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– Pero aún lo echa de menos -musitó Zoya cogiéndole la mano, y Rachel asintió con un profundo suspiro, tratando de contener las lágrimas.

– Así es, cielo. Lo echo en falta todos los días. Pienso en todo lo que podríamos haber vivido juntos, en todas las cosas que podríamos haber hecho. Unas veces me siento muy triste, y otras me enfado tanto con el mundo que me pondría a gritar. Gritarles a aquellos malditos políticos. Y a Dios. Y a los belicistas: Asquith, el káiser y el zar, unos cabrones, todos ellos -exclamó; Zoya se estremeció un poco al oírla, pero no hizo comentario alguno-. Los odio por habérmelo arrebatado. A un muchacho como él, un joven con toda la vida por delante. Pero qué os voy a contar a vosotros… También debisteis de sufrir durante la guerra. Tuvisteis que dejar vuestra patria. No puedo ni imaginar lo que debió de ser eso.

– No fueron tiempos fáciles para nadie -dije, sin saber muy bien si era un tema seguro.

– Yo perdí a toda mi familia en la guerra -reveló Zoya, asombrándome al hablar de su pasado-. A todos.

– Oh, querida -exclamó Rachel, sorprendida; se inclinó para acariciarle las manos-. No lo sabía. Creía que los habías dejado en Rusia. Me refiero a que nunca hablas de ellos. Y ahora voy yo y te traigo esos malos recuerdos.

– Eso es lo que provocan las guerras -señalé, ansioso por cambiar de tema-. Nos arrebatan a nuestros seres queridos, separan familias, provocan desdichas incalculables. ¿Y para qué? Cuesta entenderlo.

– Y va a volver, ¿sabéis? -dijo Rachel, y me extrañó la seriedad de su tono.

– ¿Qué es lo que va a volver?

– La guerra. ¿No lo sentís? Yo sí, casi puedo olerla.

Negué con la cabeza.

– No lo creo. Europa está… agitándose, sí, hay problemas y enemistades, pero no creo que haya otra guerra. Al menos nosotros no la veremos. Nadie quiere pasar por todo lo que pasamos la última vez.

– ¿No os parece curioso que todos los niños concebidos en el torrente de amor y deseo que supuso el final de la Gran Guerra tendrán la edad precisa para combatir cuando empiece la siguiente? -preguntó Rachel-. Casi parece que Dios los haya creado tan sólo para luchar y morir. Para plantarse ante los fusiles y encajar las balas que les disparen. Parece una broma, realmente.

– Pero no habrá otra guerra -aseguró Zoya-. Como dice Georgi…

– Qué desperdicio -concluyó Rachel con un suspiro; se puso en pie y cogió el abrigo-. Un terrible desperdicio. Y no pretendo contradecirte en tu propia casa, Georgi, pero me temo que te equivocas. Se acerca, desde luego que sí. No tardará en llegar. Esperad y veréis.

El Neva

El sobre pasó por debajo de mi puerta, y se deslizó tanto por el suelo que casi desapareció bajo la cama. Sólo llevaba escrito mi nombre, «Georgi Danílovich», en elegante cirílico. Era raro que recibiese comunicaciones de esa forma; lo habitual era que el conde Charnetski transmitiese cualquier cambio en las instrucciones de la Guardia Imperial a los oficiales superiores, que a su vez informaban a los hombres a su mando. Sentí curiosidad, pero al abrirlo no encontré más que una dirección y una hora escritas en la tarjeta interior. Ni instrucciones ni indicios de quién mandaba la nota. Tampoco se detallaba por qué se requería mi presencia. Todo el asunto era un misterio que, al principio, atribuí a Anastasia, pero luego recordé que esa noche debía asistir a una cena en casa del príncipe Rogeski con su familia, de modo que difícilmente podría haber organizado un encuentro secreto. Aun así, sentí curiosidad; esa noche estaba libre y me sentía animado, así que fui a los baños y me lavé a fondo, antes de ponerme mi mejor ropa de paisano y salir de palacio para dirigirme al sitio indicado.

La noche era oscura y fría y en las calles se amontonaba la nieve, tanto que me veía obligado a pasar sobre los montículos levantando mucho los pies y avanzando lentamente. Me resultaba imposible pasar por alto los carteles de propaganda pegados en paredes y farolas del centro de la ciudad. Dibujos de Nicolás y Alejandra, imágenes vergonzosas que los acusaban de saqueadores de la patria, tiranos, déspotas. Retratos de la zarina representada como una fulana o una loba: en unos estaba rodeada por un harén de hombres jóvenes y excitados; en otros, tendida boca abajo y semidesnuda ante la lujuriosa mirada del stáretz de ojos oscuros. Los carteles se habían convertido en un rasgo habitual de la ciudad y las autoridades los arrancaban a diario, pero reaparecían con la misma rapidez con que los quitaban. Que te descubrieran en posesión de uno era arriesgarse a la muerte. Me pregunté cómo soportarían los zares verse representados de manera tan obscena cuando pasaban por las calles. Ese hombre que había invertido meses y había sacrificado su salud en liderar al ejército para proteger nuestras fronteras. Esa mujer que acudía al hospital todos los días, a ocuparse de los enfermos y moribundos. La zarina no era una María Antonieta, y su esposo ningún Luis XVI, pero los mujiks parecían considerar el Palacio de Invierno un segundo Versalles, y sentí congoja al preguntarme dónde acabaría toda esa discordia.

La dirección de la tarjeta me condujo a una parte de la ciudad que rara vez visitaba, una de esas curiosas zonas que no albergaba palacios para príncipes ni casuchas para campesinos. Había calles anodinas, pequeñas tiendas, tabernas; nada indicaba que allí sucediera algo que requiriese mi presencia. Me pregunté si la nota iría dirigida a mí. Quizá alguien pretendía colarla bajo la puerta de un tipo involucrado en una de las numerosas sociedades secretas que infestaban la ciudad. Alguien que tuviera que ver con la política. Quizá me estaban conduciendo a una reunión encubierta con el objeto de aumentar la agitación contra los Romanov, y todo el mundo me tomaría por un traidor. Casi consideré dar la vuelta y regresar al palacio, pero antes de que pudiera decidirme, la casa que buscaba apareció ante mí. Observé con cautela la imponente puerta negra, detrás de la cual alguien esperaba mi visita.

Titubeé, sorprendido ante mi propia ansiedad, y golpeé brevemente con los nudillos. Me habían invitado a acudir. La nota iba dirigida a mí. Sin embargo, no hubo respuesta de inmediato, de forma que me quité el guante derecho para llamar más fuerte. Pero en ese preciso instante la puerta se abrió y me vi cara a cara con una figura vestida de oscuro, que se quedó mirándome un momento mientras trataba de identificarme en la penumbra, antes de esbozar una espantosa sonrisa.

– ¡Has venido! -bramó, extendiendo ambas manos para posarlas sobre mis hombros-. ¡Sabía que vendrías! Qué fácil es dirigir a los jóvenes, ¿no crees? Podría haberte dicho que te arrojaras a las profundidades del Moika y ahora yacerías muerto en el lecho del río.

Me retorcí bajo el peso de aquellas manazas y traté de zafarme, sin conseguirlo; el hombre me oprimía con tanta determinación como si estuviese poniendo a prueba sus fuerzas y mi resistencia.

– Padre Grigori -dije, pues era él quien me había abierto la puerta; el monje, el hombre de Dios, el mujik que había convertido en fulana a la emperatriz rusa-. No sabía que la invitación fuese suya.

– ¿Acaso habrías venido más rápido de haberlo sabido? -preguntó con una amplia sonrisa-. ¿O quizá no habrías venido? ¿Qué habrías hecho, Georgi Danílovich? Sin duda no habría sido lo segundo, estoy seguro.

– Me sorprende, eso es todo. -Y era cierto, pues por muy incómodo que me sintiera y por mucho que me repugnara, era imposible no sentirse fascinado a la vez por su persona, pues la suya era una presencia hechizante. Siempre que lo veía, me sumía en un estado cercano a la parálisis. Y no me pasaba sólo a mí. Todo el mundo lo odiaba, pero nadie conseguía apartar la vista de él.