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– Lo siento -se disculpó Zoya, y se sentó con un suspiro de cansancio antes de quitarse el sombrero y el abrigo. Se había cortado el pelo unas semanas antes y ahora llevaba un peinado que recordaba al de la reina (no: al de la reina madre; aún no me había acostumbrado a llamarla así), y para ser franco, no me gustaba. Pero la verdad es que en esa época no me gustaban muchas cosas-. Me han retenido cuando ya me iba. La secretaria del doctor Highsmith no estaba en su escritorio y yo no podía marcharme sin fijar la siguiente visita. Ha tardado mucho en volver, y después no conseguía encontrar la agenda. -Movió la cabeza y suspiró, como si el mundo fuera un lugar demasiado agotador para tolerarlo, antes de esbozar una leve sonrisa y volverse hacia mí-. Todo el asunto ha durado una eternidad. Y luego los autobuses… Bueno, sea como fuere, ¿qué puedo decir, excepto que lo siento?

– No pasa nada -dije, sacudiendo la cabeza como si nada importara en realidad-. Ni me había dado cuenta de la hora. ¿Va todo bien?

– Sí, bien.

– ¿Te pido algo?

– Sólo una taza de té, por favor.

– ¿Sólo té?

– Por favor -insistió alegremente.

– ¿No tienes hambre?

Titubeó un instante y luego negó con la cabeza.

– Ahora no. Hoy no tengo mucho apetito, no sé por qué. Sólo tomaré un té, gracias.

Asentí y me dirigí a la barra para pedirlo. Allí de pie, esperando a que el agua hirviese y las hojas se empaparan bien, la observé mirar por la ventana, hacia la facultad en que llevaba dando clases unos cinco años, y traté de no odiarla por lo que nos había hecho. Por lo que me había hecho a mí. Por que pudiese aparecer tarde, sin apetito, lo que sugería que había estado en otro sitio, con otro hombre, almorzando con él y no conmigo. Incluso sabiendo que no era el caso, la odié por hacerme sospechar de todos sus movimientos.

– Gracias -me dijo cuando le dejé la taza delante-. Lo necesitaba. Ahí fuera hace frío. Debería haber traído una bufanda. Bueno, ¿qué tal te ha ido la mañana?

Me encogí de hombros, irritado por su comportamiento alegre y su charla insulsa, como si nada anduviese mal en el mundo, como si nuestras vidas fueran como siempre habían sido y como siempre serían.

– Nada fuera de lo corriente. Aburrida.

– Oh, Georgi. -Alargó una mano sobre la mesa para posarla sobre la mía-. No digas eso. Tu vida no es aburrida.

– Bueno, no es tan emocionante como la tuya, eso seguro -repuse, y lamenté mis palabras al advertir que se quedaba helada; me pregunté si pretendía que sonaran tan hirientes como parecía.

Su mano permaneció sobre la mía unos segundos más y luego la apartó, miró por la ventana y le dio un cauteloso sorbo al té. Supe que no volvería a hablar hasta que yo lo hiciera. Después de más de treinta años de matrimonio, había muy pocas cosas que no pudiera prever en ella. Podía sorprenderme, por supuesto, lo había demostrado, pero aun así yo conocía sus movimientos mejor que nadie.

– Ha empezado la chica nueva -dije por fin, aclarándome la garganta para abordar un tema de conversación seguro-. Supongo que es una noticia.

– Ah, ¿sí? -repuso con tono neutral-. ¿Y qué tal es?

– Muy agradable. Tiene ganas de aprender. Sabe bastante de libros. Estudió literatura en Cambridge. Tremendamente lista.

Zoya sonrió y se contuvo para no reír.

– Tremendamente lista -repitió-. Georgi, qué inglés te has vuelto.

– ¿Tú crees?

– Sí. Jamás habrías utilizado una expresión así cuando llegamos a Londres. Es por todos estos años rodeado de profesores y académicos en la biblioteca.

– Supongo que sí -admití-. Dicen que el lenguaje cambia a medida que uno se va integrando en una sociedad distinta.

– ¿Es vergonzosa?

– ¿Quién?

– Tu nueva ayudante. ¿Cómo se llama, por cierto?

– Señorita Llewellyn.

– ¿Es galesa?

– Sí.

– ¿Y es vergonzosa?

– No. Que haya decidido trabajar en una biblioteca no significa que sea una especie de mosquita muerta tímida y modesta que no soporta que le hablen porque se sonroja.

Zoya soltó un suspiro y me miró fijamente.

– Muy bien -dijo, sacudiendo un poco la cabeza-. No pretendía insinuar nada. Sólo trataba de conversar.

Irritabilidad. Mal genio. Ansiedad. Un deseo subconsciente de encontrar algo negativo en cada frase que ella empleaba. Una necesidad de criticarla, de hacer que se sintiera mal. Yo captaba todo eso cada vez que hablábamos. Y lo detestaba. No era así como se suponía que debíamos ser. Se suponía que nos amábamos, que debíamos tratarnos con respeto y cariño. Al fin y al cabo, nunca habíamos sido Georgi y Zoya. Éramos GeorgiZoya.

– Lo hará bien -dije un poco más animado, pues no quería aumentar la tensión-. No será lo mismo sin la señorita Simpson, por supuesto. O sin la señora Harris, debería decir. Pero así son las cosas. La vida sigue. Los tiempos cambian.

– Sí. -Hurgó en el bolso para sacar un ejemplar del Times-. ¿Has visto esto? -me preguntó, dejándolo ante mí.

– Sí, lo he visto -contesté tras titubear un poco. Leía el Times todas las mañanas en la biblioteca, y Zoya lo sabía. Lo que me sorprendía era que lo hubiese visto ella, pues no era de quienes disfrutaban leyendo los sucesos de actualidad, en particular cuando tantos eran de naturaleza belicosa en aquellos tiempos.

– ¿Y qué opinas?

– No opino nada -respondí, cogiendo el diario y contemplando un momento el rostro de Stalin, el espeso bigote, los ojos de párpados caídos que me sonreían con falsa cordialidad-. ¿Qué esperas que opine?

– Deberíamos celebrar una fiesta -comentó con tono frío pero triunfal-. Deberíamos celebrarlo, ¿no te parece?

– No. ¿De qué tenemos que regocijarnos, al fin y al cabo? Está muerto. Y después de él, ¿qué crees que pasará? ¿Piensas que las cosas volverán a ser como antes?

– Por supuesto que no -contestó, quitándome el periódico para observar un instante más la fotografía antes de doblarlo y embutirlo de nuevo en el bolso-. Es sólo que estoy contenta, nada más.

– ¿De que ya no esté?

– De que esté muerto.

Guardé silencio. Detestaba captar tanto veneno en su tono. Evidentemente, yo no era admirador de Stalin; había leído lo bastante sobre sus actos para despreciarlo. En los treinta y cinco años transcurridos desde que abandonara Rusia, me había informado suficientemente sobre los acontecimientos que sucedían en mi tierra natal para sentirme aliviado de no formar ya parte de ellos. Pero no podía celebrar una muerte, ni siquiera la de Stalin.

– Sea como fuere -continué al cabo de un instante-, no dispongo de mucho tiempo antes de volver al trabajo y quiero saber qué tal te ha ido la mañana.

Zoya fijó la vista en la mesa unos segundos. Pareció decepcionada por cambiar tan rápido de tema; quizá deseaba embarcarse en una larga conversación sobre Stalin, sus actos, sus purgas y sus múltiples crímenes. Yo había decidido que podía mantener esa conversación si así lo deseaba. Sólo que no conmigo.

– Ha ido bien -susurró.

– ¿Sólo bien?

– Esta vez ha sido un poco más… complicado, supongo.

Sopesé sus palabras y dudé antes de seguir interrogándola.

– ¿Complicado? ¿En qué sentido?

– Es difícil de explicar -respondió, arrugando un poco la frente al reflexionar sobre ello-. En nuestra primera visita de la semana pasada, el doctor Highsmith no pareció interesado en nada que no fueran mi vida y mi rutina cotidianas. Quiso saber si disfrutaba con mi trabajo, cuánto tiempo llevaba viviendo en Londres, cuánto hacía que estábamos casados. Cuestiones muy básicas. La clase de cosas sobre las que charlarías en una fiesta con un extraño.