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Iban a tomar una copa todos los jueves después del trabajo. Me invitaron a ir con ellos sólo una vez, y Henry me pareció una compañía agradable, aunque un poco trivial a la hora de conversar y proclive a la presunción, y luego ya no volvieron a invitarme y no se hizo ninguna referencia a aquello. Fue como si hubiese fallado la prueba para unirme a su pequeño club y no quisieran herir mis sentimientos al mencionarlo. No me importó especialmente; lo cierto es que me gustaba que Zoya hubiese encontrado un amigo, pues nunca había tenido muchos, aunque el rechazo me dolía.

Cuando regresaba a casa, Zoya me lo contaba todo sobre Henry: las cosas que había hecho ese día, las que había dicho, lo culto que era, lo divertido que era. Me contó que imitaba casi a la perfección al presidente Truman, y yo me pregunté cómo sabía ella siquiera de qué manera hablaba Truman para poder comparar. Quizá estaba siendo ingenuo, pero nada de aquello me preocupaba lo más mínimo. En realidad, la pequeña obsesión de mi esposa me resultaba divertida y empecé a tomarle el pelo con Henry de vez en cuando, y ella reía y decía que no era más que un chico con el que se llevaba bien, eso era todo, y que no valía la pena darle ninguna importancia.

– No es precisamente un chico -señalé un día.

– Bueno, ya sabes qué quiero decir. Es muy joven. No me interesa en ese sentido, en absoluto.

Recordaba bien aquella conversación. Estábamos en la cocina y ella fregaba una y otra vez un cazo, pese a que llevaba varios minutos perfectamente limpio. Se había ruborizado en el transcurso de la charla y se apartó de mí, como si no soportara mirarme a los ojos. Yo sólo estaba bromeando, nada más, de la misma forma que ella se burlaba de mí con la señorita Simpson, pero me sorprendió que su respuesta fuera tan tímida, casi coqueta.

– No hablaba de que estuvieras interesada en él -dije, tratando de reír y de pasar por alto la súbita tensión surgida entre ambos-. Hablaba de que él estuviese interesado en ti.

– Oh, Georgi, no seas ridículo. La simple idea es absurda.

Y entonces, un día Zoya dejó de hablar de Henry. Todavía llegaba a la misma hora del trabajo, todavía iba a tomar algo con él un día a la semana, pero cuando yo le preguntaba si había disfrutado de la velada, ella se encogía de hombros como si apenas recordase los detalles y decía que había estado bien, nada especial. Ni siquiera sabía por qué se molestaba en seguir saliendo.

– ¿Y le está gustando Londres? -quise saber.

– ¿A quién?

– A Henry, claro.

– Oh, supongo que sí. En realidad no habla de eso.

– ¿De qué habláis, entonces?

– Bueno, no sé, Georgi -contestó a la defensiva, como si ella no estuviera presente en sus conversaciones-. De trabajo, sobre todo. De los alumnos. Nada demasiado interesante.

– Si no es demasiado interesante, ¿por qué pasas tanto tiempo con él?

– ¿De qué estás hablando? -espetó, repentinamente enfadada-. Casi no paso tiempo con él.

Todo el asunto empezó a parecerme extraño, pero aunque una vocecita interior me decía que allí había más de lo que Zoya me estaba contando, decidí no prestarle atención. Al fin y al cabo, la idea se me antojaba del todo imposible. Zoya tenía cincuenta y tantos años. Llevábamos juntos más de la mitad de nuestra vida. Nos queríamos muchísimo. Habíamos pasado juntos por cosas extraordinariamente difíciles. Habíamos sufrido y perdido juntos, y habíamos sobrevivido. Y en todo ese tiempo siempre habíamos sido nosotros dos; siempre habíamos sido GeorgiZoya.

Y entonces el curso terminó y Henry regresó a Estados Unidos.

Al principio, Zoya pareció un poco desquiciada. Llegaba del trabajo y hablaba toda la noche, como temiendo que si se detenía un solo instante, fuera a considerar todo lo que había perdido y se derrumbara por completo. Preparaba comidas elaboradas e insistía en que los fines de semana hiciésemos excursiones a los sitios más ridículos -el zoológico de Londres, la National Portrait Gallery, el castillo de Windsor-, comportándonos como si fuéramos unos jóvenes amantes que acababan de conocerse y no dos personas casadas que llevaban viviendo juntas toda su vida adulta. Daba la sensación de que intentaba conocerme de nuevo, como si en algún punto del camino me hubiese perdido de vista pero supiera que yo merecía su amor si lograba recordar la razón por la que había albergado ese sentimiento hacia mí.

La histeria dio paso a la depresión. Empezó a evitar las conversaciones conmigo, sofocando cualquier intento por mi parte de compartir detalles de nuestra vida. Se iba a la cama temprano y nunca tenía ganas de hacer el amor. Ella, que siempre se había enorgullecido tanto de su aspecto, en especial desde que obtuvo la inesperada plaza en la facultad y pensó que debía estar a la altura de los demás profesores y alumnos en cuestiones de moda, empezó a descuidar su apariencia, sin importarle si acudía a clase vestida como el día anterior o con el pelo menos arreglado que antes.

Finalmente, incapaz de ocultar más su engaño, se sentó a mi lado una noche y dijo que tenía algo que contarme.

– ¿Se trata de Henry? -pregunté, sorprendiéndola, pues él se había marchado de Inglaterra hacía más de cinco meses y su nombre no se había mencionado en casa ni una sola vez en todo ese tiempo.

– Sí. ¿Cómo lo sabes?

– ¿Cómo podía no saberlo?

Asintió con la cabeza y me lo contó todo. Y yo la escuché, sin enfadarme y tratando de comprender.

No me fue fácil.

Y una semana después empezó a tener pesadillas. Despertaba en plena noche, empapada en sudor, respirando con dificultad y temblando de miedo. Despierto a mi vez, pues nunca dormíamos separados, ni en las peores noches, yo alargaba una mano y ella se sobresaltaba de temor, sin reconocerme al principio, y luego, con la luz encendida y el miedo remitiendo ya, la estrechaba entre mis brazos, y ella procuraba no llorar y describirme las imágenes a que se había enfrentado en la oscuridad y soledad de sus sueños.

Al final, cuando nuestro matrimonio se hallaba en su peor momento -ella no podía dormir y comía muy poco, y yo estaba lleno de amor, rabia y dolor-, Zoya despertó un día para decirme que aquello no podía seguir así, que algo tenía que cambiar. Me quedé helado, temiendo lo peor, imaginando que me dejaba, que me enfrentaba a una vida sin ella.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté, tragando saliva con nerviosismo, preparando mentalmente un discurso en que le perdonaría todo, todo, si tan sólo me amaba como antaño.

– Necesito que alguien me ayude, Georgi.

El stáretz y los patinadores

Llevaba varios días con la extraña sensación de que me seguía alguien. Al salir del palacio para dar un paseo por el Moika al atardecer, titubeaba, me detenía y me volvía para examinar a la gente que pasaba caminando, convencido de que una de esas personas me observaba. Era una sensación curiosa e inquietante, que al principio atribuí a la paranoia que me había provocado el cambio en mis circunstancias.

Por entonces me sentía tan feliz con mi nuevo puesto con la familia imperial que apenas podía recordar mi pasado sin temer regresar a él. Cuando pensaba en mi hogar me remordía la conciencia, pero rechazaba ese sentimiento y me lo quitaba rápidamente de la cabeza.

Sin embargo, no estaba pensando en Kashin cuando éste se manifestó una vez más delante de mí. Estaba pensando en la gran duquesa Anastasia, en los momentos que nos encontrábamos en los oscuros pasillos, cuando podía llevármela a una de las muchas habitaciones vacías del palacio para besarla y abrazarla, para confiar en que surgiera una intimidad mayor con que saciar mi lujuria adolescente. La noche anterior había perdido el control, y le cogí la mano mientras nos abrazábamos para deslizaría despacio por mi blusón, descendiendo hacia el cinturón, con el corazón desbocado de deseo, previendo el instante en que ella se apartaría y diría: «No, Georgi… no podemos… no podemos…»