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– Aun así -dijo para evitar tan incómodo momento-, no puedes estar en San Petersburgo y no experimentar las noches blancas. Iremos esta noche.

– ¿Iremos? -repetí-. ¿Te refieres a nosotros dos?

– Bueno, ¿por qué no? Al fin y al cabo, puede que haya luz, pero seguirá siendo de noche. El palacio entero estará durmiendo. Podemos escaparnos, bien disfrazados, y nadie lo sabrá nunca.

Fruncí el entrecejo.

– ¿No es un poco arriesgado? ¿Y si nos ve alguien?

– No nos verán. Siempre y cuando no llamemos la atención, claro.

Yo no estaba muy seguro de que fuera un plan sensato, pero el entusiasmo de Anastasia me convenció, así como la idea de los dos solos recorriendo la ribera del río de la mano, como las demás parejas que paseaban por las noches. Por una vez seríamos gente corriente. No una gran duquesa y un miembro de la Guardia Imperial. No una princesa ungida y un mujik. Sólo dos personas.

Georgi y Anastasia.

Como siempre, la familia imperial se fue a la cama temprano, en particular ahora que el zar se encontraba en Stavka y la zarina y sus dos hijas mayores se levantaban a las siete para estar en el hospital una hora más tarde. Así pues, decidimos encontrarnos en la columna de Alejandro, en la plaza del Palacio, a las tres de la madrugada, cuando tuviésemos la seguridad de que no habría nadie despierto para vernos. Me fui a la cama a medianoche como siempre, pero no pude dormir. Leí unos capítulos de un libro que había cogido de la biblioteca, un volumen de la poesía de Pushkin que estaba leyendo con el propósito de educarme un poco; no entendía gran cosa, pero me esforzaba al máximo en concentrarme. Cuando llegó la hora de irme, me puse unos pantalones, una camisa y un abrigo, no el uniforme de guardia, y bajé con sigilo la escalera para salir a aquella peculiar y luminosa noche.

Nunca había visto la plaza tan tranquila, pero aún quedaba gente cruzándola, animada por la extraña iluminación nocturna. Grupos de soldados que volvían de alguna aventura pasaban sin prisas y armando alboroto. Dos prostitutas jóvenes y maquilladas me lanzaron miradas lascivas y me propusieron placeres sensuales que yo aún desconocía pero deseaba ardorosamente. Borrachos que regresaban de algún exceso cantaban viejas tonadas, desafinando, olvidando la letra. Sin embargo, no hablé con nadie, hice caso omiso a todo el que se dirigía a mí, y esperé en silencio en el sitio acordado hasta que mi amada asomó por detrás de una columna y levantó una mano enguantada en mi dirección. Iba ataviada de la manera más insólita. Un vestido sencillo, con un dusegrei encima, el chaleco forrado de piel que lleva la gente corriente bajo el letnik. Un par de zapatos baratos. Un pañuelo en la cabeza. Nunca la había visto llevar nada tan desprovisto de pedrería.

– ¡Dios santo! -exclamé sacudiendo la cabeza, mientras trataba de contener la risa-. ¿De dónde demonios has sacado esas cosas?

– Del armario de una de mis criadas -respondió con una risita-. Se las devolveré por la mañana; ni se dará cuenta.

– Pero ¿por qué? Es indigno de ti llevar esas…

– ¿Indigno de mí? -me interrumpió, sorprendida-. Pero, Georgi, no me conoces en absoluto si crees que pienso así.

– No -me apresuré a replicar-. No quería decir eso. Es sólo que…

– Puede haber gente que me reconozca -explicó, mirando alrededor y ciñéndose más el pañuelo-. No es probable, pero más vale no correr ese riesgo. Esta ropa me ayudará a pasar inadvertida entre la multitud.

Le cogí la mano y posé los labios sobre los de ella, adaptando el cuerpo a los contornos del suyo, con un deseo que ansiaba el reconocimiento.

– Tú jamás podrás pasar inadvertida entre la multitud, ¿aún no lo sabes?

Ella sonrió y se mordió el labio de esa forma que tanto me divertía, negando con la cabeza, pero advertí que el cumplido le había gustado.

Unos minutos después nos hallábamos en camino, bordeando el palacio hacia el sendero que discurría por la ribera del río. La noche era más cálida que la mayoría: respirábamos sin ver nubecillas de palabras no pronunciadas que se disolvían ante nosotros en el aire, y los pantalones no se me pegaban a las piernas con esa húmeda sensación que caracterizaba tantas veladas en San Petersburgo. Lo primero que vimos fue la imagen de la obra inacabada del puente del Palacio, cuya construcción se había iniciado incluso antes de mi llegada a la ciudad, pero que la guerra había interrumpido; se alzaba como un patente recordatorio del frenazo de nuestro progreso en esos últimos años. Extendiéndose desde el Hermitage hacia la isla de Vasilievski, los enormes pilares de ladrillo y acero se elevaban a ambos lados del Neva, pero no había indicios de que fueran a encontrarse nunca; parecían inclinarse como dos amantes separados por una gran extensión de agua. Advertí que Anastasia los miraba con cierto desánimo, y me dio lástima.

– ¿Estás mirando el puente? -pregunté.

Asintió con la cabeza, pero permaneció en silencio, imaginando cómo habría podido ser.

– Sí -dijo por fin-. ¿Crees que lo terminarán algún día?

– Por supuesto -contesté, y mi tono confiado ocultó mi incertidumbre-. Algún día. No puede quedarse así para siempre.

– Cuando lo empezaron, yo tenía once o doce años -recordó con una leve sonrisa-. La edad de Alexis ahora. La ley decretó que no se podría trabajar en él entre las nueve de la noche y las siete de la mañana, el espacio de tiempo que podría considerarse más apropiado para un proyecto como ése.

– ¿De veras? -repuse, sorprendido de que supiera esas cosas.

– Sí. ¿Y sabes por qué lo hicieron?

– No.

– Porque no me habría dejado dormir. A mí y a mis hermanas. Y a Alexis.

La miré y me reí, convencido de que bromeaba, pero su expresión me dijo que no era así, y no pude sino volver a reír, asombrado ante la vida tan extraordinaria que llevaba.

– Bueno, ahora puedes dormir todo lo que quieras -dije por fin-. No habrá obreros disponibles, ni acero, hasta que acabe la guerra.

– Estoy deseando que llegue ese día -declaró cuando seguimos andando.

– ¿Echas de menos a tu padre?

– Sí, mucho. Pero hay más que eso. Y no son las razones por las que mi hermana quiere que acabe la guerra. A mí no me interesan los bailes, los vestidos bonitos o las demás frivolidades que la sociedad de San Petersburgo valora por encima de otras cosas.

– ¿De verdad? -inquirí sorprendido-. Pensaba que disfrutabas de esas diversiones.

– No. No es que me desagraden exactamente, Georgi, la cosa no es tan simple. A veces pueden ser divertidas. Pero no tienes ni idea de cómo era la vida aquí antes de la guerra. Mis padres acudían a una fiesta distinta cada día de la semana. Olga acababa de ser presentada en sociedad. No habrían tardado en encontrarle marido. Algún príncipe inglés, seguramente. Y lo harán, una vez que la guerra acabe, sin duda. Siguen hablando de comprometerla con el primo David, el príncipe de Gales.

– Vaya -me asombré, pues no se me había ocurrido que Olga pudiese estar comprometida-. ¿Desde cuándo están enamorados?

– ¿Enamorados? -repitió ella, enarcando una ceja-. No seas ridículo, Georgi, no están enamorados.

– Entonces, ¿cómo es que…?

– No seas ingenuo. Seguro que sabes cómo funcionan estas cosas. Olga es una joven muy guapa, ¿no estás de acuerdo?

– Bueno, sí, por supuesto. Aunque tiene una hermana todavía más guapa.

Anastasia sonrió y apoyó la cabeza contra mi brazo mientras seguíamos con nuestro paseo. La estatua del jinete de bronce quedaba a mi izquierda, con todo el aspecto de estar a punto de cargar hacia la orilla del río.