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La duquesa tenía un despacho relativamente pequeño en la planta baja del palacio. Llamé a la puerta y esperé a que contestara antes de asomar la cabeza y saludarla.

– Georgi Danílovich -dijo con una sonrisa-. Adelante. Qué sorpresa tan agradable.

– Buenos días, excelencia -saludé y, tras cerrar la puerta, me senté donde me indicaba, junto a ella en un pequeño sofá. Habría preferido la butaca que había un poco más allá, pero implicaba una posición de superioridad y no me atreví-. Espero no molestarla.

– En absoluto -contestó, recogiendo unos papeles que tenía delante para dejarlos con cuidado en una mesilla cercana-. La verdad es que agradezco la distracción.

Asentí con la cabeza, sorprendido una vez más de que me tratase tan bien, en marcado contraste con su amiga la zarina Alejandra, que hacía caso omiso de mi persona.

– Bueno, ¿cómo estás, Georgi? ¿Te vas adaptando bien?

– Muy bien, excelencia. Creo que empiezo a comprender mis obligaciones.

– Y tus responsabilidades también, espero. Pues las tienes, y muchas. He oído decir que te has ganado la confianza del zarévich.

– Así es. -Sonreí con cariño ante la mención de Alexis-. Me tiene bastante ocupado, si se me permite decirlo.

– Se te permite -repuso sonriendo-. Es un chico enérgico, de eso no hay duda. Algún día será un gran zar, si todo va bien -agregó, y yo fruncí el entrecejo, sorprendido por sus palabras; me pareció que se ruborizaba levemente antes de corregirse-: Será un gran zar, sin duda. Pero debe de resultarte extraño estar aquí, ¿no?

– ¿Extraño? -repetí, sin saber muy bien a qué se refería.

– Estar tan lejos de casa, de tu familia. Yo misma echo mucho de menos a mi hijo Lev.

– ¿Él no vive en San Petersburgo?

– Habitualmente sí. Pero ahora está… -Suspiró, moviendo la cabeza-. Es soldado, por supuesto. Está luchando por su país.

– Entiendo. -Tenía sentido. La duquesa no llegaba a los cuarenta años; era lógico que tuviese un hijo en el ejército.

– Lev tendrá un par de años más que tú. Me recuerdas a él en ciertos aspectos.

– ¿De veras?

– Un poco. Tienes su misma altura. Y su cabello. Y su constitución. -Rió un poco y añadió-: En realidad, podríais ser hermanos.

– Debe de estar preocupada por él.

– A veces consigo dormir toda la noche -contestó con una media sonrisa-. Pero no muy a menudo.

– Lo siento -dije, pues percibí que podía entristecerse-. No debería hablar de esas cosas con usted.

– No pasa nada -sonrió-. Unas veces tengo miedo por él, otras me siento orgullosa. Y otras siento rabia.

– ¿Rabia? -me asombré-. ¿Por qué?

Ella titubeó y apartó la mirada. Pareció contenerse para no decir lo que quería decir.

– Por la dirección en que nos está llevando -masculló-. Por la locura que supone todo esto. Por su absoluta incompetencia en cuestiones militares. Hará que nos maten a todos.

– ¿Su hijo? -pregunté, pues sus palabras no tenían mucho sentido para mí.

– No, no me refiero a mi hijo, Georgi. Él no es más que un títere. Pero ya he dicho demasiado. Has venido a verme. ¿En qué puedo ayudarte?

Vacilé, sin saber muy bien si proseguir con aquella conversación, pero decidí que no.

– Sólo me preguntaba si por casualidad necesitaría alguien más en el personal doméstico.

– Confío en que no estés pensando en cambiar la Guardia Imperial por un delantal y una cofia.

– No -contesté con una leve risita-. Se trata de mi hermana, Asya Danilovna. Tiene la aspiración de servir aquí.

– ¿De veras? -preguntó la duquesa con interés-. Supongo que será una muchacha con buen carácter, ¿no?

– Irreprochable.

– Bueno, pues aquí siempre hay trabajo para muchachas de carácter irreprochable -contestó con una sonrisa-. ¿Está en San Petersburgo o en…? Lo siento, Georgi, he olvidado de dónde procedes.

– Kashin. En el gran ducado de Moscovia. Y no, no está allí, sino que ya… -Titubeé y me corregí-: Discúlpeme; sí, todavía está allí. Pero le gustaría marcharse.

– Bueno, yo creo que puede llegar aquí en unos días si la mandamos llamar. Escríbele, Georgi, cómo no. Invítala a venir, y cuando llegue comunícamelo. Podremos encontrarle un puesto aquí.

– Gracias -concluí, poniéndome en pie, no muy seguro de por qué había mentido sobre el paradero de Asya-. Es usted muy amable conmigo.

– Ya te lo he dicho… -Sonrió y volvió a coger sus papeles-. Me recuerdas a mi hijo.

– Encenderé una vela por él.

– Gracias.

Le hice una profunda reverencia, salí de la habitación y me quedé parado unos instantes en el pasillo. Una parte de mí se alegraba muchísimo de poder llevarle esa noticia a mi hermana, de volver a ser un héroe a sus ojos. Y otra parte estaba enfadada por que Asya fuera a entrar en ese mundo que me pertenecía, que quería sólo para mí.

– Pareces confuso, Georgi Danílovich -dijo el stáretz, el padre Grigori, apareciendo ante mí de forma tan repentina e imprevista que solté un grito de sorpresa-. Tranquilízate -añadió en voz baja, tendiendo una mano para cogerme el hombro, acariciándolo levemente.

– Llego tarde a mi encuentro con el conde Charnetski -dije para librarme de él.

– Un hombre odioso -declaró con una sonrisa que mostró sus dientes amarillentos-. ¿Por qué vas con él? ¿Por qué no te quedas conmigo?

Una parte de mí, inesperada y absolutamente incomprensible, sintió el deseo de contestarle: «Sí, de acuerdo.» Pero me zafé y me alejé por el pasillo sin decir una palabra.

– ¡Tomarás la decisión adecuada al final! -exclamó, y su voz resonó en las paredes de piedra y en mi cabeza-. Antepondrás tus propios placeres a los deseos de los demás. Eso es lo que te hace humano.

Eché a correr, y en unos instantes el ruido de mis botas por el pasillo ahogó la verdad que contenían aquellas palabras.

Durante todo el invierno y el inicio de la primavera de 1916, me aseguré de que el zarévich no llevara a cabo actividades que pudieran ocasionarle algún daño; no fue tarea fácil, pues era un travieso chico de once años que no veía motivo para que le negaran los mismos juegos y ejercicios de que disfrutaban sus hermanas. En muchas ocasiones perdía los estribos con sus guardaespaldas y se arrojaba en la cama para golpear la almohada con los puños, irritado por tanta protección. Quizá su frustración se veía exacerbada por tener sólo hermanas, y por no poder hacer las cosas que más deseaba pese a ser el zarévich.

A finales del invierno, la familia imperial fue de excursión a patinar en un lago helado cerca de Zárskoie Selo. El zar y sus cuatro hijas, junto al maestro Gilliard y el doctor Féderov, pasaron la tarde surcando el grueso hielo, mientras, a salvo en la orilla del lago y envueltos en pieles, guantes y gorros, permanecían sentados la zarina y su hijo.

– ¿No puedo ir ahí al menos unos minutos? -rogó Alexis cuando la luz empezó a declinar y fue obvio que el entretenimiento no tardaría en terminar.

– Ya sabes que no, cariño -respondió su madre, alisándole el cabello de la frente-. Si te pasara algo…

– Pero no va a pasarme nada -protestó-. Te lo prometo, tendré mucho cuidado.

– No, Alexis -repuso ella con un suspiro.

– Pero es muy injusto -espetó él, con las mejillas encendidas de resentimiento-. No veo por qué tengo que quedarme parado al borde del lago, mientras mis hermanas están ahí divirtiéndose. Mira a Tatiana. Está casi azul por culpa del frío. Y sin embargo nadie le dice que venga aquí a calentarse, ¿no? Y fíjate en Anastasia. No para de mirarme. Está claro que quiere que vaya a jugar con ellas.

Yo estaba de pie detrás del regio grupo, y sonreí un poco al oír eso, pues sabía que no era a su hermano a quien miraba Anastasia, sino a mí. No dejaba de asombrarme que hubiésemos logrado mantener nuestro romance en secreto durante casi un año. Por supuesto, era todo muy inocente. Organizábamos encuentros clandestinos, nos escribíamos notas privadas con una clave propia, y cuando estábamos seguros de hallarnos a solas, nos cogíamos de la mano, nos besábamos y nos decíamos que nuestro amor duraría siempre. Sólo teníamos ojos el uno para el otro y nos aterrorizaba que alguien pudiese enterarse de nuestro idilio, pues eso significaría sin duda la separación.