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Me quedé mirándola, maravillado, y sonreí.

– Es que no esperaba esto. Hace ya… -Reflexioné un instante, calculando el tiempo-. Hace casi veinte años, ¿puedes creerlo? Qué joven era entonces, sólo un muchacho.

– Pero todavía eres joven, Georgi -repuso, y rió mientras me acariciaba el cabello. Era maravilloso verla tan feliz. Aquéllos fueron años dichosos, con la pequeña Arina, el regalo más inesperado, junto a nosotros-. Además, yo estoy envejeciendo contigo. No tardaré en tener arrugas. Me convertiré en una anciana. ¿Qué pensarás entonces de mí?

– Lo que siempre he pensado -contesté; la besé y la rodeé con los brazos mientras sujetaba con cuidado la bola de nieve, pero nos vimos separados por nuestra hija, que se coló entre ambos, decidida a formar parte de nuestra felicidad.

– Papi -dijo, muy seria ahora, como siempre que tenía una pregunta que le parecía de suma importancia-. ¿Galo beno mío o galo beno mami? -preguntó, queriendo saber si prefería su regalo o el de su madre.

– Me gustan los dos por igual. Y os quiero a las dos por igual -añadí levantándola en brazos para besarla; la sujeté con fuerza y la abracé, negándome a soltarla.

Cuando llegamos a Londres por primera vez, alquilamos un piso pequeño en Holborn, donde nos tocó tener como vecino a un aburrido funcionario de mediana edad que le lanzaba ojeadas lascivas a Zoya siempre que se cruzaban en la calle, mientras que a mí me miraba con furibundo desdén. En las pocas ocasiones en que traté de entablar conversación con él, se comportó con brusquedad, como si mi acento bastara para convencerlo de que no merecía la pena malgastar su tiempo conmigo.

– ¿No puede hacer nada para que deje de llorar? -me gritó una vez cuando yo salía de casa, bloqueándome el acceso a la escalera que daba a la calle.

– Buenos días, señor Nevin -contesté, resuelto a mostrarme educado ante su grosera conducta.

– Sí, sí -replicó-. Esa niña suya me tiene despierto por las noches. Es intolerable. ¿Cuándo piensan hacer algo al respecto?

– Lo siento -dije, sin ánimo de irritarlo más, pues ya tenía las mejillas coloradas de rabia y negras ojeras por la falta de sueño-. Pero la niña sólo tiene unas semanas. -Sonreí un poco y añadí, confiando en apelar a su humanidad-: Además, somos nuevos en esto. Lo hacemos lo mejor que podemos.

– Bueno, pues eso no basta, señor Jackson -espetó, blandiendo ante mí un nudoso dedo que, por suerte para él, no llegó a tocarme; yo también estaba cansado, y la paciencia se me podría haber acabado-. Un hombre necesita dormir sus horas; llevo viviendo aquí desde…

– Es Yáchmenev -lo interrumpí en voz baja, empezando a enfurecerme.

– ¿Cómo ha dicho?

– Mi apellido. No soy Jackson, soy Yáchmenev. Pero puede llamarme Georgi Danílovich, si lo prefiere. Al fin y al cabo, somos vecinos.

Él se quedó mirándome, como decidiendo si yo trataba de provocarlo, antes de hacer un aspaviento y alejarse a grandes zancadas, dejando una estela de comentarios patrioteros a modo de recordatorio.

Era una situación irritante, desde luego; el tipo era un grosero, pero ni Zoya ni yo queríamos pelearnos con nuestros vecinos. Sin embargo, la cuestión se resolvió felizmente unos meses más tarde, cuando el hombre se mudó por puro despecho y una viuda de unos cuarenta años ocupó su piso: Rachel Anderson. Y a ella, en lugar de irritarla, nuestra hija la conquistó del todo, con lo que se ganó el cariño de unos padres orgullosos, y nos hicimos rápidamente amigos.

Rachel se ofrecía con regularidad como canguro y, a medida que nuestra amistad crecía, también crecía nuestra confianza en ella, de modo que acabamos por aceptar su ofrecimiento. La mujer no tenía a nadie, y era obvio que se sentía sola y disfrutaba haciéndole de abuela a Arina, una sustituía quizá de los hijos y nietos que no había podido tener.

– Ha sido un golpe de suerte para nosotros que a Rachel le gusten los bebés -le comenté a Zoya una noche que paseábamos hacia el Holborn Empire, disfrutando de la romántica situación de estar a solas de nuevo, aunque fuera sólo unas horas-. No me imagino dejando a Arina al cuidado de nuestro anterior vecino, ¿tú sí?

– Desde luego que no -respondió Zoya, cuya inicial reticencia a pasar toda una velada fuera de casa se había disipado casi de inmediato al salir a la calle-. Aun así, ¿seguro que quieres ir al cine?

– Podemos ir a otro sitio, si lo prefieres -contesté, pues lo que más me importaba era pasar un rato juntos. Al ver qué proyectaban en el Empire, propuse que fuéramos, pero enseguida advertí que podía ser la mejor idea que había tenido en mi vida, o la peor.

– No, no -repuso-. Me apetece mucho ir, o eso creo. ¿A ti no?

– Sí -contesté con firmeza.

He de hacer una confesión: sólo había ido al cine tres veces antes de esa noche, pero siempre a ver a Greta Garbo. La primera ocasión fue cinco años antes, cuando me acerqué solo al Empire, sin saber qué película daban, y vi a la actriz en el papel de Anna Christie, una antigua prostituta que trataba de mejorar su suerte en la vida. Volví a ver a la Garbo dos años después, interpretando a Grusinskaya, la bailarina en declive de Gran Hotel, que no me gustó tanto. Pero me reconquistó al año siguiente como la reina de Suecia, Cristina, y en mi cuarta visita, con Zoya a mi lado, iba a verla en un papel muy querido para mí: el de Ana Karenina.

Esas dos simples palabras bastaban para hacerme retroceder veinte años. Al verlas impresas en grandes letras negras sobre la lachada del cine, sentí el dolor en los huesos de las interminables sesiones de instrucción del conde Charnetski, así como mi desorientación al intentar encontrar el camino de vuelta a mi habitación en un palacio con el que aún no estaba familiarizado.

– Es el chico al que dispararon en el hombro, ¿no? -preguntó Tatiana mirándome, agradecida por aquella breve interrupción de la clase.

– No, no puede ser él; he oído que quien salvó la vida del primo Nicolás era alguien guapísimo -repuso María negando con la cabeza.

– Sí, es él-dijo Anastasia en voz baja, mirándome a los ojos.

El cine estaba a rebosar aquella noche, con el aire lleno de humo de tabaco y la sonora charla de parejas y solteros románticos, pero encontramos dos asientos juntos en la platea y nos instalamos mientras las luces se apagaban y el murmullo de la conversación empezaba a disminuir. Se proyectó primero un noticiario, con imágenes de un huracán que asolaba las costas de Florida arrasándolo todo a su paso. Un hombre llamado Howard Hughes acababa de establecer un nuevo récord de velocidad de vuelo de 352 millas por hora, mientras que el presidente de Estados Unidos, Roosevelt, aparecía en el cañón Negro, entre los estados de Arizona y Nevada, dispuesto a inaugurar la presa Hoover. El noticiario acababa con una película de cinco minutos del canciller alemán Hitler desfilando por las calles de Nuremberg, pasando revista a las tropas y dando discursos en mítines a los que asistían decenas de miles de ciudadanos alemanes. El público soltó gritos ahogados ante la devastación provocada por el huracán y habló en voz alta sobre la alocución de Roosevelt, pero permaneció en embelesado silencio cuando el canciller se dirigió a las masas, entre gritos, ruegos, insistencia y exigencias, como si fuera consciente de que su discurso habría de oírse a ochocientos kilómetros de distancia, en el Holborn Empire, y quisiera hipnotizar a todos los asistentes con sus feroces gritos de batalla, pese a que no comprendían una sola de sus palabras.

Sin embargo, Zoya y yo entendíamos alemán lo suficiente para captar la esencia de lo que Hitler decía. Y nos acercamos un poco más uno al otro mientras él seguía bramando, pero no dijimos nada.