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Negué con la cabeza.

– Porque me han puesto en esta tierra con un propósito más importante que el de ellos. ¿Te da alguna vez esa sensación, Georgi Danílovich? ¿La de que hay una razón por la que te han enviado aquí?

– A veces -musité.

– ¿Y cuál crees tú que es esa razón?

Lo pensé y abrí la boca para responder, pero volví a cerrarla. Había contestado «a veces», pero lo cierto es que nunca había considerado esa cuestión; sólo cuando él me hizo la pregunta entendí que sí, que creía haber sido conducido hasta ese lugar por una razón que todavía no comprendía. La sola idea bastó para inquietarme aún más, y cuando alcé la vista, el stáretz esbozaba de nuevo esa horrible sonrisa suya, tan extraña que, por mucho que me repugnara, no podía apartar los ojos de ella.

– Antes he dicho que tú y yo tenemos mucho en común -dijo, y los charcos oscuros que rodeaban sus pupilas giraron a la luz de la vela, tan malévolos y destructivos como el Neva en lo más crudo del invierno.

– A mí no me lo parece.

– Pero tú eres el protector del chico, y yo el guardián de la madre. ¿Acaso no lo ves? ¿Y por qué nos importan tanto? Porque amamos a nuestro país. ¿No es cierto? No puedes permitir que el chico sufra daño alguno, o el zar habrá de gobernar sin un heredero de su propia sangre. Y en estos tiempos de crisis, además. La guerra es algo terrible, Georgi Danílovich, ¿no estás de acuerdo?

– Yo no permito que Alexis sufra daño alguno -protesté-. Daría mi vida por él si tuviese que hacerlo.

– ¿Y cuántas semanas sufrió en Moguiliov? ¿Cuántas semanas sufrieron todos: el niño, las hermanas, la madre, el padre? Creyeron que iba a morir, ya lo sabes. Tú permaneciste despierto por las noches oyendo sus gritos, como todos. ¿A qué te sonaban: a ruido o a música?

Tragué saliva. Todo lo que decía era cierto. Los días y semanas siguientes a la caída del zarévich fueron de pesadilla. Jamás había visto a nadie padecer de esa manera. Cuando me permitieron entrar en su alcoba a hablar con él, no vi al chico alegre y vivaz con quien había establecido una relación casi fraternal. Me encontré en cambio con un niño esquelético, con los miembros retorcidos y crispados sobre el lecho, la cara amarillenta y la piel empapada en sudor, por muchas compresas frías que le aplicaran. Vi a un niño que me miraba con unos ojos que no reconocían a nadie y sin embargo rogaban que lo ayudara, un inocente que tendió una mano con la poca fuerza que le quedaba y me gritó, me imploró que hiciera algo, lo que fuera, para acabar con su tormento. Jamás había presenciado un sufrimiento como aquél, jamás había creído siquiera que semejante agonía pudiese existir. No sé cómo sobrevivió. Cada día y cada noche esperé que sucumbiera al dolor y se nos fuera. Pero eso no sucedió. Hizo gala de una fortaleza inesperada. Fue la segunda vez que sentí que aquel niño podía convertirse efectivamente en zar.

Y todo ese tiempo, durante aquellas tres semanas de tortura, la zarina, esa buena mujer, casi nunca se apartó de su lado. Estuvo sentada junto a él, cogiéndole la mano, hablándole, susurrándole, animándolo. Ella y yo no éramos amigos, pero por Dios que yo sabía reconocer a una madre devota y cariñosa cuando la veía, sobre todo porque no la había tenido. Cuando todo terminó y el alivio llegó por fin, cuando Alexis empezó a mejorar y recobrar las fuerzas, la zarina había envejecido visiblemente. Tenía el cabello veteado de gris y la piel manchada por la angustia. Aquel incidente, del que yo era el único responsable, la había alterado de manera irreparable.

– Si hubiese podido ayudarlo, lo habría hecho -le dije al stáretz-. No pude hacer nada.

– Por supuesto que no -coincidió, extendiendo las manos y sonriendo-. Pero no debes culparte por lo que ocurrió. De hecho, por eso he venido a visitarte esta noche, Georgi. Para darte las gracias.

Fruncí el entrecejo y me quedé mirándolo.

– ¿Para darme las gracias?

– Por supuesto. Su majestad la zarina ha estado muy ocupada últimamente con la salud de su hijo. Le inquieta haberse mostrado quizá… desagradable contigo.

– No pienso nada parecido, padre Grigori -mentí-. Ella es la emperatriz. Puede tratarme como quiera.

– Sí, pero pensamos que es importante que comprendas que te valoran.

– ¿Pensamos?

– La zarina y yo.

Enarqué una ceja, sorprendido de que lo formulara así.

– Bueno, pues no es necesario que me agradezcan nada -repuse por fin, algo confuso y nada convencido de que la zarina hubiese dicho algo semejante o le hubiese encargado aquella misión-. Y, por favor, transmítale a su majestad que haré cuanto esté en mi mano por asegurarme de que no vuelva a ocurrir un incidente así.

– No eres sólo un chico guapo, ¿verdad? -preguntó entonces en voz baja, dando un paso hacia mí, de forma que sólo nos separaron unos centímetros y me vi con la espalda contra la pared-. Además, eres muy leal.

– Eso espero -contesté, deseando que se marchara.

– Los chicos de tu edad no siempre son tan leales -añadió, acercándose aún más.

Capté su mal aliento y sentí su cuerpo rozando el mío. Se me revolvió el estómago; tuve el convencimiento de que lo habían mandado a asesinarme, pero él se limitó a ladear un poco la cabeza y sonreír con expresión agorera y espectral, mirándome fijamente con aquellos terribles ojos.

– Eres leal a la familia entera -ronroneó, deslizándome un dedo por el brazo, desde el hombro-. Y serías capaz de dejarte pegar un tiro por el niño. -Apoyó la palma de la mano contra mi pecho; y el corazón se me desbocó al sentirla-. Pero ¿dónde estarás en el futuro cuando lleguen los disparos?

– Padre Grigori, por favor -musité, desesperado por que se fuera-. Por favor… se lo ruego.

– ¿Dónde estarás, Georgi, cuando se abran las puertas y entren los hombres con sus revólveres? ¿Te interpondrás entonces en el camino de las balas o te ocultarás como un cobarde entre los árboles?

– No sé de qué está hablando -exclamé, confuso-. ¿Qué hombres? ¿Qué balas?

– Te dejarías pegar un tiro por la muchacha, ¿no es así?

– ¿Qué muchacha?

– Ya sabes cuál, Georgi -contestó, con la mano contra mi abdomen, y esperé que apareciese un cuchillo, que me lo hundiera en las entrañas y lo retorciera.

Lo sabía, era obvio. Había descubierto la verdad sobre Anastasia y yo, y lo habían enviado a matarme por mi imprudencia. No iba a negarlo: la amaba, y si ése tenía que ser mi destino, adelante. Cerré los ojos, esperando sentir cómo me laceraba la carne y la sangre se derramaba para empaparme los pies descalzos con su pegajosa calidez, pero transcurrió un segundo tras otro, y un minuto tras otro, y no pasó nada, ninguna hoja me abrió en canal, y cuando volví a abrir los ojos, el hombre había desaparecido. Fue como si se hubiese disuelto en el ambiente, sin dejar huella alguna de su presencia.

Sudando, temblando de miedo, me derrumbé en el suelo y me tapé la cara con las manos. El stáretz lo sabía todo, por supuesto que sí. Pero ¿a quién se lo habría contado? Y cuando lo descubrieran, ¿qué sería de mí?

La duquesa Rajisa Afónovna estaba a cargo del personal doméstico en el Palacio de Invierno, y se había mostrado sorprendentemente simpática conmigo desde nuestro primer encuentro, el día siguiente a mi llegada a la ciudad. Nuestros caminos se cruzaban de vez en cuando, puesto que era íntima de la zarina, y en esas ocasiones siempre me saludaba con cordialidad y se detenía a conversar, algo que muchos de su categoría nunca se dignarían hacer. De modo que a ella acudí a la mañana siguiente a preguntar por un posible empleo para Asya.