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Tres paredes estaban llenas de libros del suelo al techo, y en cada una de ellas había una escalera sujeta a un raíl, de forma que el interesado pudiera desplazarse con ella. En el centro había una pesada mesa de roble sobre la que reposaban dos grandes volúmenes, abiertos en una serie de mapas. Había grandes butacas de cuero situadas en varios puntos de la estancia, y me imaginé sentado allí una tarde, ensimismado en la lectura. En mi vida había leído un libro, por supuesto, pero me atraían, como si las cubiertas interminables me susurraran, y me puse a sacar uno tras otro para examinar las portadas, leer párrafos enteros lo mejor que podía y dejar luego los que no quería sobre la mesa, detrás de mí, sin pensarlo dos veces.

Tan absorto estaba en mi examen que no oí una puerta que se abría a mis espaldas, y sólo cuando unas pesadas botas cruzaron con decisión la sala, regresé a la realidad y comprendí que no estaba solo. Me volví, soltando en el aire el libro que sujetaba de pura sorpresa. Cayó al suelo, abierto a mis pies, y el sonido reverberó en las paredes mientras me arrodillaba e inclinaba la cabeza ante el ungido.

– Majestad -dije, sin atreverme a levantar la vista-. Majestad, debo expresarle mis más sinceras disculpas. Verá, es que me había perdido y…

– Incorpórate, Georgi Danílovich -ordenó el zar, y yo me puse en pie despacio: hacía un rato echaba de menos a mi familia, ahora temía que me mandaran de nuevo con ella-. Mírame.

Levanté la cabeza lentamente y nuestras miradas se encontraron. Sentí que se me arrebolaban las mejillas, pero el zar no parecía enfadado o disgustado.

– ¿Qué haces aquí?

– Me he perdido. No tenía intención de entrar aquí, pero cuando los he visto…

– ¿Los libros?

– Sí, señor. Me han interesado, eso es todo. He querido ver qué contenían.

Él inspiró profundamente, como si decidiera la mejor forma de hacer frente a la situación, antes de soltar un suspiro y alejarse de mí para rodear la mesa de roble y observar los libros de mapas; pasó las páginas y habló sin mirarme.

– No te habría tomado por un lector -comentó en voz baja.

– No lo soy, señor. Quiero decir que nunca lo he sido.

– Pero ¿sabes leer?

– Sí, señor.

– ¿Quién te enseñó? ¿Tu padre?

Negué con la cabeza.

– No, señor. Mi padre no habría sabido hacerlo. Fue mi hermana Asya. Ella tenía algunos libros que había comprado en un puesto. Me enseñó las letras… la mayoría, al menos.

– Ya veo. ¿Y quién le enseñó a ella?

Lo pensé, pero tuve que admitir que no lo sabía. Quizá, en su deseo de escapar de nuestra aldea natal, Asya se había educado a sí misma para, en el lapso de las pocas páginas de un relato, poder huir a mundos más luminosos.

– Pero ¿te gustaba? -quiso saber el zar-. Me refiero a que algo te habrá hecho entrar aquí.

Miré la habitación y reflexioné unos segundos antes de darle una respuesta franca.

– Hay algo… interesante, sí, señor. Mi hermana me contaba historias, y yo disfrutaba escuchándolas. He pensado que quizá aquí encontraría algunas que me la recordaran.

– Supongo que empiezas a añorar a tu familia. -Retrocedió hacia la ventana, de forma que la suave luz que entraba por ella iluminó su contorno-. Yo extraño mucho a la mía cuando paso cierto tiempo lejos de ella.

– No he tenido tiempo para pensar en ellos, señor -repliqué-. Intento trabajar todo lo duro que puedo. Con el conde Charnetski, quiero decir. Y el resto del tiempo tengo el honor de pasarlo con el zarévich.

El zar sonrió cuando mencioné a su hijo y asintió con la cabeza.

– Sí, desde luego. ¿Y os lleváis bien?

– Sí, señor. Muy bien.

– Por lo visto le gustas. Le he preguntado sobre ti.

– Me complace mucho oírlo, señor.

Volvió a asentir y apartó la vista; los mapas atrajeron su atención unos instantes, y se inclinó decidido sobre ellos, acariciándose la barba mientras los contemplaba.

– Estos dibujos… -musitó-. Todo está en estos dibujos, ¿comprendes lo que te digo, Georgi? Las tierras. Las fronteras. Los puertos. Cómo ganar. Ojalá fuera capaz de verlo. Pero no puedo -siseó, más para sí mismo que para mí.

Decidí que debía dejarlo solo con sus estudios, de manera que retrocedí, sin darle la espalda, hacia la puerta.

– Quizá deberíamos darte unas clases -dijo el zar antes de que me fuera.

– ¿Unas clases, señor?

– Para mejorar tu lectura. Estos libros deben leerse; le digo a todo el personal que pueden leer los que quieran, siempre y cuando cuiden los volúmenes y los devuelvan en el mismo estado en que los encontraron. ¿Te gustaría, Georgi?

En ese momento no supe muy bien si me gustaría o no, pero no quise decepcionarlo, de modo que le di la respuesta que me pareció que esperaba,

– Sí, majestad. Me gustaría muchísimo.

– Bueno, me ocuparé de que el conde te mande a algunas clases a las que asisten los muchachos del cuerpo de pajes. Si vas a pasar mucho tiempo con Alexis, lo adecuado es que tengas cierta cultura. -Y añadió-: Ya puedes retirarte.

Me volví y salí de la habitación, cerrando la puerta detrás de mí, sin saber que aquella conversación con el zar supondría el inicio de toda una vida rodeado de libros.

Antes de intercambiar una sola palabra con la gran duquesa Anastasia Nikoláievna, la besé.

La había visto en tres ocasiones: una en el puesto de castañas junto a la ribera del Neva, y otra esa misma noche mientras esperaba a que el zar me recibiera en mi primera jornada en el Palacio de Invierno, cuando miré hacia el río y vi descender a las cuatro grandes duquesas del barco de recreo.

La tercera ocasión llegó dos días después, cuando volvía de una tarde de entrenamiento con la Guardia Imperial. Exhausto, preocupado por no llegar nunca a alcanzar sus niveles de energía o de fuerza y verme devuelto rápidamente a Kashin, regresaba a mi habitación ya avanzada la tarde y me perdí en el laberinto de palacio; abrí una puerta creyendo que me llevaría de nuevo a mi pasillo, pero me condujo en cambio a una suerte de aula, que crucé a medias antes de levantar mis cansados ojos del suelo y percatarme de mi equivocación.

– ¿Puedo ayudarte, jovencito? -preguntó una voz a mi izquierda.

Al girarme descubrí a monsieur Gilliard, el maestro suizo de las hijas del zar, de pie detrás de su escritorio, mirándome con una mezcla de irritación y diversión.

– Discúlpeme, señor -contesté, sonrojándome un poco ante mi estupidez-. Pensaba que por esta puerta llegaría a mi habitación.

– Bueno, pues como ves -repuso, extendiendo los brazos para indicar los mapas y retratos que cubrían las paredes, retratos de los famosos novelistas y grandes músicos que formaban parte de la educación de las muchachas-, no es así.

– No, señor.

Le dediqué una educada inclinación de cabeza antes de darme la vuelta. Al hacerlo, vi a las cuatro hermanas sentadas en dos filas de pupitres individuales, observándome con una mezcla de curiosidad y aburrimiento. Ésa era la primera vez que estaba ante ellas, pues apenas habían reparado en mi existencia en el puesto de castañas, y me sentí un poco cohibido, pero también enormemente privilegiado por hallarme en su presencia. Era todo un logro para un mujik como yo estar en la misma habitación que las hijas del zar, un honor indescriptible.

La mayor, Olga, alzó la vista de su libro con expresión de lástima.

– El muchacho parece agotado, monsieur Gilliard -comentó-. Sólo lleva aquí unos días y ya está exhausto.

– Estoy bien, gracias, alteza -respondí con una reverencia.