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– Pero las cosas nunca volverán a ser como antes -me oí decir, y entonces me tocó ser el destinatario de su gélida mirada.

– ¿Por qué dices eso, Georgi Danílovich?

– Sólo digo, alteza, que hay tiempos y estilos de vida que se han perdido para siempre. Cuando la guerra haya acabado, cuando la paz se restablezca, el pueblo va a exigirles más a sus líderes que en el pasado. Es obvio. Apenas habrá familias en este país que no hayan perdido un hijo en la lucha. ¿No cree que pedirán alguna compensación por sus pérdidas?

– ¿Una compensación? ¿A quién? -preguntó con frialdad.

– Bueno, pues a vuestro padre, por supuesto.

La gran duquesa abrió la boca para contestar, pero debía de estar demasiado impresionada por mi impertinencia para encontrar las palabras. El silencio duró sólo unos instantes, hasta que ella apartó la mirada haciendo aspavientos de frustración.

– Mi hermana sólo desea que todo vuelva a ser como antes -intervino María interpretando el papel de conciliadora-. No me parece un deseo tan terrible. Éste era un país maravilloso en que crecer. Había bailes en palacio todas las noches, y magníficas fiestas. A todos nos gustaría que las cosas hubiesen seguido así para siempre.

No respondí, pero le dirigí a Serguéi una mirada divertida, con la intención de burlarme de la inocencia y la ingenuidad de María. Mas, para mi sorpresa, él no me devolvió la sonrisa sino que me miró furibundo, como si le ofendiese que yo lo incluyera en alguna broma particular contra la gran duquesa María.

– Deberías sentirte afortunada, Tatiana -dijo Anastasia, hablando por primera vez-. Supone un gran honor para ti ayudar así a las tropas. Estás salvando vidas.

– Oh, pero lo hago fatal -dijo entre suspiros-. ¡Y sólo ver todos esos miembros cercenados…! No puedes entenderlo, shvipsik, a menos que lo veas. ¿Sabes que ayer mismo nuestra madre ayudó en una operación en que a un chico de diecisiete años le amputaron las dos piernas? Ella tuvo que quedarse allí y ser testigo de aquello, ayudando en lo que pudo. Pero los gritos del muchacho… Juro que volveré a oírlos cuando me llegue la hora.

– Yo sólo desearía tener un par de años más para poder ayudar -dijo Anastasia con firmeza, poniéndose en pie para dirigirse a la ventana y asomarse al patio.

Oí el murmullo del agua que caía en la fuente, e imaginé que Anastasia miraba hacia la arcada cercana, donde yo la había estrechado entre mis brazos por primera vez y nos habíamos besado. Ansié que se volviese y me mirara a los ojos, pero permaneció allí, silenciosa y firme, mirando más allá de los muros de palacio.

– Bueno, pues puedes ocupar mi sitio cuando quieras -repuso Tatiana, levantándose y alisándose la falda-. Me siento absolutamente desdichada y tengo la intención de darme un largo baño. Buenas noches -concluyó, y salió de la habitación como si hubiese sido víctima de una gran ofensa, seguida por María, que miró atrás como si tuviese un último comentario que hacer, pero se marchó sin decir palabra.

Instantes después, Serguéi se fue también, aduciendo una tarea olvidada, y la velada finalizó. Mientras Anastasia acompañaba a Alexis a su habitación, yo me quedé unos minutos en el saloncito, apagando algunas luces hasta dejar sólo unas pocas velas encendidas, previendo el momento en que ella regresaría, cerraría las puertas detrás de sí y se refugiaría en mis brazos.

Nunca había experimentado las noches blancas, y fue idea de Anastasia que las viese por primera vez con ella. Lo cierto es que ni siquiera había oído hablar antes del fenómeno y pensé que me volvía loco cuando, al despertar inquieto en plena noche, abrí los ojos y vi la luz del día brillando en mi habitación. Creyendo que se me habían pegado las sábanas, me lavé y vestí rápidamente. Crucé corriendo el pasillo hacia el cuarto de juegos, donde solía encontrarse Alexis a esas horas, leyendo uno de sus libros militares o entreteniéndose con algún juguete nuevo.

Pero la habitación estaba desierta, y al recorrer los distintos salones y zonas de recepción, cada uno tan vacío como el anterior, empecé a sentir pánico y me pregunté si habría ocurrido alguna calamidad durante la noche, mientras yo dormía. Sin embargo, no estaba lejos del dormitorio del zarévich, y cuando me precipité en su interior, me alivió comprobar que el niño estaba profundamente dormido en su cama, tumbado sobre la colcha y con una pierna colgando.

– Alexis -dije, sentándome a su lado y sacudiéndolo con suavidad por un hombro-. Alexis, amigo mío. Vamos, deberías haberte levantado ya.

Él gruñó y murmuró algo indescifrable antes de girarse de costado; no pude sino imaginar qué diría su madre si aparecía para darle un beso de despedida antes de salir hacia el hospital y lo encontraba todavía acostado, y lo sacudí de nuevo para impedir que volviera a dormirse.

– Alexis, despierta ya. Deberías estar en clase.

Abrió lentamente los ojos y me miró como si no supiera dónde estaba, antes de dirigir la vista a la ventana, donde la luz penetraba a través de las cortinas.

– Es plena noche, Georgi -protestó haciendo un mohín, y luego bostezó exageradamente, estirando los brazos-. Todavía no tengo que levantarme.

– No, no es de noche. Mira cuánta luz hay. Deben de ser ya… -Eché un vistazo al reloj que colgaba en la pared de su habitación y me sorprendió comprobar que eran poco más de las cuatro. Sin embargo, no era posible que todos hubiésemos dormido hasta la tarde, de modo que sólo podían ser las cuatro de la mañana.

– Vuelve a la cama, Georgi -musitó Alexis, volviéndose de lado para dormirse de inmediato con la facilidad de quien tiene la conciencia tranquila.

Desorientado, regresé a mi habitación y me metí otra vez en la cama, aunque tan confundido que me resultó imposible dormir.

A la mañana siguiente me encontré a solas con Anastasia cuando ella acababa el desayuno, y me explicó el fenómeno.

– Lo llamamos las noches blancas. ¿Nunca lo habías oído mencionar?

– No.

– Yo pienso que debe de ser propio de San Petersburgo. Tiene algo que ver con que la ciudad esté situada muy al norte. Monsieur Gilliard nos lo explicó hace poco. En esta época del año, durante unos días el sol no desciende por debajo del horizonte, de forma que el cielo no se oscurece. Da la impresión de que sea de día todo el tiempo, aunque supongo que de madrugada hay cierta sensación de crepúsculo.

– Qué extraordinario. Estaba seguro de que había dormido más de la cuenta.

– Oh, no te permitirían dormir más de la cuenta -replicó encogiéndose de hombros-. Alguien iría en tu busca, seguro.

Asentí con la cabeza, algo irritado por el comentario, sensación que sólo se vio aliviada cuando Anastasia se acercó y, tras asegurarse de que no había nadie observándonos, me besó levemente en los labios.

– ¿Sabes una cosa? Es tradicional que los jóvenes amantes recorran juntos las riberas del Neva durante las noches blancas -añadió con una sonrisa coqueta.

– ¿De verdad? -pregunté sonriendo de oreja a oreja.

– Sí. Incluso se sabe de algunos que han hecho allí planes de matrimonio. Es un fenómeno tan curioso como el de las propias noches blancas.

– Bueno -contesté liberándome de sus brazos, juguetón, como si la idea de semejante compromiso me repugnara-, entonces más vale que me vaya.

– ¡Georgi! -exclamó, riendo.

– Lo digo en broma -dije, estrechándola de nuevo entre mis brazos, aunque con cierto nerviosismo. De los dos, yo era siempre el que más temía que nos descubrieran, quizá porque sabía que el castigo sería mucho más severo para mí que para ella-. Pero me parece un poco pronto para comprometernos, ¿no crees? Prefiero no imaginar qué diría tu padre.

– O mi madre.

– O tu madre -coincidí con una mueca, pues, aunque la idea de que me permitieran casarme con una hija de los zares era absurda, una pequeña parte de mí creía que el zar vería una unión por amor con mejores ojos que la zarina. Nada de eso venía al caso, desde luego. Nunca podría celebrarse tan inapropiado enlace, y ése era un hecho sobre el que tanto Anastasia como yo tratábamos de no pensar.