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– Sí. -Y al cabo de un instante rectificó-: No. Bueno, sí, he ido solo. ¿Importa acaso?

– No, claro que no importa -repuse, sorprendido-. Sólo me preguntaba…

– Tienes suerte de que te hayan dado esta habitación -interrumpió, cambiando de tema.

– ¿Suerte? Es tan pequeña que creo que en el pasado era un armario para las escobas.

– ¿Pequeña? -repitió con una risotada-. No te quejes. En uno de los grandes dormitorios de la primera planta estamos hacinados veinte de nosotros. Intenta dormir allí una noche con todo el mundo tosiendo, tirándose pedos y llamando a sus novias en sueños.

Sonreí y me encogí de hombros, contento de no tener que unirme a los guardias en ese ambiente. Mi habitación apenas tenía espacio para un catre y una mesilla con una jarra y una jofaina para lavarme, pero Alexis y yo estábamos muy unidos para entonces y a él le gustaba tenerme cerca, de modo que el zar decretó que así fuera, y así era por tanto.

La zarina Alejandra parecía menos contenta con la solución. Desde el incidente en Moguiliov, cuando Alexis se hizo daño al caer del árbol, yo no contaba con el favor de la emperatriz. Ella se cruzaba conmigo en los pasillos sin dirigirme la palabra, incluso si le hacía una profunda y humilde reverencia. Cuando entraba en una habitación en que estábamos su hijo y yo, me ninguneaba por completo y sólo hablaba con Alexis. Eso no era raro, pues quienes no fuesen parientes o miembros de una familia ilustre eran invisibles para ella, pero la forma en que sus labios esbozaban una leve mueca cuando me hallaba cerca revelaba hasta dónde llegaba su desprecio. Creo que le habría encantado que me despidieran del servicio a la familia imperial y me mandaran de vuelta a Kashin -o más allá quizá, al exilio en Siberia-, pero el zar seguía apoyándome y logré conservar mi puesto. De no haber sido por la fe que él tenía en mí, mi vida podría haber tomado un rumbo muy distinto.

Transcurrieron tres noches antes de que volviera a tener compañía en mi cuarto, pero en esa ocasión mi visitante no fue tan bienvenido como Serguéi Stasyovich. Me disponía a dormir cuando alguien llamó a la puerta, tan suavemente que al principio no lo oí. Cuando llamaron de nuevo fruncí el entrecejo, preguntándome quién querría algo de mí a esas horas. No podía ser Alexis, pues nunca se molestaba en llamar. Quizá… Casi no pude respirar al pensar si sería Anastasia. Me senté en la cama, tragué saliva con nerviosismo y fui a abrir. Me asomé con cautela a la oscuridad del pasillo.

Al principio me pareció que mis oídos me habían engañado y que allí fuera no había nadie. Pero entonces, cuando estaba a punto de cerrar otra vez, un hombre salió de las sombras, un hombre de largo cabello oscuro y una túnica negra que se fundía en la penumbra, de manera que por un instante sólo fue visible el blanco de sus ojos.

– Buenas noches, Georgi Danílovich -saludó con voz clara, mostrando unos dientes amarillentos en lo que semejó una sonrisa.

– Padre Grigori -contesté, pues, aunque nunca había hablado con él, había advertido su presencia en muchas ocasiones, entrando y saliendo de los aposentos de la zarina. Lo había visto aquella primera noche en el Palacio de Invierno entonando una bendición sobre la cabeza de la emperatriz, y al mirarme me atrapó en el terror que irradiaban sus ojos.

– Confío en que no sea demasiado tarde para venir a verte.

– Estaba en la cama -dije, consciente de pronto de que había abierto la puerta ataviado tan sólo con el jubón holgado y los calzones que constituían mi pijama-. Quizá pueda esperar a mañana, ¿no?

– Creo que no -contestó sonriendo aún más, como si fuera una broma estupenda, y dio un paso adelante, no empujándome exactamente pero sí haciendo ademán de entrar, de modo que tuve que apartarme para permitírselo.

Se quedó de espaldas a mí, inmóvil mientras observaba mi cama, antes de mirar la estrecha ventana que daba al patio y permanecer ahí como si se hubiese vuelto de piedra. Sólo se giró hacia mí cuando hube cerrado la puerta y encendido una vela, pero su luz parpadeante era tan tenue que no pude distinguirlo mucho mejor.

– Me sorprende verlo aquí -dije, decidido a no parecer intimidado, pese a que su presencia resultaba amenazadora-. ¿Hay algún mensaje del zarévich?

– No; y si lo hubiera, ¿crees que te lo traería yo? -repuso, mirándome despacio de arriba abajo. Empecé a sentirme cohibido en ropa interior y cogí los pantalones, que me puse mientras él seguía observándome, sin apartar la mirada en ningún momento-. Tú y yo tenemos mucho en común, y sin embargo nunca hablamos. Es muy triste, ¿no crees? Podríamos ser buenos amigos.

– No se me ocurre el motivo. La verdad, padre Grigori, es que nunca he sido un hombre espiritual.

– Pero todos llevamos dentro el espíritu.

– No estoy tan seguro.

– ¿Por qué?

– Me crié sin una buena educación. Mis hermanas y yo teníamos que trabajar duro. No había tiempo para venerar iconos o rezar.

– Y sin embargo me llamas padre Grigori -replicó, pensativo-. Respetas mi posición.

– Por supuesto.

– Sabes cómo suelen llamarme, ¿verdad?

– Sí -admití, resuelto a no mostrar emoción alguna, ni temor ni admiración-. Lo llaman el stáretz.

– Así es. -Asintió con la cabeza y esbozó una leve sonrisa-. Un maestro venerado, que lleva una vida por completo honorable. ¿Te parece apropiado ese nombre, Georgi Danílovich?

– No estoy seguro -contesté tragando saliva-. No lo conozco bien, padre.

– ¿Te gustaría?

No tenía respuesta a esa pregunta, y me quedé inmóvil, deseando alejarme de su presencia pero sintiendo que mis piernas eran dos grandes pesos que me sujetaban al suelo.

– Tienen otro nombre para mí -dijo al cabo de un largo silencio, y su tono fue entonces grave y profundo-. Imagino que lo habrás oído también.

– Rasputín -respondí.

– Eso es. ¿Y sabes qué significa?

– Significa un hombre de poca virtud. -Traté de que mi voz sonara firme, pues aquellos ojos oscuros que no parpadeaban estaban clavados en los míos y me producían una inquietud tremenda-. Un hombre que tiene tratos con mucha gente.

– Qué educado eres, Georgi Danílovich. -Esbozó una leve sonrisa-. «Que tiene tratos con mucha gente.» Una frase muy curiosa. Lo que quieren decir es que tengo relaciones con todas las mujeres que me encuentro.

– Sí.

– Mis enemigos aseguran que he violado a la mitad de la población de San Petersburgo, ¿no es eso?

– Lo he oído decir.

– Y no sólo a mujeres, sino a niñas también. Y a chicos. Dicen que sacio mis apetitos donde sea que hallo el modo.

Tragué saliva con nerviosismo y aparté la mirada.

– Hay quienes han tenido incluso la temeridad de insinuar que me he llevado al lecho a la zarina. Y que he penetrado a las grandes duquesas una tras otra, como un toro en celo. ¿Qué opinas de eso, Georgi Danílovich?

Volví a mirarlo con una mueca de repulsión. Tuve ganas de pegarle, de echarlo de mi habitación, pero me sentí impotente bajo aquella oscura mirada. Un escalofrío me recorrió la espalda y pensé huir pasillo abajo, cualquier cosa para alejarme de aquel hombre. Sin embargo, no lo hice. Pese a lo mucho que me desagradaban sus palabras, estaba cautivado por él, como si las piernas no fueran a obedecerme cuando les ordenase echar a correr. Hubo un largo silencio y él pareció disfrutar con mi desasosiego, pues sonrió y luego soltó una leve risa mientras movía la cabeza.

– Mis enemigos son unos mentirosos, por supuesto -dijo al fin, extendiendo los brazos como si quisiera abrazarme-. Unos fantasiosos, todos y cada uno de ellos. Unos infieles. Yo soy un hombre de Dios, nada más, pero ellos me describen como un sujeto sumido en el libertinaje. Además son unos hipócritas, pues tú mismo lo has dicho: un instante soy un hombre honorable y al siguiente un hombre de poca virtud. Nadie puede ser un stáretz y Rasputín a la vez, ¿no estás de acuerdo? No permito que esa clase de gente me injurie, desde luego. ¿Sabes por qué?