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– ¿Adónde crees que vas? -espetó el mayor, empujándome contra la pared e inmovilizándome con una mano contra el cuello-. Vas a contarles tus secretos a tus amigos rusos, ¿eh?

– Suélteme -siseé, liberándome un instante-. Los dos han estado bebiendo. Les aconsejo que sigan haciéndolo y me dejen en paz.

– Conque nos lo aconsejas, ¿eh? -rió burlón, mirando al joven, antes de echar atrás el brazo con el puño apretado, dispuesto a golpearme-. Yo sí que voy a darte un buen consejo.

Esa mano nunca tomó contacto con mi cara. Mi brazo izquierdo aferró su derecho y, llevado por antiguos hábitos, se lo rompió bruscamente, al tiempo que le propinaba un puñetazo en la mandíbula que lo hizo caer en la acera, donde soltó un improperio mientras se sujetaba el brazo roto, que aún no le dolía pero estaría entumecido, dándole la sensación de que muy pronto estaría viendo las estrellas.

– Me ha roto el brazo, Frankie -balbució, y las palabras parecieron brotar de sus labios como cerveza derramada-. Frankie, te digo que me ha roto el brazo. Cógelo, Frankie. Acaba con él.

El joven me miró con asombro -no había esperado tanta violencia por mi parte, y yo tampoco-, así que le devolví la mirada con frialdad, como indicándole que no sería buena idea ningún movimiento por su parte. Él tragó saliva con nerviosismo, y yo me alejé a buen paso hasta doblar la esquina, tratando de no oír los gritos y amenazas a mis espaldas.

Hacía muchos años que no me veía obligado a defenderme de esa manera, pero el conde Charnetski me había entrenado bien y recordé rápidamente los movimientos. Pese a todo, sentí cierta vergüenza por mi reacción y al llegar a casa no le conté nada a Zoya, sólo le hablé de la tragedia del señor Trevors y la compasión que le había mostrado la señorita Simpson cuando tanto la necesitaba.

Mi jornada laboral no varió. Llegaba a la biblioteca a las ocho en punto y me marchaba exactamente a las seis de la tarde. Pasaba la mayor parte del tiempo tras el escritorio principal, introduciendo títulos en los ficheros, como siempre. Cuando había excesivo desorden en las mesas, ayudaba a la señorita Simpson a despejarlas. Cuando los lectores necesitaban libros de consulta difíciles de encontrar, los localizaba y se los llevaba con la mayor eficiencia posible.

Pero ahora se trataba de una tapadera para mis auténticas responsabilidades, que residían en otro sitio bien distinto.

Si sólo era un sobre lo que tenían que entregarme, alguien me deslizaba una nota en el bolsillo de la chaqueta de camino al trabajo sin que yo lo advirtiese siquiera, con una frase garabateada. Una frase que no significaba nada. «No olvides comprar leche. Te quiero, Zoya», escrito con una letra que claramente no era la de mi esposa.

La n equivalía a 14, cuya suma daba 5. La o, a 16, es decir, a un 7. La c era un 3. La l, un 12, o sea, otro 3. La t ocupaba el puesto 21, de nuevo un 3. La q equivalía a 18, que daba 9. Y finalmente, la z, a 27, que volvía a sumar 9.

«No olvides comprar leche. Te quiero, Zoya.»

5733399

573-3399.

El número de referencia del libro. Encuentre el libro, y encontrará la carta.

Lea la carta.

Traduzca la carta.

Destruya la carta.

Entregue la traducción.

Si se trataba de más de un sobre, o de una serie de documentos que debía revisar, un hombre pasaba a mi lado cuando salía de casa por la mañana, un hombre distinto cada vez, y chocaba conmigo; luego se disculpaba diciéndome que debería mirar por dónde iba. Cuando eso sucedía, yo me paraba a comprar un periódico y algo de fruta en una tienda de una esquina, cerca del museo. Mientras examinaba la fruta en busca de la manzana con menos magulladuras, dejaba el maletín en el suelo a mi lado. Cuando volvía a levantarlo, pesaba un poco más que antes. Entonces pagaba la fruta y me iba.

En ocasiones sonaba el teléfono en el museo exactamente a las 16.22, y yo contestaba.

– ¿Es el señor Samuels? -preguntaba una voz.

– Me temo que aquí no hay ningún señor Samuels -respondía yo, siempre con esas palabras exactas-. Ésta es la biblioteca del Museo Británico. ¿Por quién pregunta?

– Lo siento. Debo de tener el número equivocado. Quería hablar con el Museo de Historia Natural.

– No se preocupe, no pasa nada -contestaba yo, y colgaba, y al salir del trabajo, en lugar de ir derecho a casa con mi esposa y mi hija, cogía un autobús hasta Clapham, donde había un coche esperándome en la esquina de Lavender Hill y Altenburg Gardens para llevarme a ver al señor Jones.

– Hoy tenemos un problema endiablado para usted, señor Yáchmenev -me decía al llegar-. ¿Cree que podrá resolverlo?

– Puedo intentarlo -respondía con una sonrisa, y él me conducía a una habitación tranquila y me ponía delante una serie de documentos o fotografías.

O me hacía pasar a una habitación llena de hombres severos, ninguno de los cuales me facilitaba su nombre, pero que me acribillaban a preguntas en cuanto trasponía el umbral, y yo hacía lo que podía por contestarles con claridad y confianza.

En cierta ocasión, me pasé una noche entera leyendo más de trescientas páginas de telegramas y cartas. Cuando le comuniqué al señor Jones todo lo que creía entender, se mostró sorprendido por mi razonamiento y quiso que volviera a explicarle la lógica de mi traducción. Así lo hice; él reflexionó un poco más y entonces pidió que trajeran un coche. Antes de una hora me hallaba en presencia de Churchill, que chupaba su puro mientras yo repetía lo mismo que le había contado antes al señor Jones. El primer ministro pareció muy disgustado durante todo mi discurso, como si la dirección de la guerra estuviese cambiando por completo y fuera sólo culpa mía.

– Y está seguro de eso, ¿verdad? -me preguntó con brusquedad, frunciendo el entrecejo.

– Sí, señor. Estoy seguro.

– Bueno, pues es interesante -repuso, tamborileando con los regordetes dedos en la mesa unos segundos antes de ponerse en pie-. Muy interesante y muy sorprendente.

– En efecto, señor.

– Bien hecho, señor Jones -le dijo entonces a mi contacto mientras consultaba su reloj de bolsillo-. Pero ahora he de irme. Siga con el buen trabajo que hace, sea buen chico. Y vaya tipo tan competente se ha conseguido. ¿Cómo se llama, por cierto?

– Yáchmenev -respondí, aunque no me había dirigido a mí la pregunta-. Georgi Danílovich Yáchmenev.

Él se volvió para mirarme como si hubiese cometido una gran insolencia al responder, cuando la pregunta no era para mí, pero por fin asintió con la cabeza y se marchó.

– Un coche lo llevará de vuelta a Clapham -dijo entonces el señor Jones-. Me temo que desde ahí tendrá que llegar a casa por sus propios medios.

Y así lo hice. Caminando a la luz de la luna, cansado tras un día muy largo, me inquietó que en cualquier momento sonaran las sirenas y Zoya, Arina y yo estuviésemos separados.

Zoya me sonrió cuando llegué, preparó el desayuno y me lo puso delante con una tetera llena. No me preguntó dónde había estado.

Las noches blancas

La guerra no nos favorecía.

Cuando los disturbios callejeros se convirtieron en ataques a depósitos de grano y almacenes municipales, la atmósfera de confianza arrogante que rodeaba a la familia imperial y su séquito empezó a ser reemplazada por frustración e inquietud. Sin embargo, durante todo el proceso los zares continuaron dividiendo el tiempo entre los palacios de San Petersburgo, Livadia y Zarskoie Selo, y los viajes de placer a bordo del Standart, como si el mundo fuera como había sido siempre; y sus pobres seguidores recogíamos nuestras pertenencias para ir tras ellos a donde fuesen.