Выбрать главу

– Lo siento -dije; las primeras palabras que le dirigía.

– ¿Por qué?

– Tienes razón -admití, encogiéndome de hombros-. No lo siento en absoluto.

Ella titubeó sólo un instante, y luego me sonrió.

– Yo tampoco.

Nos miramos, y me sentí avergonzado por no saber qué se esperaba que hiciese.

– Tengo que entrar -musitó ella-. La cena es dentro de poco.

– Alteza -dije, tratando de cogerle la mano. Intenté formar una frase, sin tener la menor idea de qué pretendía decirle; sólo sabía que quería que se quedase allí conmigo un poco más.

– Por favor -pidió, sacudiendo la cabeza-. Me llamo Anastasia. ¿Puedo llamarte Georgi?

– Sí.

– Me gusta ese nombre.

– Significa «campesino» -respondí encogiéndome de hombros, incómodo, y ella sonrió.

– ¿Es eso lo que eres? ¿Lo que eras?

– Lo que mi padre es.

– ¿Y tú? -preguntó en voz baja-. ¿Qué eres tú?

Lo pensé; nunca me había hecho esa pregunta, pero allí, en la fría columnata con aquella muchacha delante, me pareció que sólo había una respuesta.

– Soy tuyo -declaré.

Era todavía un recién llegado cuando subí al tren imperial para viajar a Moguiliov, la pequeña ciudad ucraniana cercana al mar Negro en que se hallaba el cuartel general del ejército ruso. Sentado frente a mí, emocionado ante la perspectiva de cambiar el encorsetado mundo de palacio por el ambiente más recio de una base militar, había un chico de once años, Alexis Nikoláievich, el heredero, zarévich y gran duque de la casa Romanov.

En momentos como aquél, todavía me costaba asumir hasta qué punto había cambiado mi vida. Poco más de un mes antes, era un mujík como cualquier otro, que cortaba leña en Kashin, dormía en un tosco suelo, padecía hambre y agotamiento, temía el gélido invierno que no tardaría en llegar para sofocar cualquier posibilidad de ser feliz. Ahora iba ataviado con el ajustado uniforme de la Guardia Imperial y me disponía a emprender un cálido y confortable viaje, con la certeza de una comida y una cena espléndidas y con el ungido por Dios sentado a un par de metros de mí.

Era la primera vez que viajaba en el tren imperial y, aunque me había ido acostumbrando al lujo desmedido y el gasto ostentoso desde mi llegada a San Petersburgo, la opulencia de cuanto me rodeaba aún tuvo el poder de dejarme asombrado. Había diez vagones en total, que incluían un comedor, una cocina, dependencias privadas para el zar y la zarina, así como cabinas para cada uno de sus hijos, el servicio y el equipaje. Un segundo tren más pequeño lo seguía a una hora de camino, con un gran séquito de consejeros y criados. Lo habitual era que en el principal fuera sólo la familia real, acompañada por dos médicos, tres jefes de cocina, un pequeño ejército de guardaespaldas y quienquiera que el zar decidiese honrar con una invitación. Como yo ya llevaba tres semanas junto al zarévich, actuando como su protector y confidente, mi sitio en el tren fue una cuestión de protocolo.

Como es natural, cada suelo, pared y techo estaba recubierto con los materiales más lujosos que habían logrado encontrar los diseñadores del tren. Las paredes eran de teca de la India, con tapicería de cuero troquelado e incrustaciones de seda dorada. Bajo nuestros pies, una alfombra suntuosa y suave recorría todos los vagones, mientras que todos los muebles eran de haya o satín finísimo y estaban forrados con una deslumbrante cretona inglesa, con grabados o dorados. Era como si el Palacio de Invierno entero se hubiera transportado a una plataforma móvil para que ningún viajero tuviera que pensar que más allá de las ventanillas había pueblos y aldeas donde vivía gente en mísera pobreza y cada vez más desilusionada con su zar.

– Casi me da miedo moverme, no vaya a estropear algo -le comenté al zarévich cuando pasábamos ante campos de jornaleros y pequeños caseríos, de donde la gente salía a saludar y proferir vítores, aunque parecían desdichados; los labios esbozaban muecas de desagrado, los cuerpos estaban maltrechos por la falta de comida. Casi no había hombres jóvenes entre ellos, por supuesto; la mayoría estaban muertos, escondidos o luchando en el frente por nuestra curiosa forma de vida.

– ¿Qué quieres decir, Georgi? -preguntó el zarévich.

– Bueno, es que todo es tan magnífico… -Contemplé las brillantes paredes azules y los cortinajes de seda que pendían a ambos lados de la ventanilla-. ¿No te has dado cuenta?

– ¿No son todos los trenes así? -inquirió con expresión de sorpresa.

– No, Alexis -respondí con una sonrisa, pues a mí lo que me asombraba era la vida cotidiana del hijo del zar-. No; éste es especial.

– Lo construyó mi abuelo -me dijo, con el aire de quien supone que cualquier abuelo es un gran hombre-. Alejandro III. Le fascinaban los ferrocarriles, según me han contado.

– Sólo hay una cosa que no entiendo. Y es la velocidad a la que viaja.

– ¿Por qué? ¿Qué tiene de raro?

– Es sólo que… no sé mucho de estas cosas, por supuesto, pero sin duda un tren como éste puede ir mucho más rápido, ¿no? -Hice ese comentario porque, desde la salida de San Petersburgo, el tren no superaba los cuarenta kilómetros por hora. Mantenía casi invariable esa velocidad, sin ir más rápido ni más lento a medida que el viaje proseguía, volviéndolo extremadamente regular pero también un poco frustrante-. He conocido caballos que podían ir más deprisa que este tren.

– Siempre va así de despacio. Cuando yo voy a bordo, claro. Mi madre dice que no podemos arriesgarnos a sacudidas inesperadas.

– Cualquiera diría que estás hecho de porcelana -bromeé, olvidando mi sitio un instante, y lamenté de inmediato mis palabras, pues Alexis me miró entrecerrando los ojos y con una expresión que me heló la sangre; me dije que sí, que ese niño podría ser zar algún día-. Lo siento, señor -añadí, pero él pareció olvidar mi transgresión pues volvió a su libro, un volumen sobre la historia del ejército ruso que su padre le había dado varias noches antes y que ocupaba su atención desde entonces.

Era un niño muy inteligente, ya me había percatado de ello, y le importaban tanto sus lecturas como las actividades al aire libre, de las que sus protectores padres trataban de apartarlo.

Mi presentación al zarévich se produjo la mañana siguiente a mi llegada al Palacio de Invierno, y el heredero me gustó de inmediato. Aunque estaba pálido y ojeroso, tenía una confianza en sí mismo que atribuí al hecho de que era el centro de la atención de cuantos lo rodeaban. Alargó una mano para saludarme y se la estreché con orgullo, inclinando la cabeza en señal de respeto.

– Y tú vas a ser mi nuevo guardaespaldas -dijo en voz baja.

Miré al conde Charnetski, que me había conducido a la real presencia; asintió rápidamente con la cabeza.

– Sí, señor. Pero confío también en ser su amigo.

– Mi último guardaespaldas huyó con una de las cocineras para casarse, ¿lo sabías?

Negué con la cabeza y sonreí un poco, divertido por la seriedad con que él se tomaba la supuesta ofensa. Bien podría haber dicho que trató de asfixiarlo mientras dormía.

– No, señor -contesté-. No lo sabía.

– Debía de estar muy enamorado para abandonar un puesto así, pero era una unión inapropiada, pues él era primo del príncipe Hagurov, y ella, una prostituta reformada. Sus familias debieron de sentirse muy avergonzadas.

– Sí, señor -repuse, titubeando un instante mientras me preguntaba si ésas eran palabras suyas o las habría oído de sus mayores. Sin embargo, su ceño me sugirió que había tenido una relación estrecha con aquel guardia y que lamentaba su pérdida.

– Mi padre cree en la conveniencia de un matrimonio equitativo -continuó-. No tolerará que nadie establezca una unión por debajo de su condición. Antes que ese guardaespaldas, hubo otro que no me gustaba nada. Le olía el aliento, para empezar. Y no podía controlar sus funciones corporales. Considero vulgares esas cosas, ¿tú no?