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– ¿Georgi? -inquirió la zarina con el rostro contraído por la sorpresa-. ¿Y quién es Georgi, si puedo preguntarlo?

– Sunny, ya lo conoces. Lo has visto al menos diez o doce veces.

El zar hizo un gesto con la cabeza en mi dirección, y yo tosí suavemente y me incorporé para emerger de las sombras. La emperatriz me miró como si no tuviera la menor idea de qué hacía yo allí o por qué reclamaba su atención, antes de apartar de nuevo la vista y dirigirse hacia su marido.

– Si le ocurre algo, Nico…

– No va a ocurrirle nada.

– Pero si le ocurre algo, te prometo…

– ¿Me prometes qué, Sunny? -repuso él secamente-. ¿Qué me prometes?

La zarina titubeó, con el rostro muy cerca del de su esposo, pero no dijo nada. Derrotada, se volvió para mirarme con frialdad antes de bajar la vista hacia su hijo y esbozar otra sonrisa de felicidad, como si no hubiese una visión más hermosa en ningún lugar del mundo.

– Alexis -dijo con voz dulce, tendiendo una mano-. Alexis, deja esos juguetes y ven con tu madre, ¿quieres? Ya debe de ser tu hora de cenar.

El niño asintió y se incorporó para darle la mano y seguirla.

– ¿Y bien? -espetó entonces el zar con tono gélido y colérico, mirándome-. ¿A qué estás esperando? Ve con él. Asegúrate de que esté a salvo. Para eso estás aquí.

El cuartel general del ejército ruso, Stavka, estaba situado en lo alto de una colina, en la que fuera la residencia del gobernador provincial antes de que éste se viese obligado a trasladarse para conservar al menos una región que administrar cuando la guerra concluyera. La enorme mansión ocupaba varias hectáreas de terreno, con las suficientes cabañas alrededor para albergar a todo el personal militar que estuviese de paso.

El gran duque Nicolás Nikoláievich, emplazado de forma casi permanente en Stavka, ocupaba la segunda mejor alcoba del edificio, una habitación tranquila en la primera planta que daba al jardín en que el gobernador había intentado sin éxito cultivar hortalizas en la tierra congelada. La mejor habitación, sin embargo, una gran suite en la última planta con despacho y cuarto de baño privados, estaba libre en todo momento para cuando el zar acudía a inspeccionar las tropas. Desde las ventanas de celosía se contemplaba una vista apacible de montañas distantes, y en las noches tranquilas se oía fluir el agua en los riachuelos cercanos, ofreciendo la ilusión de que el mundo estaba en paz y de que llevábamos vidas inocentes y rurales en la serenidad de la Bielorrusia oriental. Durante nuestra visita, el zar compartió esa habitación con Alexis, mientras que a mí me facilitaron una litera en un saloncito de la planta baja, que compartía con tres guardaespaldas más -entre ellos mi amigo Serguéi Stasyovich-, cuya responsabilidad se limitaba a la protección del zar.

Fue un verdadero placer ver juntos al zar y el zarévich durante ese tiempo, pues nunca había observado a un padre y un hijo que disfrutaran tanto de su mutua compañía. En Kashin, todo el mundo habría fruncido el entrecejo ante esa clase de afecto; entre nosotros, lo más cercano al cariño filial era el respeto que mi viejo amigo Kolek le mostraba a su padre Borís. Pero ahora presenciaba una calidez y un cariño naturales entre padre e hijo que me hacían envidiar su relación y que aumentaban al verse alejados del rigor de la vida de palacio. En esos momentos pensaba con frecuencia en Danil, con pesar.

El zar insistió desde el principio en que no trataran a Alexis como a un niño, sino como al heredero del trono ruso. Ninguna conversación se consideraba demasiado privada o seria para sus oídos. No había imagen alguna que no pudiesen ver sus ojos. Cuando Nicolás salía a caballo a visitar a las tropas, Alexis cabalgaba a su lado mientras Serguéi, los demás guardaespaldas y yo los seguíamos muy de cerca. Cuando pasaba revista, los soldados se mantenían firmes y contestaban a las preguntas del emperador mientras el niño esperaba en silencio junto a su padre, educado y atento, escuchando cuanto se decía y asimilando cada palabra.

Y cuando visitábamos los hospitales de campaña, algo que hacíamos con frecuencia, Alexis no mostraba indicios de aprensión o espanto, pese a las terribles escenas que teníamos delante.

En un campamento en particular, el séquito entero entró en una tienda gris abovedada donde un grupo de médicos y enfermeras atendían a unos cincuenta o sesenta soldados heridos, que yacían en camastros tan cerca unos de otros que casi parecían formar un gran colchón sobre el que todos pudiesen morir. El olor a sangre, a miembros en descomposición y carne podrida pendía en el ambiente; cuando entramos, ansié volver a salir al aire fresco y mi rostro se contrajo de asco mientras mi garganta luchaba contra las arcadas. El zar no dio muestras de sentir una repugnancia similar; tampoco Alexis permitió que aquellos horrores sensoriales lo abrumaran. De hecho, cuando tosí me miró y percibí una inconfundible desaprobación en su cara, que me avergonzó, pues él no era más que un niño, cinco años menor que yo, y sin embargo actuaba con mayor dignidad. Humillado, luché contra mi repugnancia y seguí al grupo imperial que se movía de un lecho a otro.

El zar habló con todos los hombres, inclinándose hacia ellos para que la conversación tuviese alguna semblanza de intimidad. Algunos eran capaces de contestarle en susurros; otros, no tenían ni fuerzas ni serenidad para hablar. Todos parecieron abrumados por el hecho de que el zar en persona se hallase entre ellos; quizá, presas de la fiebre, pensaron que simplemente lo imaginaban. Fue como si el mismísimo Jesucristo hubiese entrado en la tienda para ofrecerles su bendición.

A mitad de recorrido, Alexis soltó la mano de su padre, avanzó entre los camastros hasta el extremo opuesto y empezó a hablar con los hombres, imitando al zar. Se sentó a su lado, y lo oí decir que había recorrido todo ese camino desde San Petersburgo para estar con ellos. Les contó que su montura era un caballo de batalla, pero que habíamos cabalgado despacio para que él no sufriera ningún daño. Habló de cuestiones sin demasiado interés, de cosas intrascendentes que para él debían de revestir una importancia tremenda, pero los pacientes apreciaron la sencillez de sus palabras y quedaron cautivados. Cuando llegaron al final de la hilera, advertí que el zar se giraba para observar a su hijo, el cual le ponía un pequeño icono en las manos a un hombre que había quedado ciego en un ataque. Volviéndose hacia uno de sus generales, el emperador hizo un rápido comentario que no oí, y el otro asintió con la cabeza y observó cómo el zarévich acababa su conversación.

– ¿Ocurre algo, padre? -quiso saber Alexis al descubrir que todas las miradas estaban fijas en él.

– Nada en absoluto, hijo mío -repuso el zar, y tuve la certeza de captar una nota de emoción en sus palabras, tan abrumado estaba por la mezcla de compasión hacia el sufrimiento de aquellos hombres y el orgullo ante la resistencia de su hijo-. Pero ven, ya es hora de que nos marchemos.

No vi al gran duque Nicolás Nikoláievich, cuya vida había salvado y cuyo agradecimiento me había conducido a esa nueva vida, hasta más de una semana después de nuestra llegada a Stavka. Cuando nos reencontramos, él acababa de regresar del frente, donde había liderado a las tropas con distintos grados de éxito, y había vuelto a Moguiliov para consultar a su primo el zar y planear la estrategia de otoño.

Yo había entrado en la casa procedente del jardín, donde Alexis estaba construyendo un fuerte entre unos árboles, cuando vi que aquel hombretón recorría el pasillo a grandes zancadas hacia mí. Mi impulso inicial fue darme la vuelta y echar a correr de nuevo hacia el jardín, pues su gran estatura y su corpulencia indicaban una presencia muy intimidante, casi más que la del propio zar, pero fue demasiado tarde para huir, pues me había visto y me saludaba con un ademán.

– ¡Yáchmenev! -bramó al acercarse, tapando prácticamente la luz que entraba por las puertas abiertas-. Eres tú, ¿verdad?