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No era sorprendente que despertase tal interés en la señorita Simpson. Unos años antes, pasaban a diario varios hombres jóvenes por la biblioteca o el museo, pero la vida había cambiado considerablemente desde el estallido de la guerra, y la presencia de un joven disponible en nuestras mesas de lectura, cuando tantos habían abandonado las ciudades como atraídos por un marcial flautista de Hamelín, era desde luego digna de atención. Nuestras vidas estaban determinadas por racionamientos, toques de queda y el sonido de las sirenas antiaéreas todas las noches. Al recorrer las calles, se veían grupitos de dos o tres muchachas, todas enfermeras ahora, apresurándose entre hospitales improvisados y sus viviendas de alquiler, pálidas y ojerosas por la falta de sueño y el contacto con los cuerpos destrozados de sus compatriotas. Sus blancas faldas estaban con frecuencia moteadas de escarlata, pero parecía que ya no lo notaban, o quizá no les importaba.

Durante dos años yo había esperado que se cerrase indefinidamente la biblioteca, pero era uno de esos símbolos de la vida británica ante los que Churchill mantenía una postura obstinada y desafiante, de forma que seguimos abiertos al público, muchas veces como santuario para los oficiales administrativos del Ministerio de la Guerra, que se sentaban en rincones tranquilos de la sala de lectura a consultar mapas y libros en un intento de impresionar a sus superiores con estrategias históricamente probadas para la victoria. Funcionábamos con mucho menos personal que antes, aunque el señor Trevors todavía estaba con nosotros, pues era demasiado mayor para alistarse. La señorita Simpson había llegado al comienzo de las hostilidades; hija de un hombre de negocios con buenos contactos, le habían dado el puesto debido a que «no soportaba ver sangre». Había un par de ayudantes más, ninguno en edad de combatir, y luego estaba yo. El tipo ruso. El refugiado político. El hombre que llevaba casi veinte años viviendo en Londres y despertaba de pronto la desconfianza de todos por una sola razón.

Mi voz.

– Bueno, desde luego el hombre no muestra sus cartas -comentó la señorita Simpson al regresar a mi escritorio, donde yo volvía a estar, cansado de observar su coqueteo.

– No me diga -repuse, tratando de no mostrar el menor interés.

– Sólo le pregunté su nombre -continuó, sin importarle mi tono-, y contestó que si no era un poco atrevido por mi parte, así que le dije: «Bueno, yo lo llamo señor Tweed por ese magnífico traje que lleva siempre, ¿regalo de su esposa o de su novia, quizá?» Y va y contesta: «Me temo que eso sería revelar demasiado», dándose aires, y yo le digo que esperaba que no me considerara una curiosa, pero que no veíamos gente como él muy a menudo. «¿Gente como yo? ¿Qué quiere decir?», preguntó. Y bueno, yo le expliqué que no pretendía ofenderlo, pero que parecía una clase superior de persona, eso es todo, alguien con buena conversación, quizá, y que si le interesaba, más tarde estaba libre para…

– ¡Señorita Simpson, por favor! -Cerré los ojos frotándome las sienes con irritación, pues aquella cháchara me estaba provocando dolor de cabeza-. Esto es una biblioteca, un lugar de erudición y aprendizaje. Y usted está aquí para trabajar. No es un espacio para cotilleos, coqueteos o charlas absurdas. Si es posible, si fuera tan amable de reservarse sus…

– Vale, vale, perdone usted -dijo, con los brazos en jarras como si acabara de lanzarle el peor insulto-. Hay que ver, señor Yáchmenev. Cualquiera diría que pretendía revelarles secretos de Estado a los nazis.

– Lo siento si he sido brusco -contesté con un suspiro-. Pero de verdad que esto es demasiado. Hay dos carritos llenos de libros que llevan toda la mañana esperando a ser clasificados. Hay libros en las mesas que aún no se han devuelto a sus estantes. ¿De verdad le parece demasiado pedir que se limite a hacer su trabajo?

Ella me miró con furia unos segundos más, frunció los labios e hizo una mueca antes de darse la vuelta y alejarse con toda la dignidad que pudo reunir. La observé un momento y me sentí un poco culpable. La señorita Simpson me caía bien, no pretendía hacerle daño a nadie y, en general, era una compañía agradable. Pero me estremecí ante la idea de que Arina se convirtiera algún día en una joven así.

– Vaya mujer, ¿eh? -comentó alguien en voz baja, y al alzar la mirada vi al señor Tweed, de pie ante mí. Bajé de nuevo la vista para cogerle el libro, pero no llevaba ninguno-. Imagino que es de armas tomar -añadió.

– Tiene buen corazón -repuse, sintiéndome lo bastante solidario para no criticar a una compañera de trabajo ante un extraño-. Supongo que la mayoría de los jóvenes tiene muy poco con que entretenerse últimamente. Pero acepte mis disculpas si lo ha molestado, señor. Posee un temperamento exaltado, eso es todo. Creo que se ha sentido halagada por su interés hacia ella, si no le importa que se lo diga.

– ¿Mi interés? -se sorprendió arqueando una ceja.

– Porque usted haya venido a verla a diario.

– No he estado viniendo por ella -declaró con un tono que me hizo mirarlo de otra manera. Había algo curioso en su aspecto, algo que implicaba que quizá no fuese el académico por el que lo había tomado.

– No comprendo. ¿Hay algo que pueda…?

– No es a ella a quien vengo a ver, señor Yáchmenev -me interrumpió.

Me quedé mirándolo y sentí que se me helaba la sangre. Lo primero que intenté descifrar era si tenía acento o no. Si era también un refugiado político. Si era uno de nosotros.

– ¿Cómo sabe mi nombre? -pregunté con calma.

– Es usted el señor Yáchmenev, ¿no? ¿El señor Georgi Danílovich Yáchmenev?

Tragué saliva.

– ¿Qué quiere?

– ¿Yo? -Pareció un poco sorprendido, pero luego sacudió la cabeza y apartó la mirada un segundo, antes de acercarse más-. No quiero nada. No soy yo quien quiere su ayuda, quien necesita su ayuda.

– ¿Quién, entonces? -quise saber, pero él se limitó a esbozar una sonrisa, la clase de sonrisa que, de no haber estado por fin enfrascada en su trabajo en otra parte de la sala de lectura, podría haber supuesto la perdición de la señorita Simpson.

Las incursiones aéreas sobre Londres llevaban meses en marcha y se habían incrementado a tal punto que pensé que nos volverían locos a todos. Por las noches esperábamos aterrorizados a que comenzara el gemido de las sirenas antiaéreas, y la expectativa era casi peor que el propio sonido, pues nadie lograba sentirse a salvo en el cinético silencio hasta que por fin e inevitablemente empezaban a sonar, y entonces, Zoya, Arina y yo corríamos hacia el refugio subterráneo de Chancery Lane -los dos largos túneles paralelos que se llenaban deprisa con residentes de las calles circundantes- para encontrar sitio.

Sólo había ocho refugios como ése en la ciudad, muy pocos para la cantidad de personas que los necesitaban, y eran lugares oscuros y desagradables, pasadizos subterráneos apestosos, ruidosos y fétidos, donde, por irónico que fuera, nos sentíamos aún menos a salvo que en casa. Pese a las estrictas reglas sobre a qué refugio debía dirigirse cada uno, la gente empezaba a acudir a media tarde desde los barrios más distantes de Londres y esperaba fuera para asegurarse un sitio, y solía haber una indecorosa carrera para entrar en cuanto abrían las puertas. Pese a la leyenda popular que se ha forjado con el tiempo, avivada por las llamas del patriotismo y la paz que da la retrospectiva cuando uno está a salvo, no recuerdo momentos alegres en esos refugios; pocas noches había alguna muestra de solidaridad entre aquellas pobres ratas obligadas a esconderse bajo tierra. Rara vez hablábamos, rara vez reíamos, nunca cantábamos. Nos congregábamos en pequeños grupos familiares, temblando ansiosos y con los nervios a flor de piel. Teníamos la constante y aterradora sensación de que, en cualquier momento, el techo se derrumbaría sobre nuestra cabeza para enterrarnos a todos en tumbas coronadas por escombros bajo las calles de la ciudad destruida.