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Arina y Ralph ocuparon sus sitios en la mesa y yo me senté frente a Ralph mientras Zoya acababa de preparar la comida, lo que me dio oportunidad de examinarlo con mayor detalle. Era de altura y complexión medias, con una curiosa mata de cabello pelirrojo, un hecho que me sorprendió, aunque no me pareció un muchacho feo en términos generales.

– Eres mayor de lo que esperaba -comenté, preguntándome si Arina sería tan sólo la última de una serie de novias a las que Ralph había seducido.

– Tengo veinticuatro años -se apresuró a contestar-. Aún soy joven, espero.

– Por supuesto -intervino Zoya-. Prueba a tener cincuenta y cuatro.

– Arina sólo tiene diecinueve -dije.

– Entonces nos llevamos cinco años -repuso Ralph, como si la diferencia de edad no tuviese mayor importancia, lo que me impidió hacer más observaciones al respecto.

Cada vez que hablaba, Ralph miraba a mi hija en busca de su aprobación, y cuando Arina sonreía, él también lo hacía. Cuando ella hablaba, la observaba con los labios entreabiertos. Me dio la sensación de que una parte de él deseaba explicarme, de forma totalmente académica, que no podía creer lo afortunado que era porque alguien como ella se interesase por alguien como él. Reconocí la mezcla de pasiones en sus ojos: admiración, deseo, fascinación, amor. Me sentí satisfecho por mi hija, y no me sorprendió que ella fuera capaz de inspirar semejantes emociones, pero también me entristeció un poco.

Me dije que Arina era muy joven, que no estaba preparado para perderla.

– Arina nos ha contado que eres músico, Ralph -dijo Zoya mientras comíamos la clase de menú que solíamos reservar para los domingos: rosbif con patatas, dos clases de verdura, salsa-. ¿Qué tocas?

– El clarinete. Mi padre era un clarinetista muy bueno. Insistió en que mis hermanos y yo recibiéramos clases desde muy pequeños. De niño las aborrecía, por supuesto, pero las cosas cambian.

– ¿Por qué las aborrecías? -quise saber.

– Creo que por la profesora. Tenía unos ciento cincuenta años, y cada vez que tocaba mal, me pegaba al acabar la lección. Cuando tocaba bien, tarareaba para acompañar a Mozart, Brahms, Tchaikovski o quien fuera.

– ¿Te gusta Tchaikovski?

– Sí, mucho.

– Aja.

– Pero tu actitud debió de cambiar al final -supuso Zoya-. Si te ganas la vida tocando, quiero decir.

– Oh, ya me gustaría poder decir que me la gano, señora Yáchmenev, pero no soy músico profesional. Todavía no. Aún estoy estudiando. Asisto a clases en la Escuela de Música y Teatro Guildhall, muy cerca del muelle Victoria.

– Sí, la conozco.

– ¿No eres un poco mayor para estar estudiando todavía? -pregunté.

– Se trata de un curso superior. Para poder dar clases además de tocar, si fuera necesario. Éste es mi último año.

– Ralph también toca con una orquesta fuera de la escuela -intervino Arina-. Ha participado en el concierto de Navidad en Saint Paul los tres últimos años; el año pasado incluso interpretó un solo, ¿no es así, Ralph?

– ¿De veras? -Zoya parecía impresionada y el chico sonrió, ruborizándose al sentirse el centro de tanta atención-. Entonces debes de ser muy bueno.

– No lo sé -contestó frunciendo el entrecejo-. Confío en estar mejorando.

– Deberías haberte traído el clarinete. Así podrías haber tocado para nosotros. Yo tocaba el piano de niña, ¿sabes? Muchas veces he deseado que aquí tuviésemos espacio para uno.

– ¿Le gustaba?

– Sí -contestó Zoya, y abrió la boca para decir algo más, pero luego pareció pensarlo mejor.

– Yo nunca aprendí a tocar un instrumento -dije para llenar el silencio-. Pero siempre deseé hacerlo. De haber tenido la oportunidad, es posible que hubiese estudiado violín. Siempre lo he considerado el más elegante de los instrumentos musicales.

– Bueno, nunca se es demasiado viejo para aprender, señor -afirmó Ralph, y en cuanto hubo pronunciado esas palabras se puso granate de vergüenza, y no ayudó que yo lo mirase fijamente con la expresión más seria que fui capaz de esbozar, como si acabara de insultarme de forma terrible-. Lo siento mucho -balbució-. No pretendía insinuar que…

– ¿Que soy viejo? Bueno, ¿y qué más da? Sí, soy viejo. Hace sólo un rato estaba pensando en eso. Tú mismo lo serás algún día. Ya veremos qué te parece entonces.

– Tan sólo quería decir que se puede aprender a tocar un instrumento a cualquier edad.

– Supondrá un consuelo cuando esté chocheando.

– No, no es eso. Quiero decir…

– Georgi, no te burles del pobre muchacho -interrumpió Zoya, tendiendo una mano para coger la mía unos instantes.

Nuestros dedos se entrelazaron y bajé la vista hacia ellos; advertí que la piel de sus nudillos estaba un poco más tensa por la edad, e imaginé que veía la sangre y las falanges, como si los años le estuviesen volviendo la piel translúcida. Los dos nos hacíamos mayores, y era una idea deprimente. Le apreté los dedos y ella se giró para mirarme, un poco sorprendida, preguntándose quizá si intentaba tranquilizarla o hacerle daño. Lo cierto es que en ese momento deseaba decirle cuánto la amaba, y que no importaba nada más, ni las pesadillas, ni los recuerdos, ni siquiera Henry, pero me resultaba imposible pronunciar esas palabras. Y no porque Ralph y Arina estuviesen allí. Sencillamente, era imposible.

– ¿Asistió tu padre a la misma escuela, Ralph? -preguntó Zoya al cabo de un momento-. Cuando aprendía a tocar el clarinete, quiero decir.

– Oh, no -respondió sacudiendo la cabeza-. No, nunca recibió clases en Inglaterra después de llegar aquí. Su padre le enseñó cuando era un niño y después simplemente estudió por su cuenta.

– ¿Después de llegar aquí? -repetí-. ¿Qué significa eso? ¿No es inglés, entonces?

– No, señor. No; mi padre nació en Hamburgo.

Arina nos había contado muchas cosas sobre su joven amigo, pero eso no lo había mencionado, y Zoya y yo alzamos la vista de nuestros platos para mirarlo, sorprendidos.

– ¿Hamburgo? -repetí al cabo de unos instantes-. ¿Hamburgo de Alemania?

– El padre de Ralph llegó a Inglaterra en mil novecientos veinte -explicó Arina, y me pareció que su expresión revelaba cierto nerviosismo.

– ¿De veras? -inquirí, pensativo-. ¿Después de la Gran Guerra?

– Sí -contestó Ralph en voz baja.

– Y supongo que durante la otra guerra, la que siguió, volvería a su patria, ¿no?

– No, señor. Mi padre se opuso con vehemencia a los nazis. Jamás regresó a Alemania desde el día que se fue.

– Pero ¿y el ejército? ¿No tendrían que haber…?

– Estuvo deportado durante todo el conflicto. En un campo en la isla de Man. Todos lo estuvimos. Mis padres, y la familia entera.

– Ya veo. Y tu madre, ¿también es de Alemania?

– No, señor; es irlandesa.

– Irlandesa. -Reí volviéndome hacia Zoya, sacudiendo la cabeza, incrédulo-. Bueno, la cosa se pone cada vez mejor. Supongo que eso explica que seas pelirrojo.

– Supongo que sí -admitió, pero capté una fortaleza en su tono que me produjo admiración.

Zoya y yo sabíamos muy bien lo que había supuesto hallarse en Inglaterra durante la guerra con un acento extranjero. Fuimos objeto de insultos y malos tratos; yo mismo fui víctima de la violencia. El trabajo de aquellos años lo realicé, en parte, para manifestar mi solidaridad con la causa aliada. Aun así, éramos rusos. Refugiados políticos. Y si eso ya era bastante difícil, me costó imaginar qué habría supuesto ser una familia alemana en la Inglaterra de esos tiempos. Sospeché que el joven Ralph tenía más temple en los huesos del que sugería su nerviosismo ante los padres de su novia. Imaginé que sabía cómo defenderse.

– Debió de ser difícil para ti -dije, consciente de que me quedaba corto.