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La había visto en mi primera noche en el palacio, por supuesto, aunque entonces ignoraba quién era la dama arrodillada en el reclinatorio de espaldas a mí. Aún recordaba sus rezos febriles y cuánta devoción parecía sentir por su Dios. Y no había olvidado aquella aterradora y tenebrosa visión que se alzó ante mí, el sacerdote que me miró esbozando una malévola sonrisa. Aunque nuestras sendas todavía tenían que volver a cruzarse, esa imagen me obsesionaba desde entonces.

El inconveniente de que la emperatriz se negase a reconocer mi presencia era que no le importaba esgrimir una conducta poco regia cuando me hallaba en la habitación, algo que en ocasiones me avergonzaba, como sucedió dos días antes de subir al tren imperial, cuando el zar propuso llevarse a Alexis al cuartel general del ejército.

– ¡Nico! -exclamó la zarina, entrando en uno de los salones de la planta superior del palacio cuando su marido estaba perdido en sus pensamientos, trabajando en sus papeles.

Yo me había sentado en un rincón oscuro, pues mi protegido Alexis estaba tendido en el suelo, entretenido con un tren de juguete cuyas vías había montado allí. Cómo no, los vagones estaban chapados en oro y las vías eran de fino acero. Padre e hijo no me hacían ningún caso, por supuesto, y mantenían una conversación intermitente. Pese a estar concentrado en su trabajo, había advertido que el zar parecía más cómodo cuando tenía cerca a Alexis, y que alzaba la vista con ansiedad siempre que el niño abandonaba la habitación por algún motivo.

– Nico, dime que lo he entendido mal.

– ¿Que lo has entendido mal? -repitió el zar, levantando la vista de sus papeles con ojos cansados, y por un instante me pregunté si se habría quedado dormido.

– Ana Vírubova dice que vas a viajar el jueves a Moguiliov para visitar al ejército, ¿no es así?

– En efecto, Sunny -repuso él; el zar la llamaba así, pero aquel alegre nombre no parecía encajar con la conducta muchas veces hosca de la zarina. Me pregunté si la juventud y el idilio de ambos se habrían desarrollado de manera muy distinta de la que vivían ahora-. Le escribí al primo Nicolás hace una semana y le dije que pasaría unos días allí para animar a las tropas.

– Sí, sí -repuso ella con desdén-. Pero no vas a llevarte a Alexis, ¿verdad? Me han dicho que…

– Tenía la intención de llevármelo, sí -la interrumpió en voz baja, apartando la mirada, como si fuera consciente de la discusión que se avecinaba.

– Pero no puedo permitirlo, Nico -exclamó la zarina.

– ¿Que no puedes permitirlo? -repitió él con un dejo divertido en su tono amable-. ¿Y por qué no?

– Ya sabes por qué. No es un lugar seguro.

– Ningún sitio es seguro ya, Sunny, ¿o no te habías dado cuenta? ¿No sientes las nubes de tormenta que se forman a nuestro alrededor? -Titubeó un instante y las comisuras del bigote se le levantaron un poco cuando trató de sonreír-. Yo sí.

Ella abrió la boca para protestar, pero el comentario del zar pareció confundirla y se giró hacia su hijo, sentado en el suelo a unos metros de allí, que había alzado la vista de sus trenes y observaba la escena. La dama esbozó una breve sonrisa, una sonrisa ansiosa, y se frotó las manos con nerviosismo antes de volverse otra vez hacia su marido.

– No, Nico. No; insisto en que se quede conmigo. El viaje será extenuante. Y luego quién sabe qué condiciones lo aguardan allí. En cuanto a los peligros en Stavka, ¡no necesito explicártelos! ¿Y si un bombardero alemán localiza vuestra posición?

– Sunny, nos enfrentamos a esos peligros a diario -expuso él con tono agotado-. Y en ningún sitio es más fácil localizarnos que aquí, en San Petersburgo.

– Tú te enfrentas a esos peligros, sí. Y yo me enfrento a ellos. Pero Alexis no. No nuestro hijo.

El zar cerró los ojos un segundo antes de ponerse en pie y dirigirse a la ventana, donde miró hacia el río Neva.

– Debe ir -declaró al fin, volviéndose para mirar a su esposa-. Ya le he dicho al primo Nicolás que me acompañará. Se lo habrá comunicado a las tropas.

– Entonces dile que has cambiado de opinión.

– No puedo hacer eso, Sunny. Su presencia en Moguiliov les dará muchos ánimos. Ya sabes cuán desalentados se han sentido últimamente, cómo ha ido decayendo la moral. Lees tantos despachos como yo, te he visto con ellos en tu gabinete. Cualquier cosa que podamos hacer para animar a los hombres…

– ¿Y crees tú que un niño de once años puede lograrlo? -preguntó ella con una risa amarga.

– Pero no es tan sólo un niño de once años, ¿verdad? Es el zarévich. Es el heredero del trono de Rusia. Es un símbolo…

– ¡Oh, cómo detesto que hables así de él! -espetó Alejandra, caminando de aquí para allá, furiosa, pasando ante mí como si no fuera otra cosa que una tira de papel pintado en la pared o un sofá de adorno-. Para mí no es un símbolo. Es mi hijo.

– Sunny, es más que eso, y tú lo sabes.

– Pero mamá, yo quiero ir -dijo una vocecita desde la alfombra, la voz de Alexis, que se quedó mirando a su madre con franqueza y adoración en los ojos. Unos ojos como los de ella, según advertí. Se parecían mucho.

– Ya sé que quieres ir, cariño. -Se inclinó para besarlo en la mejilla-. Pero no es un sitio seguro para ti.

– Tendré cuidado, te lo prometo.

– Tus promesas me parecen estupendas. Pero ¿y si tropiezas y te caes? ¿Y si te explota una bomba cerca? O, que Dios no lo quiera, ¿y si te explota una bomba encima?

Sentí la necesidad desesperada de sacudir la cabeza y soltar un suspiro, pensando que era la madre que más sobreprotegía a su retoño. ¿Y qué si se caía? Vaya idea tan ridícula. El zarévich tenía once años. Debería caerse una docena de veces al día. Sí, y volver a levantarse.

– Sunny, el niño necesita verse expuesto al mundo real -declaró el zar con tono más firme, como si su decisión estuviese tomada y no fuera a permitir mayor debate-. Ha estado toda la vida metido en palacios y envuelto entre algodones. Piensa una cosa: ¿y si mañana mismo me ocurre algo y él tiene que ocupar mi puesto? No sabe nada de lo que supone ser zar. Yo mismo apenas sabía nada cuando perdimos a nuestro querido padre, y era un hombre de veintiséis años. ¿Qué esperanza tendría Alexis en semejantes circunstancias? Se pasa la vida aquí, contigo y las chicas. Ya va siendo hora de que aprenda algunas de sus responsabilidades.

– Pero el peligro que hay, Nico… -imploró ella, precipitándose hacia su esposo para asirle las manos-. Tienes que ser consciente de eso. He consultado con la mayor cautela sobre este asunto. Le he preguntado al padre Grigori qué opina del plan, antes de acudir aquí. De modo que ya ves, no he sido tan impetuosa como podrías pensar. Y él me ha dicho que era una idea poco sensata. Que deberías reconsiderar…

– ¿El padre Grigori me dice qué debo hacer? -exclamó el zar, perplejo-. El padre Grigori piensa que sabe gobernar este país mejor que yo, ¿no es eso? ¿Que sabe ser mejor padre para Alexis que el hombre que lo engendró?

– Es un hombre de Dios -protestó la zarina-. Habla con alguien más poderoso que el zar.

– ¡Oh, Sunny! -bramó él con ira y frustración, apartándose de su mujer-. No puedo mantener de nuevo esta conversación. ¡No puedo tenerla todos los días! Ya basta, ¿me oyes? ¡Basta!

– Pero… ¡Nico!

– ¡Nada de peros! Sí, soy el padre de Alexis, pero también soy el padre de millones de personas más y también tengo responsabilidades con respecto a su protección. El niño irá conmigo a Moguiliov. Estará bien cuidado, te lo aseguro. Derevenko y Féderov nos acompañarán, de modo que si ocurre algo habrá médicos para atenderlo. Gilliard también vendrá, para que no se retrase en sus estudios. Habrá soldados y guardaespaldas para ocuparse de él. Y Georgi no se apartará de su lado ni un minuto.