Выбрать главу

– Bueno, no parezcas tan sorprendido -replicó con una risa ofendida-. Procuro esforzarme con mi aspecto de vez en cuando, ¿sabes?

Sonreí y la besé. Antes, durante años, no habríamos dado importancia a frases como aquélla, considerándolas bromas cariñosas. Ahora había una corriente subterránea de tensión, la sensación de que, fuera lo que fuese lo que habíamos conseguido enterrar, no estaba perdonado, y de que una palabra inapropiada pronunciada en el momento inadecuado podía llevarnos, como al novio y al padre de la señorita Llewellyn, a la pelea más calamitosa.

– ¿Vas a darte un baño? -quiso saber.

– ¿Lo necesito?

– Llevas todo el día trabajando -contestó en voz baja, mordiéndose un poco el labio.

– Entonces supongo que más me vale -repuse con un suspiro, dejando el maletín donde supe que Zoya se vería obligada a recogerlo para quitarlo de en medio en cuanto me diese la vuelta-. No tardaré. ¿A qué hora los esperamos?

– No llegarán antes de las ocho. Arina ha dicho que irían a lomar una copa al salir del trabajo, y que vendrían después.

– Es bebedor, entonces -dije frunciendo el entrecejo.

– He dicho una copa. Dale una oportunidad, Georgi. Nunca se sabe; a lo mejor te gusta.

Dudaba que así fuera, pero unos minutos más tarde, metido en la bañera y disfrutando de la paz y la relajación en el agua caliente y espumosa, seguí dándole vueltas al inquietante hecho de que Arina hubiese llegado a la edad en que sus pensamientos se dirigían hacia el sexo opuesto. Parecía que apenas hubiese transcurrido tiempo desde que era una niña. O, ya puestos, un bebé. De hecho, me daba la sensación de que sólo habían pasado unos cuantos años desde que Zoya y yo sufríamos y nos desesperábamos ante la idea de que nunca nos veríamos bendecidos con un hijo. Me percaté de que mi vida se me escapaba entre los dedos. Tenía cincuenta y cuatro años; ¿cómo había sucedido? ¿No habían pasado sólo unos meses desde que llegara al Palacio de Invierno y recorriera los pasillos dorados tras el conde Charnetski para mi primer encuentro con el zar? Sin duda había sido a principios de este mismo año cuando conseguí disfrutar de un momento a solas a bordo del Standart mientras la familia imperial escuchaba una interpretación del Cuarteto de Cuerda de San Petersburgo, ¿no?

«No», me dije, rechazando mi insensatez y permitiendo que mi cuerpo se hundiera más en el agua de la bañera. No, no era así. Todo aquello había ocurrido años atrás. Décadas.

Aquellos tiempos pertenecían por entero a otra vida, a una existencia de la que ya nunca se hablaba. Cerré los ojos y dejé que mi cabeza se sumergiera. Conteniendo el aliento, el eco del pasado me llenó los oídos y la memoria, y me perdí una vez más en aquellos años terribles y maravillosos entre 1915 y 1918, cuando el drama de nuestro país se desarrollaba ante mí. Ajeno al mundo, sentí que, una vez más, el frío penetrante del aire invernal de las riberas del Neva me entraba por la nariz y me cortaba el aliento de la impresión, imaginé el rostro del zar y la zarina con la misma claridad que si los tuviera delante. Y el aroma del perfume de Anastasia inundó mis sentidos como en un sueño, seguido por una imagen borrosa de la muchacha de la que me había enamorado.

– Georgi -dijo Zoya llamando a la puerta; se asomó al interior, y su presencia me hizo emerger de inmediato, boqueando, mientras me apartaba el cabello de la frente y los ojos-. Georgi, no tardarán en llegar. -Titubeó, quizá inquieta ante mi inesperada expresión de pesar-. ¿Qué sucede? ¿Te pasa algo?

– Nada.

– ¿Cómo que nada, si estás llorando?

– Es agua -repliqué, preguntándome si era posible que la espuma se hubiese mezclado con mis lágrimas sin que lo advirtiera.

– Tienes los ojos rojos.

– No es nada. Estaba pensando en algo, eso es todo.

– ¿En qué? -quiso saber, y hubo un dejo de tensión en su voz, como si temiera oír la respuesta.

– En nada importante -concluí, negando con la cabeza-. Sólo pensaba en alguien que conocí una vez, nada más. En alguien que murió hace mucho tiempo.

En ciertos momentos la odiaba por lo que había hecho. Jamás pensé que pudiera sentir por Zoya otra cosa que amor, pero a veces, cuando yacía despierto en la cama a su lado, sintiendo como si mi cuerpo fuera a evaporarse si la tocaba, deseaba gritar; a tal punto me sentía frustrado y dolido.

Cuando todo acabó, cuando estábamos tratando de reparar nuestras vidas fracturadas, me atreví a preguntarle por qué había ocurrido.

– No lo sé, Georgi -contestó con un suspiro, como si fuera cruel por mi parte desear siquiera una respuesta.

– No lo sabes -repetí, escupiendo las palabras.

– Exacto.

– Bueno, ¿y qué se supone que tengo que decir a eso?

– Nunca lo amé, si es que importa.

– Eso lo vuelve peor -espeté, sin saber si era cierto o no, pero deseoso de herirla-. Entonces, ¿qué sentido tuvo si nunca lo amaste? Al menos eso habría supuesto algo.

– Él no me conocía -explicó en voz baja-. Eso lo hacía distinto.

– ¿No te conocía? -Fruncí el entrecejo-. ¿Qué quieres decir?

– Mis pecados. Él no conocía mis pecados.

– ¡No digas eso! -exclamé abalanzándome hacia ella, ira cundo-. No utilices eso para justificar tus actos.

– Oh, no lo estoy haciendo, Georgi, de veras que no -replicó sacudiendo la cabeza; estaba llorando-. Fue sólo que… ¿cómo puedo explicarte algo que ni yo misma entiendo? ¿Vas a abandonarme?

– Nada me gustaría más -contesté; era mentira, por supuesto-. Yo nunca te habría hecho eso a ti. Jamás.

– Ya lo sé.

– ¿Crees que no he tenido la tentación? ¿Crees que nunca he mirado a otras mujeres deseando poseerlas?

Zoya vaciló, pero por fin negó con la cabeza.

– No, Georgi. No creo que lo hayas hecho nunca. No creo que sientas nunca la tentación.

Abrí la boca para discrepar, pero ¿cómo iba a hacerlo? Al fin y al cabo, era cierto.

– Eso es lo que hace que seas como eres. Eres bueno y decente, y yo… -Se interrumpió, y cuando volvió a hablar, articulando bien cada palabra, pensé que nunca me había sonado tan decidida-: Yo no lo soy.

Permanecimos largo rato en silencio, y se me ocurrió algo, algo tan monstruoso que no pude creer que lo estuviera pensando.

– Zoya, ¿lo hiciste para que te abandonara? -pregunté, y ella me miró y tragó saliva; luego se dio la vuelta sin contestar-. ¿Pensaste que, si te dejaba, supondría una especie de castigo? ¿Que merecías ser castigada?

Silencio.

– ¡Dios mío! -exclamé, sacudiendo la cabeza-. Todavía crees que fue culpa tuya, ¿no es eso? Todavía deseas morir.

La puerta principal se abrió exactamente a las ocho, y Arina entró primero con una sonrisa tímida, la expresión que esbozaba de niña cuando había hecho alguna travesura pero quería que la descubrieran. Se nos acercó y nos besó a ambos, como hacía siempre, y entonces, emergiendo de las sombras del rellano, entró un joven, con el sombrero en la mano y las mejillas un poco arreboladas, claramente ansioso por causar buena impresión. A mi pesar, su nerviosismo me resultó simpático y tuve que concentrarme para evitar sonreír. Debía de ser un día de recuerdos, pues su inquietud me evocó mi propio nerviosismo cuando conocí al padre de Zoya.

– Masha, pasha -dijo Arina indicando al joven, como si no lo viéramos allí plantado e incómodo-, éste es Ralph Adler.

– Buenas noches, señor Yáchmenev -saludó él, tendiéndome la mano y tropezando con mi nombre, aunque pareció que hubiese ensayado muchas veces esas primeras palabras-. Es un gran honor conocerlo. Y, señora Yáchmenev, me gustaría agradecerle el gran honor de invitarme a su casa.

– Bueno, te damos la bienvenida -repuso ella sonriendo a su vez-. Estamos encantados de conocerte por fin. Arina nos ha hablado mucho de ti. ¿No quieres pasar y sentarte?