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– No podemos permitirnos accidentes -me interrumpió-. ¿Qué sentido tienes tú si no velas por mi hijo, si no lo mantienes a salvo?

– ¿Qué sentido tengo yo? -repetí, sabiendo que no me gustaba esa expresión, aunque viniese de la emperatriz de Rusia-. No puedo tenerlo controlado cada instante del día. Es un niño. Va en busca de aventura.

– Se cayó de un árbol, es lo que me han contado. ¿Qué hacía en un árbol, para empezar?

– Se subió a él. El zarévich estaba construyendo un fuerte. Supongo que buscaba más madera y…

– ¿Por qué no estabas con él? ¡Deberías haber estado con él!

Sacudí la cabeza y aparté la vista, sin entender que pretendiera que estuviese siempre junto a su hijo. Era un niño activo y se me escapaba continuamente.

– Georgi… -La zarina se llevó las manos a las mejillas, soltando un profundo suspiro-. Georgi, no lo comprendes. Le dije a Nico que deberíamos habértelo explicado.

– ¿Explicado? -repetí, levantando la voz pese a nuestra diferencia de rango, pues, fuera lo que fuese, ya no podían ocultármelo más-. ¿El qué? ¡Dígamelo, por favor!

– Escucha -indicó ella, llevándose un dedo a los labios.

Miré alrededor, esperando oír algo que lo explicara todo.

– ¿Qué? No oigo nada.

– Ya lo sé. Ahora todo está en silencio. No se oye nada. Pero dentro de una hora, quizá menos, los gritos de mi hijo resonarán en estos pasillos cuando dé comienzo su agonía. La sangre en torno a sus heridas no se coagulará. Y entonces empezará el sufrimiento. Y quizá te parezca que nunca has oído unos gritos tan angustiados, pero… -Soltó una carcajada breve y amarga mientras sacudía la cabeza-. Pero no serán nada, nada, en comparación con lo que vendrá después.

– No fue una caída grave -protesté con escasa convicción, pues empezaba a comprender que había un motivo para aquel exceso de protección.

– Unas cuantas horas después comenzará el dolor de verdad -continuó-. Los médicos no podrán contener el flujo de sangre, pues todas sus heridas son internas, y resulta imposible operarlo porque no podemos permitir que sangre aún más. Como no tendrá forma natural de liberarse, la sangre invadirá sus músculos y articulaciones, intentando ocupar espacios que ya están llenos, expandiendo aún más esas zonas dañadas. Entonces él empezará a padecer de un modo inimaginable. Se lamentará y luego gritará. Se pasará una semana gritando, quizá más. ¿Puedes imaginar esa clase de sufrimiento, Georgi? ¿Puedes imaginar cómo ha de ser gritar durante tanto tiempo?

Me quedé mirándola sin decir nada. Por supuesto que no podía imaginarlo. La idea misma era inconcebible.

– Y durante todo ese tiempo perderá y recobrará el conocimiento, pero en general estará despierto para experimentar el dolor -prosiguió la zarina-. Todo su cuerpo será presa de ataques, y delirará. Se debatirá entre pesadillas, aullidos de dolor y ruegos de que su padre o yo lo ayudemos, de que aliviemos su sufrimiento, pero no habrá nada que podamos hacer. Nos sentaremos junto a su lecho, le hablaremos, le cogeremos la mano, pero no lloraremos, porque no podemos mostrarnos débiles delante de él. Y todo eso durará hasta quién sabe cuándo. Y entonces, ¿sabes qué podría ocurrir, Georgi?

– ¿Qué? -quise saber.

– Pues que podría morir -contestó con frialdad-. Mi hijo podría morir. Rusia podría quedarse sin heredero. Y todo porque le permitiste trepar a un árbol. ¿Lo comprendes ahora?

No supe qué decir. El niño tenía lo que llamaban «la enfermedad real», una dolencia sobre la que había oído cotillear a los criados pero a la que no había prestado mucha atención; sólo más adelante supe que se llamaba hemofilia. La difunta reina de Inglaterra, Victoria, abuela de la zarina, la padecía, y como había casado a la mayoría de sus hijos y nietos con los príncipes y princesas de Europa, la enfermedad era un vergonzoso secreto en muchas cortes reales. Incluida la nuestra. Pensé con amargura que deberían habérmelo contado. Deberían haber confiado en mí. Porque, al fin y al cabo, habría preferido clavarme un cuchillo en el corazón a causarle algún sufrimiento al zarévich.

– ¿Puedo verlo? -pregunté, y la zarina sonrió un instante, lo que suavizó levemente su expresión, antes de darse la vuelta y desaparecer de nuevo en las sombras del largo pasillo, en dirección a los aposentos del zarévich-. ¡Quiero verlo! -exclamé entonces, sin considerar siquiera lo impropio de mi conducta-. ¡Por favor, debe permitirme verlo!

Pero mis gritos cayeron en saco roto. Al contrario que antes, las pisadas de la zarina se alejaron con rapidez, cada vez menos audibles, hasta que se desvanecieron en la distancia y volví a quedarme solo contemplando el jardín, desesperado y lamentando mis actos.

Y en ese momento Anastasia vino a mí.

Había estado escuchando la conversación entre su madre y yo. Debía de haber llegado antes en los carruajes, como yo esperaba. Había acudido por su hermano.

«Y por mí», me dije.

– Georgi -llamó, con una voz que fue poco más que un susurro pero rebasó setos y matorrales para llegar como música a mis oídos. Me volví y vi ondear su vestido blanco tras las plantas verde oscuro-. Georgi, estoy aquí.

Miré rápidamente alrededor para asegurarme de que nadie nos observaba y salí corriendo al jardín. Anastasia me estaba esperando detrás de un seto, y al advertir la ansiedad en su rostro tuve ganas de llorar. Su hermano estaba en la cama, aterrorizado, preparándose para semanas de agonía, pero de pronto nada de eso pareció importarme y me sentí avergonzado. Porque ella estaba delante de mí.

– Confiaba en que vinieras -dije.

– Nos ha traído mi madre -explicó, arrojándose en mis brazos-. Alexis está…

– Ya lo sé. Y es culpa mía. Todo ha sido culpa mía. Debería… debería haber tenido más cuidado. De haber sabido que…

– No tenías por qué saber los riesgos -aseguró-. Estoy asustada, Georgi. Abrázame, ¿quieres? Abrázame y dime que todo va a salir bien.

No vacilé. La estreché entre mis brazos y apoyé su cara contra mi pecho, para besarle la coronilla y dejar que mis labios reposaran ahí, inhalando el dulce aroma de su perfume.

– Anastasia -dije, cerrando los ojos y preguntándome cómo habría llegado a encontrarme en esa situación-. Anastasia, mi amada.

1953

Esperaba a Zoya sentado ante la ventana de una cafetería frente a la Escuela de Bellas Artes y Diseño, consultando de vez en cuando el reloj y tratando de no oír la charla de la gente que me rodeaba. Zoya ya se retrasaba más de media hora y empezaba a sentirme un poco irritado. Ante mí había un ejemplar de El motín del Caine abierto, pero no lograba concentrarme en las palabras y acabé por apartarlo y coger una cuchara para remover el café mientras tamborileaba con nerviosismo con los dedos de la mano izquierda.

Al otro lado de la calle, el personal y los alumnos de la universidad iban de aquí para allá, deteniéndose a charlar entre sí, riendo, chismorreando y besándose; algunos atraían miradas de desaprobación de los transeúntes por la naturaleza poco ortodoxa de su atuendo. Un joven de unos diecinueve años dobló la esquina y recorrió la calle como si desfilara con la bandera, ataviado con pantalones pitillo, camisa y chaleco oscuros, y encima una levita eduardiana que le llegaba a la rodilla. Llevaba el cabello reluciente de brillantina y levantado en la frente en un elegante tupé, y se comportaba como si la ciudad entera le perteneciese. Resultaba imposible no mirarlo, lo que debía de ser su intención.

– Georgi.

Me volví y me sorprendió ver a mi esposa detrás de mí; estaba tan ensimismado en las idas y venidas en la universidad que no había advertido su llegada. En un instante de tristeza, pensé que eso no me habría ocurrido un año antes.

– Hola -dije, consultando el reloj y lamentando de inmediato el gesto, pues era agresivo, realizado para subrayar su tardanza sin necesidad de expresarla con palabras. Me sentía molesto, cierto, pero no quería parecerlo. Me había pasado la mayor parte de los seis últimos meses tratando de no parecer molesto. Era una de las cosas que nos mantenía juntos.