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– Está haciendo frío, Georgi.

– Sí.

– Ya es hora de volver.

Asentí y la tomé de la mano. Regresamos al palacio en silencio, sin mencionar la conversación sobre sus perspectivas de matrimonio. Habíamos nacido en dos mundos distintos, era así de simple. Tan imposible era cambiar quiénes éramos como alterar el color de nuestros ojos.

Nos separamos al llegar a la plaza del Palacio con un último y afligido beso, y me dirigí hacia las puertas que daban a la escalera, hacia mi habitación. Al levantar la vista hacia las ventanas sin iluminar, advertí que una figura oscura me observaba desde la segunda planta, pero cuando parpadeé, tratando de distinguir quién era, el agotamiento me invadió por fin y la visión pareció disolverse, como si sólo hubiese sido una ilusión. No le di mayor importancia en ese momento, y me fui derecho a la cama.

1935

Un instante de gran felicidad.

Zoya y yo estamos sentados en nuestra cama en la habitación del ático de una pensión en Brighton, disfrutando de una semana de vacaciones, y ella acaba de regalarme una exquisita camisa nueva por mi cumpleaños. No es habitual que hagamos salidas como ésta; nuestros días, semanas y meses están siempre llenos de trabajo, responsabilidades y preocupación por el dinero, de forma que los excesos como este viaje suelen quedar fuera de nuestro alcance. Pero Zoya propuso que nos tomáramos un breve descanso fuera de Londres, en algún sitio donde disfrutar de largas y perezosas comidas en cafeterías al aire libre sin tener que consultar el reloj, donde dar largos paseos por la playa cogidos de la mano con niños jugando y riendo en los guijarros, y yo acepté sin dudarlo un instante. «Sí, hagámoslo. Sí, ¿cuándo nos vamos?»

Resultó que durante el viaje yo cumplí treinta y seis años, y al despertar esa mañana caí en la cuenta de que llevaba más tiempo lejos de mi familia de Kashin del que había pasado con ella, una idea que ahogó mi buen humor con sensaciones de pesar y vergüenza. No solía dejar que el rostro de mis padres y mis hermanas reaparecieran en mis pensamientos -había sido un mal hermano, sin duda, y un hijo aún peor-, pero esa mañana estaban conmigo, llamando a gritos desde algún oscuro rincón de mi memoria, llenos de rencor ante mi inesperada felicidad, mientras que ellos… bueno, no sabía qué había sido de ellos; sólo sabía que podían estar muertos.

– La compré en Harrods -explicó Zoya mordiéndose el labio, expectante, mientras yo desenvolvía el regalo; era una camisa de calidad extraordinaria, la clase de lujo que yo nunca me habría permitido pero que me encantaba recibir-. Te gusta, Georgi, ¿verdad?

– Por supuesto -respondí, inclinándome para besarla-. Es muy bonita. Pero en realidad es demasiado.

– Por favor… -repuso, deseosa de que no echara por tierra su propio placer enumerando las razones por las que no debería mimarme tanto-. Nunca había puesto un pie en Harrods. Fue toda una experiencia, si he de serte sincera.

Reí al oírla, sabiendo que habría planeado la excursión con semanas de antelación, eligiendo el día apropiado para ir andando hasta Knightsbridge, seleccionar el regalo, traerlo a casa, inspeccionarlo, empaquetarlo y esconderlo antes de que yo volviera de trabajar. Yo tampoco había entrado en esos grandes almacenes, aunque había pasado por delante unas cuantas veces. Pero siempre sentía un poco de aprensión, convencido de que algún portero con excesivo celo me echaría si intentaba entrar con mi traje barato y mi acento de refugiado, Zoya, en cambio, no se dejaba intimidar por el esplendor; el sentido común era lo único que la hacía evitar esas tiendas, pues jamás habría perdido el tiempo deseando cosas que no podía permitirse.

– ¡Mi galo, mi galo! -exclamó Arina avanzando con torpeza hacia mí, con los brazos extendidos y un pequeño obsequio en las manos, también envuelto con primor. Sonreía de oreja a oreja, pero sus pasos eran todavía vacilantes, pues hacía poco que caminaba sin ayuda, encantada con su independencia recién descubierta. Detestaba que nos acercásemos demasiado; prefería tener la libertad de correr por donde quisiera, y no le importaba el peligro. Nuestra hija no quería red de seguridad.

– ¡Otro regalo! -exclamé cogiéndola en brazos, pero ella pataleó en el aire y exigió que la devolviera al suelo de inmediato-. ¡Soy un hombre con suerte! Vamos a ver, ¿qué será?

Desenvolví el paquete despacio y saqué el obsequio para mirarlo unos instantes, sin saber muy bien qué estaba viendo, pero entonces lo reconocí y di un respingo, sorprendido por lo que tenía en las manos. Miré a Zoya, que me sonrió, creo que con cierto nerviosismo, como si no supiera muy bien cómo iba a reaccionar yo ante un recordatorio de mi pasado como aquél. Incapaz de hablar, temeroso de que unas palabras mal elegidas revelaran mis emociones, no dije nada y me dirigí hacia la ventana, dándole la espalda a mi familia mientras la luz del sol bañaba aquel tesoro.

Mi hija me había regalado una bola de nieve cuya base no era mayor que la palma de mi mano, una cúpula de plástico blanco con el hemisferio superior de cristal. En el centro había un delicado Palacio de Invierno de San Petersburgo en miniatura, con la fachada azul oscuro cuando debería haber sido verde claro, sin las estatuas en el tejado y sin la columna de Alejandro en la plaza principal; pero, pese a sus deficiencias, el edificio era inconfundible ante mis ojos. De hecho, habría sido reconocible de inmediato para cualquiera que hubiese vivido o trabajado alguna vez entre sus doradas paredes. Contuve el aliento mientras lo miraba, como si respirar fuera a provocar su derrumbe, y entrecerré los ojos para examinar las pequeñas ranuras blancas que representaban las ventanas del edificio de tres plantas.

Y los recuerdos acudieron en tropel.

Imaginé al zarévich Alexis saliendo de la columnata para rodear corriendo el patio, perseguido por un guardia imperial que, aterrorizado, trataba de impedir que el niño cayera y se hiciera daño.

Vi a su padre en el estudio de la planta baja, conferenciando con sus generales y el primer ministro, con la barba salpicada de gris; los ojos inyectados en sangre revelaban su ansiedad ante las noticias desalentadoras que llegaban del frente.

En una habitación del primer piso, imaginé a la zarina arrodillándose en su reclinatorio, con el stáretz musitando por lo bajo algún oscuro encantamiento mientras ella se postraba a sus pies como una vulgar mujik, no como una emperatriz.

Y luego, apareciendo por una puerta del patio interior, vi a un joven, un campesino de Kashin, encendiendo un cigarrillo en el frío aire, rechazando la compañía de un guardia como él, pues deseaba estar a solas con sus pensamientos, considerar cómo conseguiría sofocar el amor abrumador que sentía por alguien que quedaba por completo fuera de su alcance, una relación del todo imposible, como él sabía.

Agité la bola, y los copos de nieve que reposaban en su base se elevaron en el agua para flotar suavemente hacia el tejado del palacio antes de descender despacio, y los personajes de mi memoria salieron de sus escondrijos y miraron al cielo, con las manos extendidas y sonriéndose unos a otros, juntos una vez más, deseando que ese momento no tuviese fin y que el futuro nunca llegara.

Me giré hacia Zoya, emocionado con aquel regalo que, por supuesto, había comprado ella, no nuestra pequeña hija.

– Casi no puedo creerlo -dije, y mi voz reveló una súbita oleada de emoción.

– La encontré en una joyería del Strand -explicó, acercándose a la ventana para apoyar la cabeza en mi hombro mientras yo sostenía la bola entre ambos. La nieve continuó cayendo; la familia continuó respirando-. Había una estantería llena. Con distintos sitios del mundo, claro. El Coliseo. La Torre de Londres. La torre Eiffel. -Titubeó un segundo antes de levantar la vista hacia mí-. Pero no la escogí yo, Georgi, te lo juro. Dejé que Arina las viera todas y eligiera la que le gustaba más. Eligió San Petersburgo.