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En el tiempo transcurrido entre el accidente y la madrugada, había abrigado sentimientos como la confusión, la ira y la autocompasión, pero seguía ignorando por qué se consideraba tan terriblemente desastrosa la caída de Alexis, pues el niño no mostraba ningún indicio de estar herido aparte de pequeñas magulladuras en el codo, la pierna y el torso. Pero sí había empezado a comprender que toda aquella preocupación por el zarévich no era únicamente por su proximidad al trono, sino que había una razón más seria. Al mirar atrás, recordé conversaciones con el zar, con algunos guardias, incluso con el propio Alexis, en que se insinuaban cosas sin declararlas del todo, y maldije mi estupidez por no haber procurado averiguar más.

Mientras recorría los pasillos, cada vez más abatido, se abrió una puerta a mi izquierda, y antes siquiera de que pudiese ver de quién se trataba, una mano me asió de la solapa para levantarme prácticamente del suelo y meterme en la habitación.

– ¿Cómo has podido ser tan estúpido? -me increpó Serguéi Stasyovich, cerrando la puerta y haciéndome girar para mirarme a la cara.

Para mi gran sorpresa descubrí que, aparte de él, la única persona en la habitación era una de las hermanas de Alexis, la gran duquesa María, que estaba de espaldas a una ventana, con la cara pálida y los ojos enrojecidos por las lágrimas. Uno de los guardias había mencionado antes que la zarina Alejandra había llegado ya de San Petersburgo, y al oírlo sentí una súbita oleada de esperanza al pensar que quizá no habría acudido sola.

– ¿Por qué no estabas vigilándolo, Georgi?

– Sí que estaba vigilándolo, Serguéi -repliqué, molesto ya porque el mundo entero pareciese haber decidido que todo lo ocurrido era culpa de un pobre mujik de Kashin-. Me encontraba con él en el jardín, y él no estaba haciendo nada peligroso. Entré en la casa sólo unos instantes y me distraje con…

– No deberías haberlo dejado solo -intervino María dando un paso hacia mí.

Le hice una profunda reverencia, que ella despreció con un ademán como si fuera un insulto. Tenía la misma edad que yo, pues ambos habíamos cumplido diecisiete años unos días antes, y era una belleza de porcelana que hacía girarse a los hombres siempre que entraba en una habitación. Algunos la consideraban la hija más hermosa del zar. Pero yo no.

– Esto es lo que pasa cuando se permiten aficionados en nuestras filas -dijo Serguéi, y con gesto de frustración se puso a caminar de aquí para allá-. Oh, lamento decir eso, Georgi; no es precisamente culpa tuya, pero no tienes la experiencia necesaria para tanta responsabilidad. Fue una ridiculez por parte de Nicolás Nikoláievich recomendarte. ¿Sabes cuánto tiempo me he entrenado yo para proteger al zar?

– Bueno, sólo tienes dos años más que yo, así que no acabo de ver la diferencia -espeté, pues malditas las ganas que tenía de que me hablara con ese tono de superioridad.

– Y lleva ocho años en palacio -adujo la gran duquesa, acercándoseme, furiosa por mi comentario-. Serguéi ha pasado su juventud en el cuerpo de pajes. ¿Sabes siquiera qué es? -Me miró con desdén y negó con la cabeza. Y contestó a su propia pregunta-: Por supuesto que no lo sabes. Serguéi fue uno de los ciento cincuenta niños reclutados entre la nobleza de la corte para adiestrarlos según los métodos de la Guardia Imperial. Y sólo los mejores miembros de ese cuerpo son designados para proteger a mi familia. Ha aprendido a diario qué debe vigilar, dónde reside el peligro, cómo impedir que suceda cualquier tragedia. ¿Tienes idea de cuántos de mis antepasados y parientes han sido asesinados? ¿No te das cuenta de que la muerte nos pisa los talones a mis hermanos y a mí en cada instante del día? Sólo podemos confiar en nuestras plegarias y nuestros guardias. Serguéi Stasyovich es la clase de hombro que necesitamos cerca de nosotros. Y no alguien como tú.

Sacudió la cabeza y me miró con lástima. Encontré extraordinario que su ira pareciese dividida entre lo ocurrido a su hermano y lo que yo había dicho de Serguéi. ¿Qué era éste para María, al fin y al cabo, aparte de un guardia imperial? Por su parte, el objeto de su defensa estaba ahora echando chispas junto a la ventana, y observé que María se le acercaba para hablarle en voz baja, tras lo cual Serguéi movió la cabeza y dijo que no. Me pregunté si María no estaría un poco enamorada de él, pues era un joven alto y apuesto, con penetrantes ojos azules y una melena rubia que le daba más aspecto de ario que de ruso.

– No sé qué se espera de mí -dije al fin, tan disgustado que estaba al borde de las lágrimas-. He velado por el zarévich cuanto he podido desde que me encomendaron su vigilancia. Fue un accidente, ¿por qué es tan difícil de entender? Los niños pequeños tienen accidentes.

– Ve a dormir un poco, Georgi -dijo Serguéi en voz baja, y me dio unas compasivas palmaditas en el hombro. Le aparté la mano, pues no quería que se mostrara condescendiente conmigo-. Mañana va a ser un día movido, sin duda. Querrán hablar contigo. No ha sido culpa tuya, en realidad no. La verdad es que deberían habértelo contado antes. Quizá si lo hubieses sabido…

– ¿Si lo hubiese sabido? -pregunté frunciendo el entrecejo, confuso-. ¿Si hubiese sabido qué?

– Vete -insistió, abriendo la puerta para empujarme al pasillo.

Iba a protestar, pero Serguéi hablaba de nuevo con la gran duquesa en voz baja. Sintiéndome de más, y frustrado ante la situación, me alejé con rapidez, no hacia mi lecho como había planeado al principio, sino de vuelta al jardín en que se habían iniciado los acontecimientos.

Esa noche había luna llena, y me dirigí al mismo sitio en que había hablado con el gran duque aquella tarde, satisfecho de estar a solas con mis pensamientos y remordimientos. Fuera soplaba una leve brisa; cerré los ojos ante las puertas abiertas y dejé que la brisa me envolviera, imaginando que me hallaba lejos de allí, en un lugar donde no se esperaba tanto de mí. En la oscuridad, en la sombría soledad de aquel pasillo en Stavka, encontré cierta paz, un pequeño respiro del drama que nos había asolado a lodos durante la tarde y la noche.

Oí pisadas por el pasillo antes de que se me ocurriera siquiera volverme. Había cierta urgencia en ellas, una determinación que me puso nervioso.

– ¿Quién anda ahí? -pregunté. Pese a lo que pudiesen pensar Serguéi y la gran duquesa María, esos últimos meses me habían enseñado formas cada vez más ingeniosas de enfrentarme a un supuesto asesino, pero sin duda no habría ninguno allí, nada menos que en el cuartel general del ejército-. ¿Quién anda ahí? -repetí, más alto esta vez, preguntándome si tendría oportunidad de redimirme a los ojos de la familia imperial antes de que saliera el sol-. Date a conocer.

Cuando dije eso, la figura emergió por fin al resplandor de la luna y, antes de que pudiera contener el aliento, estaba frente a mí, levantando una mano en el aire para, con un movimiento rápido y decidido, darme una sonora bofetada. La fuerza y el inesperado gesto me pillaron tan por sorpresa que retrocedí, tropecé y caí al suelo, aterrizando dolorosamente sobre un codo, pero no grité, sino que me quedé allí sentado, perplejo y acariciándome la dolorida mandíbula.

– ¡Imbécil! -me espetó la zarina dando otro paso hacia mí, y yo retrocedí un poco, como un cangrejo en la playa, aunque no parecía que tuviese intención de pegarme de nuevo-. ¡Maldito imbécil! -repitió, con la voz transida de rabia y temor.

– Majestad -dije, poniéndome en pie. Había una expresión de absoluto espanto en sus ojos, un pánico como el que yo no había visto hasta entonces-. No paro de decirle a todo el mundo que fue un accidente. No sé cómo…