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– Si me importara no estaría aquí, señor Jones. Además, lo cierto es que no son nada discretos. Los he oído hablar ahí dentro. En realidad no es muy seguro. Espero que no lo utilicen con gente más importante que yo.

Asintió y se encogió de hombros a modo de disculpa antes de sentarse en un rincón de la habitación para leer mis páginas con cuidado. Llevaba un traje distinto del de la biblioteca el día que se presentó ante mí, pero también de muy buena calidad, y no pude sino preguntarme cómo podía permitírselos en un tiempo en que el racionamiento era tan estricto. «Señor Tweed», lo había llamado la señorita Simpson aquella primera tarde. Él se presentó un poco más tarde como «señor Jones», sin dar un nombre de pila, un acercamiento tan inusual que sugería que el apellido no era más real que el pergeñado por la señorita Simpson. Aunque lo cierto es que no importaba. Su identidad no cambiaba las cosas para mí. Al fin y al cabo, no era la primera persona en mi vida que fingía ser quien no era.

– Su traje -dije, mientras observaba cómo examinaba mis frases, y su expresión pasó de la aprobación a la sorpresa.

– ¿Mi traje? -repitió alzando la vista.

– Sí. Sólo estaba admirándolo.

Se quedó mirándome y las comisuras de su boca se elevaron un poco, como si no supiera muy bien cómo tomarse el comentario.

– Gracias -dijo con un dejo de suspicacia.

– Me pregunto cómo puede permitirse un joven como usted un traje así. Con los tiempos difíciles que corren, quiero decir.

– Tengo algunas rentas -respondió, lo que me indicó que no quería hablar del tema. Se acercó para sentarse a mi lado-. Esto está muy bien. Ha evitado los errores que cometen la mayoría de nuestros traductores.

– ¿Que son?

– Traducir cada palabra y cada frase exactamente como aparecen en el papel, pasando por alto los distintos giros idiomáticos de una lengua a otra. En realidad no ha traducido las cartas, ¿verdad? Lo que ha hecho es contarme qué dice cada una. Hay una diferencia considerable.

– Me alegra que lo aprecie. Pero querría preguntarle algo.

– Por supuesto.

– Es obvio que su ruso es tan bueno como el mío.

– De hecho, señor Yáchmenev -contestó con una sonrisa-, es mejor.

Me quedé boquiabierto, divertido con su arrogancia, pues tenía sus buenos quince años menos que yo y un acento que implicaba que se había educado en Eton, Harrow o alguna de las escuelas que convertían a los hijos de padres ricos en jóvenes caballeros.

– ¿Es usted ruso? -pregunté con incredulidad-. Suena tan… inglés.

– Porque soy inglés. Sólo he estado en Rusia unas cuantas veces. En Moscú. En Leningrado, por supuesto. Y en Stalingrado.

– San Petersburgo -me apresuré a corregirlo-. Y Zaritsin.

– Si lo prefiere así… Hacia el oeste he llegado hasta la meseta central siberiana, y hacia el sur, hasta Irkútsk. Pero meramente por placer. En cierta ocasión estuve incluso en Ekaterimburgo.

Yo observaba las cartas mientras él hablaba, disfrutando al ver de nuevo los caracteres rusos, pero al oír esa palabra, la más terrible, levanté de golpe la cabeza y lo miré fijamente, examinando su rostro en busca de algo que me revelara sus secretos.

– ¿Por qué? -quise saber.

– Me enviaron allí.

– ¿Por qué a Ekaterimburgo?

– Me enviaron allí.

Sentí una mezcla de emoción y ansiedad recorriéndome las venas. No recordaba la última vez que había conocido a alguien que dominara hasta ese punto sus emociones; un joven que nunca sudaba, nunca perdía los estribos y nunca decía nada si no estaba plenamente seguro de querer decirlo.

– Sólo ha estado de visita en Rusia -dije por fin, pues pareció que no iba a hablar hasta que yo lo hiciera.

– Exacto.

– ¿Nunca ha vivido allí?

– No.

– Y aun así, ¿cree que su ruso es mejor que el mío?

– Sí.

No pude evitar reír un poco ante su absoluta seguridad.

– ¿Puedo preguntarle por qué?

– Porque mi trabajo consiste en que mi ruso sea mejor que el suyo.

– ¿Su trabajo?

– Sí.

– ¿Y cuál es exactamente su trabajo, señor Jones?

– Tener un ruso mejor que el suyo.

Suspiré y aparté la mirada. Era una conversación inútil, por supuesto. Él no iba a decirme nada que no deseara decirme. Sería más sencillo limitarme a esperar a que hablase. En cualquier caso me diría lo mismo.

– Pero he de decir -añadió, cogiendo de nuevo las cartas y esparciéndolas por la mesa- que su ruso es excelente. Debo felicitarlo. Me refiero a que no lo ha practicado mucho en estos últimos veinte años, ¿verdad?

– Ah, ¿no?

– Está su esposa, claro -repuso, encogiéndose de hombros-. Pero no hablan ruso en casa. Y nunca en presencia de su hija.

– ¿Cómo sabe lo que hablo en mi casa? -pregunté, enfadándome un poco; detestaba que pareciera saber tanto sobre mí. Me había pasado veinte años tratando de proteger la intimidad de mi familia, y ahora ese joven se sentaba a mi lado para contarme cosas que no debería conocer. Quise saber cómo lo había descubierto. Quise averiguar qué más sabía sobre mí.

– ¿Me equivoco? -inquirió, captando quizá mi irritación y suavizando un poco el tono.

– Ya sabe que no.

– ¿Y cómo es eso, señor Yáchmenev? ¿Cómo es que no habla su propia lengua delante de Arina? ¿No quiere que la niña conozca su herencia cultural?

– Dígamelo usted. Parece saberlo todo sobre mí.

Ahora le tocó a él sonreír. Permanecimos así durante lo que se me antojó mucho tiempo, pero él no contestó; se limitó a asentir con la cabeza.

– De verdad que está muy bien -repitió, dando golpecitos con un dedo sobre las cartas-. Sabía que encontraría al hombre adecuado. Creo que la próxima vez podremos ofrecerle algo un poco más difícil e interesante.

La experiencia de ser ruso en Londres entre 1939 y 1945 no fue fácil. Muchas noches, Zoya me contaba cómo en la tienda de comestibles o en la carnicería, donde era clienta hacía años, la miraban con desconfianza en cuanto captaban su acento; que las porciones de carne racionada que le tendían desde el otro lado del mostrador eran siempre algo más pequeñas que las entregadas a las mujeres inglesas que la precedían y la seguían en la fila. Que la botella de leche estaba siempre más cerca de la fecha de caducidad y el pan un poco más duro. Cualquier lazo de amistad o aceptación que hubiésemos creado con nuestros vecinos durante más de veinte años, por mucho que nos hubiésemos creído integrados en su país, todo aquello pareció disiparse casi de la noche a la mañana. No les importaba que no fuésemos alemanes. No éramos ingleses; sólo contaba eso. Hablábamos de otra manera, de modo que debíamos de ser agentes enemigos, dispersos en el corazón de su capital para descubrir sus secretos, traicionar a sus familias, asesinar a sus hijos. El hedor de la sospecha nos rodeaba por todas partes.

Siempre que me detenía a leer uno de los carteles de propaganda pegados por doquier en las paredes de la ciudad – LA CHARLA DESPREOCUPADA CUESTA VIDAS, NUNCA SE SABE QUIÉN PUEDE ESTAR ESCUCHANDO, CUALQUIER MUJER GUAPA PUEDE SER UNA ESPÍA-, entendía por qué la gente interrumpía su conversación cuando me oía hablar y por qué se volvía para mirarme con los ojos muy abiertos, como si yo fuera una amenaza. Empecé a detestar hablar en tiendas o cafeterías, prefiriendo señalar lo que quería y confiando en que me sirvieran sin necesidad de abrir la boca. Cuando no estábamos evitando las bombas en los refugios antiaéreos, pasábamos las veladas en casa, donde podíamos hablar libremente sin tener que soportar las intimidantes miradas de extraños.

Hacia finales de 1941, yo regresaba a casa una tarde, especialmente abatido tras una jornada larga y difícil. La esposa, la hija y la suegra de mi jefe, el señor Trevors, habían muerto la noche anterior, cuando la casa familiar resultó alcanzada por una única bomba lanzada por un avión de la Luftwaffe que se había desviado bruscamente de su rumbo. Fue la peor suerte imaginable, pues la suya fue la única casa de la calle que sufrió daños, y el señor Trevors estaba deshecho por la tragedia. Había entrado en la biblioteca a última hora de la tarde sin que ninguno de nosotros lo advirtiera, y poco tiempo después oí gritos procedentes de su despacho. Cuando entré, el pobre hombre estaba sentado a su escritorio con una expresión de absoluto dolor, que dio paso a lágrimas y aullidos cuando traté de consolarlo. La señorita Simpson entró unos minutos después y me sorprendió al hacerse cargo por entero de la situación, sacando whisky no sé de dónde, antes de llevarlo a casa y ofrecerle la amistad que él podía admitir en tan terribles circunstancias.