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– Supongo que sí -respondí, dispuesto a no llevarle la contraria.

– Sin embargo -prosiguió, mordiéndose un poco el labio al sopesar la cuestión-, a veces también las encuentro divertidas. Como aquella ocasión en que el tío Guille vino a alojarse aquí, y cuando nos llevaron a mis hermanas y a mí a saludarlo a la mañana siguiente, hacía unos ruidos terribles. Fue cómico, la verdad. Pero lo despidieron a causa de ello. Me refiero al guardaespaldas, no a mi tío.

– No me parece una conducta muy apropiada, alteza -declaré, impresionado ante el hecho de que alguien pudiera referirse al káiser Guillermo, con el que nuestro país estaba en guerra, como el tío Guille.

– No, no lo era. Lo degradaba a mis ojos, pero a mis hermanas y a mí nos dijeron que pasásemos por alto su vulgaridad. Y hubo otro guardaespaldas antes que ése. Me gustaba mucho.

– ¿Y qué le pasó? -quise saber, esperando otra curiosa historia de amores ilícitos o desagradables hábitos personales.

– Lo mataron -respondió Alexis sin inmutarse-. Fue en Zárskoie Selo. Un asesino arrojó una bomba al carruaje en que iba yo, pero el cochero lo vio a tiempo y azuzó los caballos antes de que me aterrizara en el regazo. El guardia iba sentado en el carruaje que seguía al mío, y la bomba le cayó a él. Lo hizo volar por los aires.

– Qué terrible -exclamé, horrorizado ante la violencia de aquel acto y súbitamente consciente del peligro que podía correr mi propia vida si velaba por tan ilustre protegido.

– Sí. Aunque mi padre dijo que se habría sentido orgulloso de morir de esa manera. Al servicio de Rusia, quiero decir. Al fin y al cabo, habría sido mucho peor que muriera yo.

Viniendo de cualquier otro niño, aquel comentario habría sonado desconsiderado y arrogante, pero el zarévich lo dijo con tanta compasión por el hombre muerto y tan profunda conciencia de su propio puesto que no lo desprecié por ello.

– Bueno, yo no tengo planes de fugarme, tirarme pedos o volar por los aires -aseguré con una sonrisa, imaginando en mi ingenuidad que podía hablarle sinceramente, teniendo en cuenta sólo su edad, no su condición-. Así que esperemos que pueda estar aquí para protegerlo un tiempo.

– ¡Yáchmenev! -me reprendió el conde Charnetski, y me volví para mirarlo, listo para disculparme, pero antes advertí cómo me miraba el zarévich, boquiabierto.

Por espacio de un instante no supe si iba a echarse a reír o llamar a los guardias para que me sacaran de allí encadenado, pero por fin se limitó a sacudir la cabeza, como si la gente corriente fuera una fuente de interés y diversión continua para él, y de esa forma iniciamos nuestra nueva relación.

En las semanas siguientes, se estableció entre nosotros una agradable informalidad. Él me indicó que lo llamara Alexis y lo tuteara, lo cual me agradó, pues pasarme el día llamando «alteza» o incluso «señor» a un niño de once años habría sido demasiado para mí. Él me llamaba Georgi, un nombre que le gustaba porque tuvo un perrito que se llamaba así, hasta que lo atropelló uno de los carruajes de su padre, cosa que me pareció de mal agüero.

El zarévich tenía unos pasatiempos regulares, y adondequiera que él iba, iba yo también. Por las mañanas asistía a misa con sus padres y luego iba derecho a desayunar y a las clases privadas con el maestro suizo monsieur Gilliard. Por las tardes salía a los jardines, aunque advertí que sus padres, pese a lo ocupados que estaban, lo tenían bien vigilado y no le permitían llevar a cabo ninguna actividad que pudiese considerarse demasiado agotadora; yo lo achacaba a su preocupación constante porque no le sucediera nada que hubiese que lamentar. Por las noches cenaba con su familia, y después se sentaba a leer un libro, o quizá a jugar conmigo al backgamon, un juego que me había enseñado en nuestra primera velada juntos y en el que aún tenía que conseguir ganarle.

Y luego estaban sus cuatro hermanas, Olga, Tatiana, María y Anastasia, en cuyas habitaciones irrumpía a la menor oportunidad, y cuyas vidas atormentaba tanto como ellas lo adoraban y mimaban. Como guardaespaldas de Alexis, yo me hallaba en compañía de las grandes duquesas gran parte del día, pero la mayoría me ninguneaba, por supuesto.

Excepto una de ellas, de la que me había enamorado.

– Olvídate de los caballos -le dije a Alexis mientras miraba por la ventanilla-. Hasta yo podría correr más rápido que este tren.

– Entonces, ¿por qué no lo haces, Georgi Danílovich? Estoy seguro de que el maquinista parará y te dejará intentarlo.

Esbocé una mueca y él soltó una risita, un claro indicio de que podía ser muchas cosas -educado, de habla refinada, inteligente, heredero de un trono, futuro líder de millones de personas-, pero que en el fondo seguía siendo lo que todo ruso había sido en un momento de su vida.

Un niño pequeño.

La zarina Alejandra Fédorovna se había opuesto a ese viaje desde el principio.

De todos los miembros de la familia imperial, era ella con quien menos contacto había tenido desde mi llegada a San Petersburgo. El zar siempre se mostraba amistoso y afable conmigo, hasta se acordaba de mi nombre la mayoría de las veces, cosa que yo consideraba un gran honor. Sin embargo, el soberano sufría mucho con el proceso de la guerra, y eso se le veía en la cara, macilenta y ojerosa. Pasaba los días en su estudio, conferenciando con sus generales, de cuya compañía disfrutaba, o con los líderes de la Duma, cuya mera existencia parecía detestar. Pero nunca permitía que sus sentimientos personales asomaran en el trato con quienes lo rodeaban. Siempre que me veía, me saludaba con cortesía y me preguntaba qué tal me iba en mi nuevo puesto. Desde luego, yo no dejaba de sentirme sobrecogido ante su figura, pero también era lo suficiente atrevido para que me agradara como persona, y me enorgullecía hallarme cerca de él.

Alejandra era distinta. Una mujer alta y atractiva, de nariz afilada y ojos inquisitivos, consideraba que una habitación estaba vacía si en ella sólo había sirvientes o guardias, y en esas ocasiones se comportaba, tanto en lo que concernía a sus actos como a sus palabras, como si estuviera sola.

– Nunca hables con ella -me dijo una noche Serguéi Stasyovich Póliakov, un guardia imperial con quien había trabado amistad debido a la proximidad de nuestros cuartos, uno junto al otro; nuestras camas estaban separadas tan sólo por un fino tabique a través del cual lo oía roncar por las noches. Me llevaba dos años, pero a sus dieciocho seguía siendo uno de los miembros más jóvenes del regimiento de élite del conde Charnetski, y me halagaba que me tuviera por amigo, pues parecía mucho más desenvuelto y cómodo en el palacio que yo-. Consideraría una enorme falta de respeto por tu parte que intentaras entablar conversación con ella.

– Ni se me ocurriría -le aseguré-. Pero a veces nuestras miradas se cruzan en una habitación y no sé si debo saludarla o inclinarme ante ella.

– Tú puedes mirarla a los ojos, Georgi -rió-, pero créeme si te digo que ella no va a mirarte a ti. La zarina ve a través de personas como tú y yo. Somos fantasmas, todos nosotros.

– Yo no soy ningún fantasma -repliqué, sorprendido al sentirme insultado-. Soy un hombre.

– Sí, sí -repuso, apagando un cigarrillo con el tacón de la bota cuando se levantaba para irse; guardó la parte que no se había fumado en el bolsillo de la guerrera, para después-. Pero debes recordar cómo fue educada la zarina. Su abuela era la reina inglesa, Victoria. Semejante educación no te convierte en una persona sociable. Ella nunca habla con ningún criado si puede evitarlo.

Por supuesto, todo aquello me pareció perfectamente razonable. Yo no tenía reyes o príncipes en mi genealogía-ni siquiera sabía el nombre de algunos de mis abuelos-, así pues, por qué iba a dignarse conversar conmigo la emperatriz de Rusia. De hecho, yo sentía tal nerviosismo ante la familia imperial que nunca esperaba que ninguno de ellos reparara siquiera en mi presencia, pero al advertir lo gentiles que eran su esposo y sus hijos, me preguntaba a veces qué habría hecho para ofender a la zarina.