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– Sí, señor, soy yo -admití, ofreciéndole una respetuosa reverencia-. Me alegra verlo de nuevo.

– ¿Te alegra? -preguntó, aparentemente sorprendido-. Bueno, pues yo me alegro de oírlo. De modo que aquí estás -añadió, mirándome de arriba abajo para decidir si aún contaba con su aprobación-. Pensé que podía funcionar. Le dije al primo Nico: «Conocí a un muchacho en un pueblucho de mala muerte, un chaval muy valiente. No es gran cosa, la verdad. No le irían mal unos centímetros más de altura y un poco más de músculo, pero aun así no es mal tipo. Podría ser lo que andas buscando para ocuparse del pequeño Alexis.» Me alegra comprobar que me escuchó.

– Tiene usted toda mi gratitud, señor, por el gran cambio que ha habido en mis circunstancias.

– Sí, sí -repuso con un gesto despreciativo-. Esto es un poco distinto de… ¿dónde nos conocimos?

– En Kashin, señor.

– Ah, sí, Kashin. Un sitio espantoso. Tuve que colgar al chiflado que pretendía pegarme un tiro. En realidad no quería hacerlo, porque sólo era un crío, pero no hay excusa para semejante diablura. Había que convertirlo en ejemplo para los demás. Lo entiendes, ¿verdad?

Asentí con la cabeza, pero no dije nada. Intentaba no pensar demasiado en mi participación en la muerte de Kolek, pues me sentía tremendamente culpable por la forma en que me había beneficiado de ella. Además, echaba de menos su compañía.

– Era amigo tuyo, ¿no? -preguntó el gran duque al cabo de unos instantes, captando mi reticencia.

– Crecimos juntos. A veces él tenía ideas extrañas, pero no era mala persona.

– No estoy tan seguro -replicó encogiéndose de hombros-. Al fin y al cabo, me apuntó con una pistola.

– Sí, señor.

– Bueno, todo eso ha quedado atrás. La supervivencia de los mejores y todas esas cosas… Por cierto, ¿dónde está el zarévich? ¿No se supone que tienes que estar a su lado en todo momento?

– Está fuera, ahí mismo. -Indiqué con la cabeza el bosquecillo en que el niño arrastraba unos troncos por la hierba para construir su fuerte.

– Estará bien ahí solo, ¿no? -quiso saber el gran duque, y no pude evitar un suspiro de frustración.

Llevaba casi dos meses ocupándome del zarévich, y nunca me había encontrado con un niño tan criado entre algodones. Sus padres se comportaban como si pudiera partirse en dos en cualquier instante. Y ahora el gran duque insinuaba que no podía quedarse solo, no fuera a hacerse daño. «No es más que un niño -deseaba gritarles a veces-. ¡Un niño! ¿Acaso no fuisteis niños alguna vez?»

– Puedo volver con él si lo prefiere. Sólo había entrado un momento a…

– No, no -se apresuró a decir, sacudiendo la cabeza-. Seguro que sabes lo que haces. No me corresponde a mí decirle al criado de otro hombre cómo ha de llevar a cabo su trabajo.

Me irritó un poco semejante caracterización. El criado del zar. ¿Eso era yo? Bueno, por supuesto que sí. Difícilmente era un hombre libre. Pero, aun así, fue desagradable oírlo en voz alta.

– ¿Y te has adaptado bien a tus nuevas obligaciones? -inquirió.

– Sí, señor -respondí con sinceridad-. La verdad es que… bueno, quizá sea una forma inadecuada de decirlo, pero disfruto mucho con ellas.

– No me parece nada inadecuado, muchacho. -Soltó un leve bufido y luego se sonó la nariz con un pañuelo blanco-. No hay nada mejor que un tipo que disfruta con lo que hace. Así el día pasa mucho más rápido. ¿Y qué tal tienes ese brazo? -añadió, dándome un puñetazo tan fuerte donde había penetrado la bala que hube de contenerme para no gritar de agonía o devolverle el golpe, un acto que habría tenido consecuencias nefastas para mí.

– Mucho mejor, señor -contesté apretando los dientes-. Tengo una cicatriz, como usted predijo, pero…

– Un hombre debe tener cicatrices -declaró-. Yo tengo por todas partes, ¿sabes? Mi cuerpo está lleno. Desnudo, parece que me haya arañado un gato rabioso. Algún día te las enseñaré.

Me quedé boquiabierto, perplejo ante aquel comentario. Lo último que deseaba era que me ofrecieran un recorrido por las cicatrices del gran duque.

– No hay un solo hombre en este ejército que no tenga cicatrices -continuó, ajeno a mi sorpresa-. Tómatelo como una marca de honor, Yáchmenev. Y en cuanto a las mujeres… Bueno, cuando la vean, te prometo que les gustará más de lo que imaginas.

Me ruboricé, como el inocente que era, y miré al suelo en silencio.

– Por todos los santos, muchacho -dijo el duque riendo un poco-. Te has puesto como un tomate. Ya has estado enseñándoles esa cicatriz a todas las fulanas del Palacio de Invierno, ¿no es así?

No dije nada. La verdad es que no había hecho nada semejante, pues seguía siendo tan inocente respecto a los placeres carnales como el día que nací. No me interesaban las fulanas, aunque tenía acceso a ellas porque eran un ingrediente básico de la vida en palacio. Tampoco eran objeto de mi interés las mujeres que no requerían compensación por sus encantos. Sólo una muchacha me interesaba, pero era imposible decir su nombre, pues se trataba de un afecto tan inapropiado que revelarlo podría costarme la vida. Lo último que iba a hacer era admitirlo ante Nicolás Nikoláievich.

– Bueno, pues me alegro por ti, muchacho -dijo entonces, volviendo a golpearme en el brazo-. Eres joven. Haces bien en buscar tus placeres donde… ¡Dios santo!

Su repentino cambio de tono me hizo alzar la vista. Él ya no me miraba a mí, sino a través de la ventana hacia el jardín, donde progresaba el fuerte del zarévich. Sin embargo, no había ni rastro de Alexis, y al seguir la dirección de la mirada del gran duque lo vi por fin, a unos cinco metros del suelo, encaramado en la gruesa rama de un roble.

– Alexis -susurró el gran duque con temor.

– ¡Eh, hola! -exclamó el niño desde su mirador, y por su tono supimos que estaba encantado de haber trepado tan alto-. Primo Nicolás, Georgi, ¿no me veis?

– ¡Alexis, quédate donde estás! -bramó el gran duque y corrió hacia el jardín-. No te muevas, ¿me oyes? Quédate exactamente donde estás. Voy a buscarte.

Lo seguí rápidamente al exterior, asombrado de que se tomase la cosa tan en serio. El chico se las había apañado para trepar al árbol, así que bajar no le sería mucho más difícil. Sin embargo, Nicolás Nikoláievich corría hacia el roble como si nuestra vida y el destino de la propia Rusia dependieran de rescatarlo.

Pero ya era tarde. Ver a aquel hombre monstruoso cargando hacia él fue demasiado para el niño, que intentó incorporarse y descender por el tronco, convencido quizá de que había infringido alguna norma desconocida y lo más sensato sería huir antes de que lo pillaran y castigaran, pero se le enredó el pie en una rama, y al cabo de un instante brotó un gritito de sus labios mientras trataba de afianzarse en una de las ramas más pequeñas, antes de caer ruidosamente al suelo. Entonces se incorporó hasta sentarse, se frotó la cabeza y el codo, y nos sonrió como si todo el episodio hubiese supuesto una gran sorpresa para él, no del todo desagradable.

Le devolví la sonrisa. Al fin y al cabo, el chico estaba bien. Había sido una travesura infantil y no había sufrido ningún daño.

– Rápido -dijo el gran duque, girándose hacia mí con el semblante pálido-. Ve a buscar a los médicos. Tráelos de inmediato, Yáchmenev.

– Pero si está bien, señor -protesté, sorprendido ante la seriedad con que se tomaba el asunto-. Mírelo, sólo…

– ¡Tráelos ahora mismo, Yáchmenev! -rugió con una ira que casi me derribó, y esa vez no titubeé.

Eché a correr en busca de ayuda.

Y al cabo de unos minutos la vida de la casa entera se detuvo con absoluto dramatismo.

Llegó el anochecer, y pasó sin que se sirviera la cena; la velada transcurrió sin distracción alguna. Finalmente, poco después de las dos de la madrugada, encontré una excusa para salir de la habitación en que los demás guardias imperiales se habían reunido, cada uno mirándome con mayor desprecio que el anterior, y me dirigí a mi litera, donde sólo deseaba cerrar los ojos, dormirme y dejar atrás los acontecimientos de aquel día espantoso.