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En ocasiones parecían absolutamente inconscientes de lo que sentía el pueblo al que gobernaban, pero a medida que iban llegando más noticias del frente sobre la cifra de bajas rusas, el zar decidió abandonar el Palacio de Invierno y sustituir a su primo, el gran duque Nicolás Nikoláievich, al mando de las fuerzas armadas. Para mi sorpresa, la zarina apenas se opuso a semejante decisión, aunque lo cierto es que en esa ocasión su marido no planeaba permitir que Alexis lo acompañara.

– Pero ¿es totalmente necesario? -quiso saber Alejandra cuando la familia se reunió en una de sus suntuosas comidas.

Yo permanecía de pie en la hilera que formaban mayordomos y criados contra la pared del comedor; no nos estaba permitido respirar demasiado sonoramente, no fuéramos a perturbarla imperial digestión. Como es natural, me había situado frente a Anastasia para observarla mientras comía; cuando ella se atrevía, me miraba y esbozaba una dulce sonrisa que me hacía olvidar el cansancio en las piernas.

– No debes ponerte en peligro, Nico. Al fin y al cabo, llevas demasiadas responsabilidades a tus espaldas.

– Sí, lo sé, pero es importante hacer algunos cambios -respondió el zar, tendiendo una mano hacia un elaborado samovar que había en la mesa para llenarse de nuevo la taza; entrecerró los ojos mientras vertía el té, como si éste pudiera hipnotizarlo y transportarlo por arte de magia a un lugar más feliz.

Un instante después se masajeaba las sienes con la yema de los dedos, con gesto de agotamiento. Advertí que había perdido mucho peso en esos últimos meses y que el cabello espeso y negro estaba veteado de gris. Parecía llevar sobre sus hombros una carga enorme y terrible, una carga que no iba a soportar mucho tiempo más.

– Inglaterra teme que retiremos nuestras tropas del frente -prosiguió con tono cansado-. El primo Jorge me lo ha contado en una carta. Y en cuanto a Francia…

– Le habrás dicho que no vamos a hacer tal cosa, ¿verdad? -lo interrumpió la zarina, horrorizada ante semejante idea.

– Por supuesto, Sunny -contestó irritado-. Pero cada vez es más difícil aportar un argumento convincente. La mayoría de los territorios polacos rusos están controlados ahora por el primo Guille y sus matones alemanes, por no mencionar las regiones bálticas.

Puse los ojos en blanco al oírlo; me resultaba extraordinario que los líderes de esos países mantuvieran una relación familiar tan cercana. Era como si todo el asunto se redujera a un juego de niños: Guille, Jorge y Nico corriendo por un jardín, disponiendo sus fuertes y soldados de juguete, disfrutando de una tarde de gran diversión hasta que uno de ellos llegaba demasiado lejos y un adulto responsable tenía que separarlos.

– No; ya he tomado una decisión -prosiguió el zar con tono firme-. Si me coloco al frente del ejército, será una muestra tanto para nuestros aliados como para nuestros enemigos de la seriedad de mis intenciones. Y también será bueno para la moral de los hombres. Es importante que me vean como un zar guerrero, un gobernante que combatirá junto a ellos.

– Entonces debes ir -aprobó la zarina, encogiéndose de hombros mientras retiraba la cáscara a una langosta y examinaba su carne en busca de imperfecciones, antes de concederle el honor de comérsela-. Pero mientras estés fuera…

– Tú quedarás, por supuesto, a cargo de nuestras obligaciones constitucionales -dijo él anticipándose a su pregunta-, tal como dicta la tradición.

– Gracias, Nico -repuso con una sonrisa, alargando una mano para posarla unos instantes sobre la de su esposo-. Me complace que tengas tanta fe en mí.

– Claro que la tengo -afirmó él, sin parecer muy convencido de la sensatez de su decisión, pero sabedor de que sería imposible colocar a nadie en una posición superior a la de su esposa. Aparte de ella, la única persona adecuada era un niño de once años.

– Además -añadió la zarina en voz queda, apartando la vista de su marido-, tendré cerca a mis consejeros en todo momento. Prometo escuchar atentamente a tus ministros, incluso a Stürmer, a quien detesto.

– Es un primer ministro eficiente, Sunny.

– Es un petimetre y un pusilánime -espetó ella-. Pero tú lo has elegido, y recibirá todas las atenciones, como corresponde a su cargo. Y el padre Grigori nunca se apartará de mi lado, desde luego. Su consejo será muy valioso para mí.

Advertí que el zar se quedaba helado ante la mención del stáretz, y un temblor en la mandíbula reveló su hostilidad a la influencia que pudiera ejercer tan malévola criatura, pero si tenía preocupaciones o argumentos que exponer, se los guardó para sí y se limitó a asentir resignado.

– Entonces estarás bien atendida -concluyó en voz baja tras una pausa respetable, y no se dijo más sobre el tema.

– Aunque lo cierto es que no podré dedicar todo mi tiempo a los asuntos constitucionales -continuó la zarina poco después, con cierto tono de ansiedad; y yo me volví ligeramente para mirarla, al igual que su esposo, que dejó la taza y frunció el entrecejo.

– ¡Oh! ¿Y puede saberse por qué, Sunny?

– He tenido una idea. Y confío en que te parezca buena.

– Bien, no puedo decidirlo hasta que me la cuentes, ¿no crees? -replicó el zar sonriendo, aunque su voz revelaba cierta impaciencia, como si temiera lo que hubiese ideado su esposa.

– He pensado que yo también podría hacer algo por ayudar al pueblo -anunció ella-. Sabes que visité el hospital que está frente a la catedral de San Isaac la semana pasada, ¿no?

– Sí, lo mencionaste.

– Bueno, pues fue horrible, Nico, espantoso. No tienen médicos ni enfermeras suficientes para atender a los heridos, que llegan a centenares, durante todo el día. Y no sólo allí, sino en toda la ciudad. Me han dicho que hay más de ochenta hospitales diseminados por San Petersburgo en estos momentos.

El zar frunció el entrecejo y apartó la vista un instante; no le gustaba afrontar las realidades de la guerra que se estaba librando. No le gustaba la imagen de los jóvenes que llegaban en camillas.

– Estoy seguro de que se está haciendo cuanto se puede por ellos, Sunny -declaró al fin.

– Pero de eso se trata precisamente -adujo ella, con el rostro encendido por la emoción-. Siempre se puede hacer algo más. Y he pensado que podía ser yo quien lo hiciera. He pensado que podría colaborar como enfermera.

Por primera vez, que yo recordara, se hizo un silencio absoluto en el comedor imperial. Todos los miembros de la familia parecían haberse convertido en piedra, con los tenedores y cuchillos suspendidos en el aire, mirando a la zarina como si no diesen crédito a sus oídos.

– Bueno, ¿por qué me miráis todos así? -quiso saber-. ¿De verdad es tan extraordinario que quiera ayudar a esos muchachos que tanto sufren?

– No, claro que no, Sunny -contestó el zar recobrando la voz-. Es sólo que… bueno, tú no tienes formación como enfermera, eso es todo. Puede que no seas más que un obstáculo para la buena labor que se está realizando allí.

– Pero de eso se trata precisamente, Nico -repitió ella-. Hablé con uno de los médicos, y él me dijo que sólo costaría unos días formar a una persona lega como yo para ayudar en las tareas básicas de enfermería. Oh, no es que vayamos a realizar operaciones ni nada parecido. Sólo estaremos allí para ayudar un poco. Para curar heridas, cambiar vendajes, incluso limpiar un poco. Me siento… Verás, este país ha sido muy bueno conmigo desde que me trajiste aquí hace ya muchos años. Y por cada bellaco irrespetuoso que deshonra mi nombre, hay un millar de rusos leales que aman a su emperatriz y darían su vida por mí. Ésta es mi forma de demostrarles que soy digna de ellos. Di que puedo hacerlo, Nico, por favor.