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Él tamborileó con los dedos sobre el mantel unos instantes, sopesando la petición, tan sorprendido como todos por el súbito ataque de filantropía de su mujer. Sin embargo, la zarina parecía sincera, y por fin el zar se encogió de hombros y esbozó una sonrisa nerviosa antes de asentir con la cabeza.

– Creo que es una idea maravillosa, Sunny. Y por supuesto cuentas con mi permiso. Pero ten cuidado; es todo lo que te pido. Habrá que disponer ciertas medidas de seguridad, pero si es eso lo que quieres, ¿quién soy yo para interponerme en tu camino? El pueblo comprobará hasta qué punto nos preocupa a ambos su bienestar y el éxito del esfuerzo de guerra. Sólo he de preguntarte una cosa. Has hablado en plural, no en singular. ¿A qué te referías?

– Bueno, no me gustaría acudir sola a esos sitios -explicó la zarina volviéndose hacia el resto de la familia-. He pensado que Olga y Tatiana podrían acompañarme. Al fin y al cabo, ya son mayores de edad. Y pueden ser útiles.

Miré a las dos hijas mayores de los zares, que habían palidecido un poco ante la mención de sus nombres. Al principio no dijeron nada; se limitaron a mirar a su madre, luego a su padre, y después la una a la otra con consternación.

– ¿Padre? -inquirió Tatiana, pero él ya asentía con la cabeza, como si estuviese decidido.

– Es una idea magnífica, Sunny. Hijas mías, no puedo deciros cuan orgulloso me siento de que queráis contribuir ayudando de esta manera.

– Pero, padre -intervino Olga, perpleja con la idea-, ésta es la primera vez que oímos hablar de…

– Haces que me sienta muy orgulloso de ti, mi querida Sunny-la interrumpió el zar, inclinándose para cogerle la mano a su esposa-. Todos lo hacéis. ¡Qué gran familia tengo! Y si con esto los mujiks no dejan de envilecer nuestro nombre, no sé qué lo logrará. Son actos como éste los que ganan las guerras, no la lucha. La lucha, nunca. Lo comprendéis, hijos míos, ¿verdad?

– ¿Y yo, padre? -intervino de pronto Anastasia-. ¿Puedo ayudar también?

– No, no, shvipsik-respondió el zar, riendo-. Eres todavía demasiado joven para ver esas cosas.

– ¡Tengo dieciséis años!

– Pues cuando tengas dieciocho, como Tatiana, podremos reconsiderarlo. Si es que la guerra no ha terminado para entonces, Dios no lo quiera. Pero no te preocupes, que encontraremos otras formas de que tú y María seáis de utilidad. Todos ayudaremos. La familia entera.

Solté un suspiro de alivio porque no permitiesen a Anastasia unirse a su madre y sus hermanas, pues todo el asunto se me antojaba, aunque generoso, un poco insensato. Un puñado de enfermeras sin formación y rodeadas por guardaespaldas, metidas en un hospital, más me parecía un método para estorbar que una ayuda. Sin embargo, quizá mi suspiro fue demasiado audible, pues la zarina se giró para mirarme, algo que detestaba, con los ojos muy abiertos por la irritación.

– Y tú, Georgi Danílovich, ¿tienes algo que decir en este asunto?

– Le ruego me disculpe, majestad -repuse sonrojándome-. Me picaba la garganta, nada más.

La zarina enarcó una ceja con expresión de desagrado antes de volver a su comida, y advertí que Anastasia me sonreía como siempre.

– Qué horrible es todo esto -se lamentó la gran duquesa Tatiana semanas después, sentada con María, Anastasia y Alexis en su salón privado, al final de una jornada especialmente agotadora.

Se la veía pálida y había perdido peso desde que empezara como enfermera; las profundas ojeras atestiguaban que se levantaba temprano y se acostaba tarde, mientras que la incomodidad de su postura sugería que comenzaba a dolerle la espalda de pasarse largas horas inclinada sobre las camas de soldados heridos. Como el zarévich estaba presente, yo también lo estaba, y Serguéi Stasyovich completaba el grupo, no de pie y en posición de firmes como correspondía, sino descansando en el brazo de uno de los sofás junto a la gran duquesa María, liando un cigarrillo con gesto despreocupado, como si no fuera un criado de la familia imperial sino un amigo íntimo.

– Los hospitales están a rebosar -continuó Tatiana- y los hombres tienen heridas terribles; a algunos les falta un miembro, o un ojo. Hay sangre por todas partes, y gemidos y lamentos constantes. Los médicos corren de aquí para allá gritando órdenes, sin tener en cuenta el rango de nadie, y su lenguaje raya en lo blasfemo. Hay mañanas en que desearía caer enferma para no tener que ir allí.

– ¡Tatiana! -exclamó María, escandalizada, pues compartía el sentido del deber de su padre hacia los soldados y envidiaba la nueva responsabilidad de sus hermanas mayores. Le había rogado a su madre que le permitiera ir con ellas, pero, al igual que a Anastasia, se lo había negado-. No deberías decir esas cosas. Piensa en la agonía que están soportando nuestros soldados.

– María Nikolaevna tiene razón -intervino Serguéi, participando en la conversación por primera vez y mirando a Tatiana con desagrado, una expresión que probablemente ella no había visto antes en el rostro de nadie-. El asco que sientes al ver sangre no es nada comparado con el sufrimiento que padecen esos hombres. ¿Y qué es un poco de sangre, al fin y al cabo? Todos estamos llenos de ella, no importa de qué color sea.

Me volví hacia él, sorprendido. Una cosa es que estuviésemos presentes en conversaciones como aquélla e incluso que hiciésemos un comentario de vez en cuando, pero criticar abiertamente a una de las grandes duquesas era una impertinencia intolerable.

– No estoy diciendo que yo sufra más que ellos, Serguéi Stasyovich -replicó Tatiana con las mejillas arreboladas por el enfado-. Jamás insinuaría nada parecido. Sólo quiero decir que es un espectáculo que nadie debería presenciar.

– Por supuesto, Tatiana -convino María-. Eso es obvio. Pero ¿no lo ves? Para nosotros está muy bien discutir sobre estas cuestiones, abrigados y todos juntos aquí, en el Palacio de Invierno, pero piensa en los jóvenes que están muriendo para asegurar la continuidad de nuestra forma de vida. Piensa en ellos y dime que no te dan muchísima pena.

– Pero, hermana, claro que me dan pena -protestó Tatiana levantando la voz, exasperada-. Y me ocupo de sus heridas, les leo, les susurro al oído, y hago cuanto puedo para que se sientan cómodos. ¡Oh, qué más da! Me habéis malinterpretado por completo. En cuanto a ti, Serguéi Stasyovich -añadió, mirándolo iracunda-, quizá no hablarías con tanta arrogancia si estuvieses en el frente en lugar de aquí.

– ¡Tatiana! -exclamó María, horrorizada.

– Bueno, pues es verdad -insistió Tatiana, echando la cabeza atrás de una forma que me recordó a su madre-. Además, ¿quién es él para hablarme de esa manera? ¿Qué sabe él de la guerra, cuando se pasa el día siguiéndonos y practicando pasos cruzados y ataques en flecha?

– Algo sé de la guerra -respondió Serguéi aguzando la mirada, furioso-. Al fin y al cabo, tengo seis hermanos luchando por la continuidad de tu familia. O los tenía, al menos. Tres han acabado muertos, uno desaparecido en combate, y de los otros dos no tengo noticias desde hace más de siete semanas.

Tatiana tuvo el buen criterio de ruborizarse un poco ante el comentario y quizá de sentirse un poco avergonzada. Advertí que, al mencionar Serguéi a sus hermanos, la gran duquesa María se había erguido en el asiento, como si quisiera acercarse a él y ofrecerle consuelo. Tenía lágrimas en los ojos; se la veía muy hermosa en ese momento, con las sombras que proyectaba el fuego bailando trémulas sobre su piel pálida. Serguéi también advirtió sus lágrimas, y las comisuras de su boca se elevaron en un asomo de sonrisa. Me sorprendió observar tanta intimidad entre ellos, y también me emocionó.

– No digo que desee encontrar una forma de no ir -declaró Tatiana, mirándonos de uno en uno para asegurarse de que comprendíamos hasta qué punto hablaba en serio-. Sólo deseo que la guerra acabe pronto, eso es todo. Sin duda es lo que todos deseamos. Así, las cosas podrán volver a ser como antes.