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Todavía afectado por esos sucesos, de camino a casa hice algo absolutamente impropio de mí: entré en un bar con la necesidad perentoria de beber alcohol. El sitio estaba casi lleno, en su mayoría de hombres mayores que ya no tenían edad de alistarse, mujeres de todas las edades y unos cuantos soldados uniformados, de permiso. Apenas me fijé en ellos y fui derecho a la barra para apoyarme contra ella, alegrándome de que me ofreciera algún sostén.

– Una pinta de cerveza, por favor -le pedí al barman, que no me resultaba familiar pese a que el sitio era lo más cercano a un pub local que teníamos Zoya y yo, pero es que rara vez entrábamos allí.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó él con tono belicoso, entornando los ojos y mirándome con recelo apenas disimulado. Era difícil no advertir sus gruesos brazos, pues llevaba la camisa remangada hasta los bíceps, donde asomaba un tatuaje.

– He dicho una pinta de cerveza -repetí, y entonces él me observó unos diez segundos, como considerando si echarme a la calle o no, antes de asentir finalmente con la cabeza y dirigirse despacio a uno de los surtidores, donde llenó un vaso con mucha espuma, que luego dejó en la barra delante de mí-. ¿Es cerveza amarga? -pregunté, sabiendo perfectamente que lo mejor sería volver a casa. Zoya solía tener escondidas unas cuantas botellas de cerveza racionada en algún armario para emergencias como aquélla.

– Una pinta de cerveza amarga -anunció el barman señalándola-. Lo que ha pedido. Serán seis peniques, si hace el favor.

Ahora me tocó a mí titubear. Miré el vaso, con la invitadora película de humedad en sus paredes, y decidí que no era el momento de protestar. En el local había decrecido el murmullo de la conversación, como si los demás clientes confiaran en que yo hiciera algo, lo que fuera, que provocara una pelea.

– De acuerdo. -Hurgué en el bolsillo y dejé el importe exacto sobre la barra-. Gracias.

Me llevé la bebida para sentarme a una mesa vacía. Cogí un periódico que había dejado un cliente anterior y eché un vistazo a los titulares.

La mayoría de los artículos trataban de la guerra, por supuesto. Una serie de citas de un discurso pronunciado por Churchill la tarde anterior en Birmingham. Otro que Attlee había ofrecido en apoyo al gobierno. Breves notas sobre bombardeos, y una lista de personas que habían resultado muertas, su edad y ocupación, aunque todavía no había nada sobre la familia del señor Trevors; me pregunté un instante si aparecerían en las noticias del día siguiente o si habría demasiados muertos para incluirlos a todos. En cualquier caso, probablemente era malo para la moral pública citar el nombre de los fallecidos cada día. Me disponía a leer un artículo sobre un acontecimiento deportivo que apenas me interesaba cuando advertí que dos hombres se acercaban desde el otro extremo del bar y se sentaban en una mesa junto a la mía. Alcé la vista; casi habían apurado sus bebidas y supuse que llevaban cierto tiempo allí. Pero volví al periódico, pues no quería entablar conversación.

– Buenas tardes -saludó con una inclinación de la cabeza uno ellos, un tipo más o menos de mi edad de cara pálida y dientes cariados.

– Buenas tardes -respondí, y confié en que mi tono lo disuadiera de continuar.

– Lo he oído en la barra al pedir su copa. Usted no es de por aquí, ¿verdad?

Alcé la vista y solté un suspiro, preguntándome si no me convendría levantarme e irme de allí, pero decidí no permitir que me intimidaran.

– En realidad sí lo soy. Vivo a sólo unas calles de aquí.

– Es posible que viva a unas calles de aquí -repuso él negando con la cabeza-, pero no es de aquí, ¿verdad?

Lo miré fijamente, y luego a su compañero, que era un poco más joven y de aspecto más bien simplón.

– Sí lo soy -repetí con calma-. Llevo viviendo aquí casi veinte años.

– Pero debe de tener mi edad, como poco. ¿Dónde estuvo los veinte años anteriores, eh?

– ¿De verdad le importa?

– ¿Que si me importa? -repitió con una risotada-. Por supuesto que me importa, maldita sea, o no se lo preguntaría, ¿no? Que si me importa, dice -añadió, sacudiendo la cabeza y mirando alrededor como si el bar entero fuera su público.

– Es que me parece una pregunta bastante sosa, eso es todo.

– Oiga, amigo -replicó con mayor energía-, sólo pretendo charlar un poco. Digamos que estoy siendo simpático. Verá, aquí en Inglaterra somos así, simpáticos. Quizá no está muy familiarizado con nuestras costumbres, ¿es eso?

– Mire… -Dejé el vaso en la mesa y lo miré a los ojos-. Si no le importa, preferiría que me dejaran en paz. Sólo quiero tomarme la cerveza y leer este periódico.

– ¿En paz? -resopló, cruzándose de brazos y mirando a su amigo como si no hubiese oído nada tan extraordinario en su vida-. ¿Has oído eso, Frankie? Este caballero quiere que lo dejen en paz. Yo diría que todos queremos estar en paz, ¿no es así?

– Sí -coincidió Frankie, asintiendo con la cabeza como un burro que rebuznara-. Diría que sí.

– Sólo que ninguno de nosotros disfruta de paz, con todos los problemas que nos han causado los tipos como usted.

– ¿Los tipos como yo? -repuse frunciendo el entrecejo-. ¿Y qué clase de tipos somos, exactamente?

– Bueno, dígamelo usted. Sólo sé que no es inglés. A mí me suena medio alemán.

Ahora me tocó a mí reír.

– ¿De verdad cree que si fuera alemán estaría aquí, en un bar en pleno Londres? ¿No le parece que me habrían llevado hace tiempo para enterrarme en algún sitio?

– Bueno, no lo sé -respondió encogiéndose de hombros-. A lo mejor pasó inadvertido. Ustedes los alemanes son muy astutos.

– Yo no soy alemán.

– Bueno, pues esa voz suya me dice algo distinto. No creció en Holborn, eso seguro.

– No -admití-. No crecí aquí.

– Bueno, ¿y a qué viene entonces tanto secreto? ¿Tiene algo de lo que avergonzarse? ¿Le preocupa que lo descubran?

Miré alrededor y titubeé antes de responder; se oía el rumor de conversaciones, pero la mayoría de las orejas estaban pendientes de nosotros.

– No estoy preocupado por nada -respondí al fin-. Y preferiría no continuar con esta charla, si no le molesta.

– Entonces conteste a mi pregunta, es todo lo que quiero -dijo con tono más impaciente, más agresivo-. Vamos, hombre, si no es un secreto, ¿por qué no puede decirme de dónde sale ese acento suyo?

– De Rusia. Nací en Rusia. ¿Le basta con eso?

Se arrellanó en la silla unos instantes y pareció impresionado.

– Rusia -repitió entre dientes-. ¿Cuál es nuestra posición en cuanto a los rusos, Frankie?

– Estamos hasta las narices de ellos -contestó el joven, inclinándose y tratando de parecer amenazador, algo difícil, puesto que tenía una expresión inocente, infantil, como la de un cordero recién nacido que intentara ponerse en pie; me dio la impresión de que, cuando no le pedían su opinión, estaba perdido en su propio mundo.

– Caballeros, creo que va siendo hora de que me vaya -dije, levantándome y alejándome.

Ellos insistieron en que sólo querían mostrarse simpáticos, en que sólo querían pasar el rato conmigo, pero yo salí del bar, consciente de que había más de una mirada fija en mí. Sin embargo, yo miraba al frente, y doblé hacia la calle que llevaba a mi casa. Unos instantes después, oí pisadas detrás de mí. Durante veinte o treinta segundos traté desesperadamente de no volverme, pero se acercaban más y más. Por fin, incapaz de contenerme, miré atrás justo cuando aquellos dos hombres me daban alcance.