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– ¿La señora Stevens? -pregunté enarcando una ceja-. ¿De Newsom?

– Sí, me pilló totalmente por sorpresa. Pensé que quizá había algún error en mi finiquito y que la habían mandado a arreglarlo, pero no, no era nada parecido. Al principio dijo que sólo pasaba por aquí a ver qué tal estábamos, lo que por supuesto no creí. Y luego, después de tomarse una taza de té y hacer que me sintiera incómoda en mi propia casa, dijo por fin que ahora mismo andan cortos de operarias, que no tienen suficientes para cumplir con los pedidos, y que se preguntaba si yo estaría interesada en trabajar un poco en casa.

– Ya veo -contesté, echándole un vistazo a la máquina, sabiendo muy bien cómo había terminado tan particular entrevista-. Y tú contestaste que sí, claro.

– Bueno, no vi razón alguna para no aceptar. Me ofrecen una paga muy generosa. Y un hombre de Newsom me traerá todo lo que necesite una vez por semana y recogerá al mismo tiempo mi trabajo, de modo que no tengo ni que acercarme a la fábrica. Nos será útil ingresar más dinero, ¿no?

– Sí, por supuesto -repuse, considerando la cuestión-. Aunque me gustaría pensar que puedo ocuparme de los tres.

– Oh, desde luego que puedes, Georgi. Sólo quería decir…

– La señora Stevens debía de estar segura de tu respuesta si se trajo la máquina consigo.

Zoya me miró perpleja, antes de echarse a reír.

– Oh, Georgi -exclamó, negando con la cabeza-. No pensarás que la señora Stevens trajo la máquina desde la fábrica, ¿verdad? Pero si no podría ni arrastrarla por el suelo. No; uno de los empleados vino esta tarde, después de que yo diera mi consentimiento. Se ha marchado hace sólo un ratito.

Quizá no estuvo bien por mi parte, pero no me sentí del todo contento con aquel acuerdo. Me pareció que nuestra casa era nuestra casa, no una especie de factoría en que se explotaba a la gente, y pensé que habían llegado a aquel arreglo sin consultarme siquiera. Pero al mismo tiempo advertí lo contenta que estaba Zoya, que ese trabajo le supondría no tener que pasarse el día entero jugando con Arina, y comprendí que interponerme sería rudo por mi parte.

– Te parece bien, Georgi, ¿verdad? -preguntó entonces, captando mis sentimientos ambivalentes-. ¿No te importa?

– No, no -me apresuré a responder-. Si a ti te hace feliz.

– Sí, así es. Me halaga que hayan pensado en mí. Además, me gusta ganar mi propio dinero. Te lo prometo, no trabajaré por las noches. No tendrás que soportar el ruido de la máquina de coser cuando vuelvas a casa. Y si compro un poco de tela por mi cuenta, también podré hacerle ropa a Arina, lo que será una ventaja adicional.

Sonreí y le dije que me parecía una idea excelente, y entonces, para mi sorpresa, Zoya se pasó el resto de la tarde trabajando en la máquina, examinando los distintos diseños que debía tener listos cuando el hombre de Newsom volviera la semana siguiente. La observé concentrada en su tarea, entrecerrando los ojos al trazar una costura en una pieza de buen algodón de color claro, cortar el hilo al llegar al final y levantar el brazo de la máquina antes de rematarlo. En Rusia se habría considerado un trabajo de baja categoría, una tarea de mujik, pero en Londres, a tres mil kilómetros y veinte años de San Petersburgo, era una ocupación que hacía feliz a mi esposa. Y por eso, al menos, me sentí agradecido.

Cuando sí teníamos visita por las noches, solía ser Rachel Anderson, que llamaba a la puerta un par de veces por semana y pasaba una hora en nuestra compañía para aliviar un poco su soledad. A los dos nos gustaban sus visitas, pues era una persona encantadora que acudía para jugar con Arina, que la adoraba, y para vernos a nosotros, un hecho que le granjeaba nuestro cariño.

Aquel año, cuando se acercaba la Navidad, estábamos todos una noche en la sala de estar escuchando un concierto en la radio. Arina dormía en mis brazos, con la boquita abierta y los párpados estremeciéndose levemente en sueños, y yo tenía una sensación casi abrumadora de bienestar ante el regalo de aquella feliz vida de familia. Zoya estaba sentada a mi lado, con la cabeza apoyada contra un cojín mientras escuchábamos la Cuarta Sinfonía de Tchaikovski. Teníamos los dedos entrelazados y advertí que ella estaba enfrascada en la música y los recuerdos que le evocaba. Al volver la vista hacia Rachel, nuestras miradas se cruzaron a la luz de las velas; aunque sonreía ante nuestra pequeña familia, su expresión reflejaba un pesar casi insoportable.

– Rachel -le dije, preocupado-, ¿se encuentra bien?

– Estoy bien -me tranquilizó tratando de sonreír-. Perfectamente.

– Yo no lo diría. Parece a punto de llorar.

– ¿De verdad? -preguntó, alzando los ojos unos instantes, como para contener unas lágrimas repentinas-. Bueno, quizá sí estoy un poco emocionada.

– Tchaikovski puede provocar sensaciones intensas -comenté, confiando en no haberla incomodado-. Cuando escucho este movimiento, mi cabeza se llena de recuerdos de antiguas canciones populares rusas. No puedo evitar sentir nostalgia.

– No es por la música -susurró-. Es por vosotros tres.

– ¿Qué nos pasa?

Ella soltó una risita y apartó la mirada.

– Sólo estoy siendo una blandengue, nada más. Se os ve tan felices a los tres, ahí juntitos y acurrucados… Me recordáis a mi Albert, y pienso en lo que podríamos haber vivido juntos. -Titubeó y se encogió de hombros, contrita-. Hoy habría sido su cumpleaños. Habría cumplido cuarenta. Lo más probable es que estuviésemos celebrándolo a lo grande, si las cosas hubiesen salido de otra manera.

– Rachel, debería habérnoslo dicho. -Zoya fue a sentarse junto a ella; le rodeó los hombros con un brazo y la besó en la mejilla. Siempre mostraba gran empatia en momentos como aquél, cuando veía otra alma atormentada; era una de las cosas que yo adoraba de ella-. Supongo que piensa en él muchas veces.

– Sí, todos los días. Aunque ya hace más de veinte años que murió. Lo enterraron en Francia, ¿os lo había contado? Pensé que eso lo volvía aún peor, porque no podría dejar flores en su tumba. Algunos días no deseo otra cosa que llenar un termo con té e ir a sentarme cerca de él, pero no puedo hacerlo. Aquí no. En Londres no.

– ¿Nunca ha ido a verlo? -quise saber-. No queda tan lejos desde Dover.

– He estado allí ocho veces -respondió con una sonrisa-. Es posible que vuelva dentro de un año más o menos, si puedo permitírmelo. Está enterrado en Ypres, en un cementerio llamado Prowse Point. Hileras e hileras de pulcras lápidas blancas, perfectamente alineadas, cubren los cuerpos de los muchachos muertos. Todo el lugar se conserva de manera inmaculada. Casi parece que intenten simular que hubo algo… no sé… limpio en la forma que murieron, cuando no es así. La pureza de ese lugar es una mentira. Por eso siempre he deseado que él estuviese aquí, en alguna tumba con árboles, setos, maleza y unos ratones de campo correteando por ahí. En algún sitio más normal.

– ¿Era de infantería? ¿Oficial?

– Oh, no -contestó Rachel-. No, Georgi; no era lo bastante ambicioso para ser oficial. Tampoco lo habría deseado, además. Pertenecía a la Infantería Ligera de Somerset. Sólo era uno de tantos muchachos, nada especial, supongo. Excepto para mí. Murió a finales del catorce, bastante al principio, en realidad. No llegó a ver mucha acción. A veces pienso que eso fue una bendición -añadió pensativa-. Siempre me han dado lástima esos pobres chicos que murieron en el diecisiete o dieciocho. Los que pasaron los últimos años de su vida luchando, sufriendo y presenciando sólo Dios sabe qué horrores. Al menos mi Albert… al menos él no tuvo que soportar todo eso. Pasó a mejor vida bastante pronto.