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– Pues él me enseñó todo lo que sé -declaró Anastasia con una dulce sonrisa.

– ¿Todo?

– Casi todo -concedió al cabo de unos instantes, haciendo un mohín mientras me miraba, que era lo más cerca que podíamos llegar de un beso en público.

– Probemos a hacer un círculo -propuse, bajando la vista hacia Alexis.

– ¿Un círculo?

– Sí, girar sobre nosotros mismos -expliqué, y añadí mirando a Anastasia-: Alteza, cójame la mano a mí también para formar un anillo.

Ella así lo hizo, y unos instantes después patinábamos en un pequeño círculo, una agradable danza que se vio interrumpida tan sólo cuando la zarina empezó a hacer aspavientos de frustración en la orilla del lago e insistió en que volviéramos. Con un suspiro, deseando que el momento durara para siempre, sugerí que regresáramos, pero en cuanto Alexis estuvo de nuevo a salvo en los brazos de su madre, Anastasia me agarró de nuevo de la mano y, más rápido ahora, se deslizó por el hielo mientras yo procuraba no quedarme atrás y mantener el equilibrio.

– ¡Anastasia! -exclamó la zarina, más que consciente de lo impropio que era que patinásemos de aquella manera, pero las estentóreas risas del zar cuando estuve a punto de caerme bastaron para convencerme de que se nos permitía la escapada, al menos durante unos instantes.

Así pues, patinamos. Y el patinaje se convirtió en danza. Nos situamos uno junto al otro para movernos y avanzar al unísono. No duró más de unos minutos, pero me pareció una eternidad. Cuando pienso en Zarskoie Selo y en el invierno de 1916, es esa escena la que recuerdo con mayor viveza.

La gran duquesa Anastasia y yo, solos en el hielo, cogidos de la mano, bailando al son de nuestro propio ritmo, mientras el rojo sol descendía y se oscurecía ante nuestros ojos, y sus padres y hermanos nos observaban desde lejos, ignorando nuestra pasión, ajenos a nuestro romance. Bailando acompasados, en una perfecta combinación de dos, deseando que aquel momento no acabase nunca.

Y ahora he de relatar el momento de mayor vergüenza de mi vida. Vivo con ese recuerdo, diciéndome que era joven, que estaba enamorado, no sólo de Anastasia sino de la familia imperial entera, del Palacio de Invierno, de San Petersburgo, de toda esa nueva vida que se me había impuesto de forma tan inesperada. Me digo que estaba ebrio de egoísmo y orgullo, que no quería que nadie más formase parte de mi nueva existencia, que sólo deseaba volver a empezar. Me digo todas esas cosas, pero no basta. Fue un pecado.

Asya me estaba esperando a la hora acordada; sospeché que llevaba allí gran parte de la tarde.

– Lo siento -dije, mirándola a los ojos mientras la traicionaba-. Aquí no hay nada para ti. Lo he preguntado, pero no pueden hacer nada.

Ella asintió con la cabeza y aceptó sin quejas mis palabras. Cuando desapareció en la noche, me dije que estaría mejor en Kashin, donde tenía amigos y familia, un hogar. Y luego la aparté de mis pensamientos como si no fuese más que una conocida lejana, no una hermana que me quería.

Jamás volví a verla ni a saber de ella. He de vivir con ese recuerdo, con esa deshonra.

1941

No advertí la presencia del caballero las tres primeras ocasiones en que apareció en la biblioteca, pero la cuarta, la señorita Simpson, muy impresionada con él, me llevó aparte con expresión de júbilo.

– Ahí está otra vez -susurró, asiéndome del brazo y mirando hacia la sala de lectura antes de volverse de nuevo hacia mí; nunca la había visto tan animada. Mostraba la emoción febril de un niño en la mañana de Navidad.

– ¿Quién?

– Él, quién va a ser -contestó, como si estuviésemos enzarzados en una conversación sobre aquel tipo y yo me mostrara deliberadamente tardo-. Yo lo llamo señor Tweed. Usted había reparado en él, ¿no?

La miré fijamente, preguntándome si se habría vuelto loca; al fin y al cabo, la guerra estaba haciendo estragos en la mente de lodo el mundo. Los continuos bombardeos, la amenaza de bombardeos, las secuelas de los bombardeos… todo eso bastaba para inclinar el alma más racional hacia la demencia.

– Señorita Simpson, no tengo ni idea de qué me habla. Aquí hay alguien a quien ha visto antes, ¿no es eso? ¿Se trata de alguna clase de alborotador? No la comprendo.

Me agarró para apartarme del escritorio en que yo trabajaba, y unos instantes después estábamos ocultos tras una estantería, espiando a un hombre sentado a una de las mesas de lectura, inmerso en un gran volumen de consulta. No había en él nada digno de mención, aparte de que iba vestido con un caro traje de tweed, de ahí el apodo de la señorita Simpson. Supongo que también era bastante apuesto, con el cabello oscuro peinado hacia atrás con fijador. Su bronceado indicaba que no era inglés o bien que había pasado mucho tiempo en el extranjero. Desde luego, lo más extraño era que un hombre de su edad -tendría unos treinta años- estuviese en la biblioteca del Museo Británico un jueves a las dos de la tarde. Al fin y al cabo, debería estar en el ejército.

– Bueno, ¿qué pasa con él? -quise saber, irritado por el entusiasmo de mi joven colega-. ¿Qué ha hecho?

– Esta semana ha venido todos los días -contestó ella asintiendo con determinación-. ¿No lo había visto?

– No. No suelo fijarme en los jóvenes caballeros que deciden utilizar la biblioteca.

– Creo que le gusto -dijo con una risita, y volvió a mirarlo con una sonrisa apreciativa-. ¿Qué tal estoy, señor Yáchmenev? ¿Llevo bien el pintalabios? Hacía meses que no usaba, pero esta mañana encontré uno viejo al fondo del cajón y pensé que era una señal de buena suerte, así que lo utilicé para animarme un poco. ¿Y qué tal mi pelo? Llevo un cepillo en el bolso. ¿Qué opina? ¿Cree que debería darle un cepillado rápido?

La miré con creciente irritación. No es que fuera inmune a la frivolidad que los jóvenes mostraban de vez en cuando; al fin y al cabo, en los últimos años la vida cotidiana se había vuelto más difícil y aterradora para todos. Lo último que quería era negarle un instante de diversión en las raras ocasiones que podía tenerlo. Pero la jovialidad que era capaz de soportar tenía un límite. Me pareció, por decirlo llanamente, un fastidio.

– Yo la veo bien -dije, apartándome de ella para volver a mi trabajo-. Y la vería aún mejor si continuara con su tarea y dejara de perder el tiempo con esas tonterías. ¿No tiene nada mejor que hacer?

– Por supuesto que sí. Pero vamos, señor Yáchmenev, lo cierto es que quedan muy pocos hombres en Londres; y échele un vistazo: ¡es guapísimo! Si viene todos los días para verme, bueno, no voy a decirle que no, ¿verdad? Quizá sólo sea demasiado tímido para hablarme. Eso tiene fácil solución, claro.

– Señorita Simpson, por favor, ¿no…?

Pero era demasiado tarde. Ella cogió un libro de la estantería y echó a andar hacia el señor Tweed. Pese a mis mejores intenciones, me encontré observando con el morboso deseo de saber qué pasaría; la conducta de la señorita Simpson siempre provocaba cierta reacción voyerista que en ocasiones me permitía. Mi colega avanzó contoneando las caderas, con toda la confianza de una estrella de cine, y cuando llegó ante el hombre, dejó caer a propósito el libro, el cual aterrizó en el suelo de mármol con un estrépito que reverberó en toda la sala y me hizo poner los ojos en blanco. Al inclinarse para recogerlo, le ofreció a quien estuviese cerca una clara perspectiva del trasero y la liga de las medias. Fue casi indecente, pero la señorita Simpson era una joven guapa y yo habría tenido que ser un hombre más fuerte para apartar la mirada.

El señor Tweed se agachó a recoger el libro, y ella rió y le dijo algo mientras le tocaba el hombro de la americana, pero él se zafó rápidamente y musitó una escueta respuesta antes de ponerle el volumen en las manos. Siguió otra pregunta por parte de la joven; esta vez, él se limitó a abrir la tapa de su libro para revelar el título y ella se inclinó para verlo, brindándole una vista bien clara de su generoso escote. Pero el hombre no parecía inmutarse ante el espectáculo, y bajó la mirada con caballerosidad. Desde donde me encontraba, alcancé a ver que había estado sumido en el estudio de la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Gibbon, y me pregunté si sería académico o alguna clase de profesor. Quizá padecía una enfermedad que le impedía alistarse. Había varias razones por las que podía hallarse en la biblioteca.