían discutido por el niño. Ella pretendía que pasara más noches con nosotros, pero Ralph aún no quería que durmiera en una cama que no fuera la suya. Antes, Michael acostumbraba quedarse a dormir con nosotros, en la habitación que había sido de su madre, pero ese arreglo había llegado a su fin tras la muerte de Arina. No es que Ralph quisiera apartar a Michael de sus abuelos; era sólo que no deseaba estar sin él. Yo lo comprendía. Me parecía del todo razonable, pues sabía lo que era desear tener a tu hija al lado.

– Por supuesto que es culpa mía -dijo Zoya-. Y tú también me culpas de ello. Lo sé. Y si no lo haces, eres un estúpido.

– Yo no te culpo de nada -exclamé, dirigiéndome hacia ella. Había cierta dureza en su rostro, una expresión que había permanecido oculta muchos años pero que había reaparecido ahora, con la muerte de Arina, y que me reveló qué pensaba exactamente-. ¿Crees que te hago responsable de la muerte de nuestra hija? La sola idea es una locura. Te hago responsable de una sola cosa: ¡de su vida!

– ¿Por qué me dices eso? -Estaba al borde de las lágrimas.

– Porque siempre te has sentido culpable, y eso ha ensombrecido nuestra vida. Y te equivocas, Zoya, ¿es que no lo ves? No podrías estar más equivocada al sentirte así. Recuerda que he visto cómo reaccionabas en cada ocasión. Cuando Leo murió…

– ¡Fue hace años, Georgi!

– Cuando perdimos amigos en los bombardeos.

– Todo el mundo perdió amigos entonces, ¿no? -exclamó-. ¿Crees que me siento responsable?

– Y cada vez que tuviste un aborto. Lo vi entonces.

– Georgi… por favor -pidió con voz crispada.

Yo no pretendía hacerle daño, pero aquello me salió del alma. Era algo que había que decir:

– Y ahora, Arina. Ahora crees que su muerte fue a causa de…

– ¡Basta! -gritó, precipitándose hacia mí y golpeándome el pecho con los puños-. ¿No puedes parar? ¿Por qué piensas que necesito que me recuerdes esas cosas? Leo, los bebés, nuestros amigos, nuestra hija… sí, todos se han ido para siempre, absolutamente todos. ¿De qué sirve ahora hablar de ellos?

Se sentó, y yo me froté la cara con la mano, desesperado. Quería muchísimo a mi esposa, pero siempre había habido un silencioso hilo de tormento recorriendo nuestra vida. El dolor y los recuerdos de Zoya formaban hasta tal punto parte de ella que tenía muy poco espacio para los de los demás; ni siquiera para los míos.

– Hay cosas en la vida a las que es imposible dar la espalda -dijo al cabo de unos minutos de silencio, acurrucada en una butaca a mi lado, abrazándose el cuerpo, a la defensiva, con el rostro tan blanco como la nieve de Livadia-. Hay coincidencias… demasiadas para que esté justificado llamarlas así. Yo soy un talismán de la infelicidad, Georgi. Eso es lo que siento. Toda mi vida no he acarreado otra cosa que desdicha a la gente que me quería. Nada sino dolor. Es culpa mía que tantos de ellos estén muertos; lo sé. Quizá debería haber muerto yo también cuando era una niña. ¿Quizá? -preguntó con una risa amarga, sacudiendo la cabeza-. ¿Qué estoy diciendo? Por supuesto que debería haber muerto. Ése era mi destino.

– Pero eso es una locura -dije, incorporándome en el asiento para cogerle la mano, pero ella me rechazó, como si con sólo tocarla fuera a prenderle fuego-. ¿Y qué pasa conmigo, Zoya? A mi vida no le has traído ninguna de esas cosas.

– La muerte no. Pero ¿sufrimiento? ¿Desdicha? ¿Angustia? No pensarás que no te he acarreado ninguna de esas cosas, ¿verdad?

– Por supuesto que no lo has hecho -repuse, desesperado por tranquilizarla-. Míranos, Zoya. Llevamos casados más de cincuenta años. Hemos sido felices. Yo he sido feliz. -Me quedé mirándola, suplicándole que permitiera que mis palabras aliviaran su aflicción-. ¿Tú no? -pregunté entonces, casi temiendo oír su respuesta y ver cómo se nos desmoronaba la vida entera.

Ella suspiró, pero finalmente asintió con la cabeza.

– Sí. Ya sabes que lo he sido. Pero esto que ha ocurrido, lo de Arina, me refiero, es demasiado para mí. Con ésta son ya demasiadas tragedias. No puedo permitir que haya más en mi vida. Ya no más, Georgi.

– ¿Qué quieres decir?

– Tengo sesenta y nueve años -repuso sonriendo a medias-. Y ya he tenido suficiente. Ya no… Georgi, ya no disfruto de mi vida. Nunca lo he hecho, para serte franca. No la quiero. Ya no deseo vivir más. ¿Comprendes lo que te digo?

Se levantó y me miró con tanta determinación que me asusté.

– Zoya, ¿de qué estás hablando? No puedes hablar así; es…

– Oh, no me refiero a lo que estás pensando -dijo moviendo la cabeza-. Esta vez no, te lo prometo. Sólo quiero decir que, cuando llegue el final, y no tardará en llegar, no lo lamentaré. He tenido bastante, Georgi, ¿acaso no lo ves? ¿Nunca has sentido lo mismo? Considera tan sólo la vida que hemos llevado, que hemos vivido juntos. Piensa en ella. ¿Cómo es posible que hayamos sobrevivido tanto tiempo? -Negó con la cabeza y soltó un profundo suspiro, como si la respuesta fuese muy simple y obvia-. Quiero que acabe, Georgi. Eso es todo. Tan sólo quiero que acabe.

El príncipe de Moguiliov

Aun semanas después de mi llegada a San Petersburgo, mis pensamientos seguían volviendo a Kashin, a la familia que había dejado atrás y el amigo cuya muerte tanto me pesaba en la conciencia. Por las noches, tendido en mi fino jergón, se me aparecía el rostro de Kolek, con los ojos desorbitados y el cuello morado y marcado por la cuerda. Imaginaba su terror cuando los guardias lo condujeron hacia el árbol del que colgaba la soga; pese a todas sus bravuconadas, yo no creía que se hubiese enfrentado a la muerte con otra cosa que temor en el corazón y pesar por la vida que no iba a vivir. Rezaba por que no me hubiese culpado demasiado de ello; pero difícilmente podría compararse con lo mucho que me culpaba yo mismo.

Y cuando no estaba pensando en Kolek, era mi familia la que dominaba mi mente, en particular mi hermana Asya, que habría dado lo que fuera por vivir donde yo vivía ahora. De hecho, era en Asya en quien estaba pensando una tarde cuando me topé por primera vez con la sala de lectura del Palacio de Invierno. Las puertas estaban abiertas y yo me volví, con intención de irme, pero un instinto me hizo cambiar de opinión y entré, encontrándome solo en la serenidad de una biblioteca por primera vez en mi vida.