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Cuando Hitler abandonó la pantalla por fin, la película empezó y el tren que llevaba a Ana y la condesa Vronskaya se detuvo en la estación de Moscú entre nubes de humo, que se abrieron en parte para dejar paso a Greta Garbo -Ana Karenina-, con sus grandes ojos claros perfectamente centrados en la pantalla, y el visón negro del gorro y el abrigo en marcado contraste con sus largos rizos.

– ¡Qué impresionante estaba! -le comenté después a Zoya, entusiasmado con la interpretación de la Garbo, cuando volvíamos andando a casa-. ¡Qué pasión había en sus ojos! Y en los de Vronski también. Ni siquiera les ha hecho falta decir una sola palabra; sólo con mirarse se han visto abrumados por sus pasiones.

– ¿Tú crees que eso era amor? -preguntó Zoya en voz baja-. Yo he visto algo más.

– ¿Qué?

– Miedo.

– ¿Miedo? -repetí, mirándola con sorpresa-. No se tienen ningún miedo. Están hechos el uno para el otro. Lo saben desde el instante que se conocen.

– Pero su expresión, Georgi… -Levantó un poco la voz, frustrada ante mi simplista visión del mundo-. Oh, sólo son actores, ya lo sé, pero ¿no lo has visto? A mí me ha dado la sensación de que se miraban con el horror más absoluto, como si supieran que no iban a poder controlar la cadena de acontecimientos que pone en marcha ese simple e inevitable encuentro. La vida que llevaban hasta ese momento ha llegado a su fin. Y no importa qué ocurra después; sus destinos ya están decididos.

– Tienes una forma muy sombría de ver las cosas, Zoya -dije, pues su interpretación de la escena no acababa de gustarme.

– ¿Qué es lo que le dice Vronski a Ana un poco más tarde? -preguntó, sin hacer caso de mi comentario-. «Tú y yo estamos condenados… condenados a una desesperación inimaginable. O a la dicha… a una dicha inimaginable.»

– No recuerdo esas frases en la novela.

– ¿No? Quizá no están en el libro. Lo leí hace muchos años. Aun así, tengo la sensación de conocer a esa mujer.

– Si no os parecéis en nada -reí.

– ¿Tú crees?

– Ana no ama a Karenin. Pero tú me amas.

– Por supuesto que sí -se apresuró a responder-. No me refería a eso.

– Y tú nunca serías infiel, como Ana.

– No -admitió-. Pero se trata de su tristeza, Georgi. De que, al bajarse del tren, comprende que su vida ya ha terminado, que sólo es cuestión de soportar el tiempo que le quede hasta llegar al final… ¿Eso no te resulta familiar?

Me detuve en plena calle para observarla, ceñudo. No supe responder. Necesitaba tiempo para considerar sus palabras; tiempo para comprender qué trataba de decirme.

– De todos modos, no importa -dijo por fin, sonriéndome-. Mira, Georgi, ya estamos en casa.

Una vez dentro, descubrimos que Arina dormía, y Rachel nos aseguró que nuestra hija era la criatura más maravillosa con la que había tenido la suerte de pasar una velada; ya lo sabíamos, poro aun así nos encantó oírlo.

– Hace años que no voy al cine -comentó al ponerse el abrigo para el corto trayecto hasta la casa de al lado-. Mi Albert me llevaba constantemente cuando éramos novios. Vimos toda clase de cosas, vaya que sí. Pero Charlie Chaplin era mi favorito. Habéis visto sus películas, ¿verdad, queridos?

– No, nunca-negué-. Lo conocemos, por supuesto, pero…

– ¿Nunca habéis visto a Chaplin? -preguntó, escandalizada-. Pues tenéis que estar pendientes de la próxima. Volveré a haceros de canguro entonces, encantada. El viejo Charlie es el mejor. Resulta que lo conozco bien, de cuando era niño. Se crió en Walworth, en la esquina misma de mi casa. ¿Podéis creerlo? Solía verlo correr por ahí, con sus pantalones cortos y sus trucos baratos, sin dejarle a nadie un instante de paz. Yo vivía en Sandford Row, y mi Albert era de Faraday Gardens. Por aquel entonces todo el mundo se conocía, y Charlie ya era famoso de niño por sus tonterías. Pero les sacó buen partido, ¿no? Miradlo ahora. Un millonario allá en Estados Unidos con todos los encopetados a su entera disposición. Cuesta creerlo, la verdad. ¿Y quién salía en la película que habéis visto esta noche? ¿Nunca habéis visto una de Charlie Chaplin? ¡Jamás había oído nada igual!

– Greta Garbo -contestó Zoya con una sonrisa-. Georgi está medio enamorado de ella, ¿no lo sabía?

– ¿De Greta Garbo? -preguntó Rachel, esbozando una mueca como si acabara de captar un olor desagradable-. Oh, no entiendo por qué. Siempre he pensado que es muy hombruna.

– Yo no estoy «medio enamorado» de ella, en absoluto -objeté, sonrojándome ante la idea-. Desde luego, Zoya, ¿por qué dices una cosa así?

– Mírelo, señora Anderson -rió-, le da vergüenza.

– Se ha puesto más rojo que un tomate -corroboró Rachel, riendo a su vez.

Me quedé allí plantado, sin atreverme a mirarlas y frunciendo el entrecejo, humillado.

– Qué tontería -mascullé; me dirigí a mi butaca y me senté para fingir que leía el periódico.

– Bueno, pero ¿qué tal era? -quiso saber Rachel mirando a mi esposa-. Esa película vuestra de Greta Garbo. ¿Era buena?

– Me ha recordado a mi hogar -respondió en voz baja, con un tono que me hizo observar su expresión, nostálgica.

– Pero eso es bueno, ¿no? -supuso Rachel.

Zoya sonrió, antes de asentir con la cabeza y soltar un profundo suspiro.

– Oh, sí, señora Anderson. Eso es bueno. Muy bueno, en realidad.

Antes de que Arina naciera, en la fábrica donde Zoya trabajaba como operaria de una máquina de coser se había hablado de que iban a ascenderla al puesto de supervisora. El horario no habría sido mejor -largas jornadas de las ocho de la mañana hasta las seis y media de la tarde, con sólo media hora para comer-, pero el sueldo habría aumentado mucho, y en lugar de pasarse el día entero sentada a la máquina de coser, habría tenido la libertad de moverse por toda la fábrica.

Sin embargo, esa posibilidad llegó a su fin cuando quedó embarazada.

No le revelamos a nadie la noticia durante casi cuatro meses, pues ya habíamos sufrido demasiadas pérdidas para creer que alguna vez seríamos padres, pero por fin empezó a notarse y nuestro médico nos aseguró que sí, que en esa ocasión el embarazo prosperaba y no había motivos para temer otro aborto. Casi de inmediato, Zoya tomó la decisión de no regresar a la fábrica después del parto; en cambio, dedicaría el tiempo a criar a nuestro retoño, lo que fue una decisión relativa, dado que sus patrones no permitían a las madres jóvenes volver al trabajo hasta que sus hijos estuviesen en edad escolar. Y aunque supuso una presión mayor en nuestras finanzas, reducidas ahora a mi salario, habíamos tenido la cautela de ahorrar en los años precedentes y, además, en reconocimiento de mis nuevas responsabilidades, el señor Trevors me ofreció un pequeño aumento de sueldo cuando nació Arina.

Por tanto, fue una sorpresa regresar una tarde a casa y encontrarme con una gran máquina de coser en el rincón de la sala; la pesada carcasa metálica me miraba desafiante cuando traspuse la puerta, mientras mi esposa despejaba un espacio a la derecha del aparato para colocar una mesita auxiliar donde disponer telas, agujas y alfileres. Arina observaba con atención desde su sillita, con los ojos muy abiertos, cautivada por la inusual actividad, pero dio una palmada de alegría al verme y señaló la máquina con un grito de emoción.

– Hola -saludé, quitándome el sombrero y el abrigo mientras Zoya se volvía para sonreírme-. ¿Qué pasa aquí?

– No vas a creerlo -respondió, y me besó en la mejilla; me pareció emocionada por lo que fuera que había pasado durante la jornada, y su tono reveló asimismo cierta ansiedad ante mi reacción, sin saber si compartía su alegría-. Estaba preparándole el desayuno a Arina esta mañana cuando llamaron a la puerta. Y al mirar por la ventana, no pude creer lo que veía. Era la señora Stevens.

Zoya solía ponerse nerviosa cuando alguien llamaba inesperadamente a la puerta. Teníamos pocos amigos y no era frecuente que aparecieran sin avisar, de forma que cualquier cambio en la rutina la inquietaba, como si estuviera a punto de ocurrir algo terrible. En lugar de abrir la puerta de inmediato, siempre se dirigía a la ventana y apartaba un poco la cortina para averiguar quién era, pues desde ahí se veía la espalda del supuesto visitante. Era una costumbre que nunca abandonaba. Nunca se sentía a salvo, ése era el problema. Zoya siempre pensaba que algún día, de algún modo, alguien la encontraría. Que nos encontrarían a todos.