Выбрать главу

Iba tan absorto en esos pensamientos y con un deseo tan urgente de regresar cuanto antes a la soledad de mi habitación, que apenas miré a la joven envuelta en un grueso chal que estaba de pie junto al Almirantazgo. Dijo algo, una frase que el viento me impidió oír, y en mi egoísmo le contesté con irritación que no tenía dinero para darle y que si buscaba alimento y cobijo, debería dirigirse a uno de los comedores de beneficencia que había en San Petersburgo.

Para mi sorpresa, corrió tras de mí, y me volví en redondo justo cuando me agarraba del brazo, preguntándome si de verdad pensaba que podía robarme el poco dinero que llevaba; ni siquiera entonces la reconocí, hasta que pronunció mi nombre.

– Georgi.

– ¡Asya! -exclamé atónito, encantado al principio, contemplando a mi hermana como si fuese una aparición y no una persona de carne y hueso-. No puedo creerlo. ¿De verdad eres tú?

– Sí -contestó, y las lágrimas afloraron a sus ojos-. Por fin te he encontrado.

– Estás aquí -dije sacudiendo la cabeza-. ¡Aquí, en San Petersburgo!

– Donde siempre he querido estar.

La abracé, y entonces pensé algo que me produjo mucha vergüenza: «¿Qué está haciendo aquí? ¿Qué quiere de mí?»

– Ven -dije, indicándole con un ademán el abrigo que ofrecía la columnata-. Resguárdate del frío, que pareces helada. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

– No mucho. -Se sentó a mi lado en un banco de piedra protegido del ruidoso viento, donde nos oíamos mejor-. Unos días, nada más.

– ¿Unos días? -repetí sorprendido-. ¿Y sólo ahora acudes a mí?

– No sabía cómo abordarte, Georgi. Cada vez que te veía, estabas con otros soldados y temía interrumpir. Sabía que tarde o temprano te encontraría solo.

Asentí con la cabeza, recordando la molesta sensación de ser observado.

– Ya veo. Bueno, pues ya me has encontrado.

– Por fin -dijo con una sonrisa-. Y qué buen aspecto tienes. Se nota que comes.

– Pero también hago ejercicio -me apresuré a aclarar-. Mi trabajo aquí no se acaba nunca.

– Lo que quiero decir es que se te ve sano. La vida en palacio te sienta bien.

Me encogí de hombros y miré hacia la plaza y la columna de Alejandro, unas de mis primeras imágenes de aquel nuevo mundo, consciente de que mi hermana estaba muy delgada y pálida.

– Casi me desmayé la primera vez que lo vi -dijo, siguiendo mi mirada.

– ¿El palacio?

– Es precioso, Georgi. Jamás había visto nada semejante.

Asentí, pero procuré no parecer impresionado. Quería darle la sensación de que yo pertenecía a ese lugar, que mi vida entera me había conducido hasta allí.

– Es un hogar como cualquier otro.

– ¡Qué va!

– Quiero decir desde dentro, cuando estás con la familia; ellos lo consideran su hogar. Uno se acostumbra enseguida a todos esos lujos -mentí.

– ¿Ya los has conocido?

– ¿A quiénes?

– A sus majestades.

Me eché a reír.

– Pero, Asya, si los veo todos los días. Soy el compañero del zarévich Alexis. Ya sabes que ése fue el motivo de que me trajeran aquí.

Asintió con la cabeza y pareció no saber muy bien qué decir.

– Es sólo que… no creía que fuera cierto.

– Bueno, pues lo es -repuse con irritación-. De todos modos, ¿por qué estás aquí?

– Georgi…

– Lo siento. -Lamenté mi tono desagradable, y me asombró desear que se marchara. Era como si creyese que había venido para llevarme a casa. Ella representaba una parte de mi vida ya concluida, un tiempo que deseaba no sólo superar, sino olvidar por completo-. Sólo quería saber qué buena fortuna te ha traído a esta ciudad.

– Ninguna, todavía. Verás, es que no soportaba estar en Kashin sin ti. No soportaba que me hubieses dejado allí. Así que vine aquí creyendo… creyendo que a lo mejor podrías ayudarme.

– Por supuesto -respondí con nerviosismo-. Pero ¿cómo? ¿Qué puedo hacer por ti?

– He pensado que quizá… bueno, deben de necesitar criadas en el palacio. A lo mejor hay trabajo para mí. Si hablas con alguien…

– Sí, sí -dije, frunciendo el entrecejo-. Estoy seguro de que lo hay. Podría intentar averiguarlo. -Reflexioné al respecto, preguntándome a quién consultar. Imaginé a mi hermana con uniforme de criada, y por un instante me pareció buena idea. Allí podría colmar sus aspiraciones tanto como yo. Y yo tendría una persona amiga; no una cuyo respeto ansiara, como Serguéi Stasyovich. No una persona cuyo afecto deseara, como Anastasia-. ¿Dónde te alojas, por cierto?

– Encontré una habitación. No es gran cosa, y no puedo permitirme quedarme mucho tiempo. ¿Crees que podrías averiguarlo por mí, Georgi? Podríamos volver a encontrarnos. Aquí mismo, quizá.

Moví afirmativamente la cabeza y sentí la repentina necesidad de librarme de ella, de volver al mundo irreal de palacio en lugar de estar allí, conversando con el pasado. Me odié por mi egoísmo pero fui incapaz de vencerlo.

– Dentro de una semana, entonces -dije, levantándome-. Dentro de una semana a partir de hoy, a la misma hora. Vuelve aquí y tendré una respuesta para ti. Desearía poder quedarme más rato, pero mis obligaciones…

– Por supuesto -contestó, y pareció triste-. Pero ¿y esta misma noche, más tarde? Podría regresar y…

– Imposible. La semana que viene sí. Te lo prometo. Te veré entonces.

Asintió con la cabeza y me abrazó una vez más.

– Gracias, Georgi. Sabía que no me fallarías. Sólo me queda eso o volverme a casa. No tengo otro sitio al que ir. Harás lo que puedas, ¿verdad?

– Sí, sí. Ahora tengo que irme. Hasta la semana que viene, hermana.

Dicho eso, me apresuré a cruzar la plaza en dirección al palacio, maldiciendo a Asya por haber venido, trayendo consigo el pasado a un lugar al que no pertenecía. Sin embargo, cuando llegué a mi habitación sentía más ternura hacia ella, y resolví que a la mañana siguiente haría lo posible por ayudarla. Pero cuando cerré la puerta, Asya ya se había borrado de mis pensamientos, que volvían a centrarse en la única muchacha cuya existencia me importaba.

De las tres principales residencias imperiales -el Palacio de Invierno en San Petersburgo, la ciudadela en lo alto del acantilado en Livadia y el palacio de Alejandro en Zárskoie Selo-, la última era mi favorita. Una villa real entera situada a unos veinticinco kilómetros de la capital, adonde la corte viajaba en tren con regularidad; despacio, por supuesto, para no sufrir sacudidas repentinas que pudiesen ocasionar otro episodio de hemofilia al zarévich.

A diferencia de San Petersburgo, donde estaba acuartelado en una angosta celda en un pasillo poblado por otros miembros de la Guardia Imperial, en Zárskoie Selo tenía un minúsculo alojamiento cerca del dormitorio del zarévich, dominado a su vez por un gran kiot sobre el que su madre había dispuesto una cantidad extraordinaria de iconos religiosos.

– Dios santo -dijo Serguéi Stasyovich, asomando la cabeza una noche al pasar por el pasillo-. Bueno, Georgi Danílovich, de modo que aquí es donde te han metido, ¿eh?

– Por el momento -contesté, avergonzado de que me encontrara tendido en la cama, medio dormido, cuando el resto de la casa estaba en plena actividad. El propio Serguéi tenía las mejillas sonrosadas y se lo veía lleno de energía; cuando le pregunté dónde había pasado la tarde, sacudió la cabeza y apartó la vista para observar las paredes y el techo como si contuvieran asuntos de gran importancia.

– En ningún sitio -respondió con desgana-. He dado una vuelta por ahí, eso es todo. Un paseo hasta el palacio de Catalina.

– Deberías habérmelo dicho -lamenté, pues era lo más parecido a un amigo que tenía y había momentos en que pensaba que podía confiarle mis secretos-. Te habría acompañado. ¿Has ido solo?