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Sólo había una respuesta posible. Estaba hechizado por todo aquello. Sentí unas manos tendidas desde el sofá que tenía detrás para acariciarme el cuerpo. La prostituta. El muchacho. Invitándome a unirme a ellos en sus juegos. Desde el otro extremo de la sala, la condesa me miraba y se acariciaba los pechos, mostrándolos sin la menor vergüenza. Delante de ella, el príncipe se había dejado caer de rodillas. Los demás jóvenes hablaban en susurros, fumaban y bebían, me observaban y luego apartaban la vista; y sentí que mi cuerpo flotaba como si fuera un estorbo innecesario al tiempo que me dejaba caer, que me fundía con la habitación, me unía al alegre grupo, y cuando mi voz brotó, no me pareció la mía en absoluto, sino el suspiro de otro, de una persona que no conocía y que hablaba desde una tierra distante.

– Sí -contesté-. Sí, confío en usted.

Cuando 1916 se acercaba a su fin, San Petersburgo semejaba un volcán a punto de entrar en erupción, pero el palacio y sus habitantes permanecían felizmente ajenos al malestar que circulaba por las calles, y todos proseguimos con nuestras rutinas y costumbres como si nada anduviese mal. A principios de diciembre, el zar regresó de Stavka durante unas semanas y sobre la familia real pendió una atmósfera de alegría e incluso frivolidad; es decir, hasta la tarde en que el zar descubrió que su adorada hija mantenía una relación ilícita con uno de sus guardias imperiales más leales.

Y entonces pareció que la guerra se hubiese trasladado desde las fronteras alemanas, rusas, bálticas y turcas para concentrar por completo su furia en la primera planta del Palacio de Invierno.

Ni Anastasia ni yo supimos jamás con certeza quién reveló al zar aquel secreto largamente guardado. Se rumoreó que algún entrometido había dejado una nota anónima sobre el escritorio del zar. También se dijo que la zarina se había enterado por una doncella chismosa, que lo había visto con sus propios ojos. La tercera teoría, absolutamente falsa, especulaba con que Alexis había presenciado un beso clandestino y se lo había contado a su padre, aunque yo sé que el niño jamás habría hecho algo así; lo conocía demasiado bien.

La primera noticia que tuve del descubrimiento me llegó una noche en que salía de la habitación del zarévich y oí avecinarse una tormenta pasillo abajo, donde estaba el estudio del zar. En cualquier otra ocasión me habría detenido para escuchar a hurtadillas el motivo de aquel alboroto, pero estaba cansado y hambriento y proseguí mi camino, y entonces me vi repentinamente agarrado del brazo por alguien que me arrastró a un salón y cerró la puerta con llave. Me volví en redondo, asustado, y me encontré cara a cara con mi secuestrador.

– Anastasia -dije, encantado de verla, convencido en mi arrogancia de que, llena de deseo, había esperado allí a que yo pasara-. Esta noche estás aventurera.

– Calla, Georgi -ordenó-. ¿No sabes lo que ha pasado?

– ¿Lo que ha pasado? ¿A quién?

– A María. A María y Serguéi Stasyovich.

Parpadeé y reflexioné. Esa noche estaba muy cansado, mi mente no funcionaba todo lo bien que debería, y no comprendí de inmediato.

– María, mi hermana -explicó al ver que no la entendía-.

Y Serguéi Stasyovich Póliakov.

– ¿Serguéi? -pregunté arqueando una ceja-. Bueno, ¿y qué ocurre con él? Esta noche no lo he visto, si te refieres a eso. ¿No tenía que formar parte del séquito de tu padre esta tarde, para asistir a la catedral de San Pedro y San Pablo?

– Escúchame, Georgi -exclamó Anastasia, impaciente con mi estupidez-. Mi padre ha descubierto lo suyo.

– ¿Lo de María y Serguéi Stasyovich?

– Sí.

– No lo entiendo. ¿Qué ha descubierto? Entre María y Serguéi Stasyovich no hay nada, ¿verdad? -Oí mi propia frase y de pronto lo vi con claridad-. ¡No! -exclamé anonadado-. ¿No querrás decir que…?

– Hace meses que dura.

– Pero no puedo creerlo… -repuse asombrado-. Tu hermana es una gran duquesa de sangre real. Y Serguéi Stasyovich… bueno, es un tipo simpático y apuesto, supongo, para el que aprecie esas cosas, pero difícilmente iba ella a… -Titubeé y decidí no completar la frase. Anastasia enarcó una ceja y, pese a su inquietud, no pudo evitar sonreír un poco, de modo que añadí-: Claro que es posible, tonto de mí.

– Alguien se lo contó a mi padre. Y está furioso. Sencillamente furioso, Georgi. Creo que nunca lo había visto tan enfadado.

– Es sólo que… no puedo creer que Serguéi no me lo contara. Pensaba que éramos amigos. En realidad, es el mejor amigo que tengo aquí. -Al decirlo, de pronto mi mente se llenó de imágenes del último muchacho al que había considerado mi mejor amigo. El chico con el que me había criado desde la infancia. El amigo cuya sangre seguía manchándome las manos.

– Bueno, ¿tú le has contado lo nuestro? -preguntó ella, apartándose para pasearse de aquí para allá, preocupada.

– No, por supuesto que no. Nunca le confiaría una cosa tan íntima.

– Entonces él debe de sentir lo mismo con respecto a ti.

– Supongo -admití, y pese a la hipocresía del asunto, me sentí un poco ofendido-. ¿Y qué me dices de ti? ¿Sabías lo que estaba pasando?

– Desde luego, Georgi -contestó como si la respuesta fuera obvia-. María y yo nos lo contamos todo.

– Pero no me lo habías dicho.

– No; era un secreto.

– No sabía que tuviéramos secretos -murmuré.

– ¿No lo sabías?

– Todos ocultamos algo -musité para mí, apartando la vista un instante. Ella me miró a los ojos con tanta intensidad como el stáretz aquella terrible noche de unas semanas atrás. La asociación, el recuerdo, fue como un cuchillo que me atravesara el corazón, y esbocé una mueca, avergonzado-. ¿Y qué pasa con nosotros? -pregunté por fin, tratando de recobrar la compostura-. ¿Sabe María lo nuestro?

– Sí. Pero te aseguro que no se lo dirá a nadie. Es nuestro secreto.

– Lo de María y Serguéi también era vuestro secreto. Y ha salido a la luz.

– Bueno, no soy yo quien se lo ha dicho a mi padre -puntualizó, enfadada-. Jamás haría una cosa así.

– ¿Y qué me dices de Olga y Tatiana? ¿Sabían ellas lo de María y Serguéi? ¿Saben lo nuestro?

– No. Son cosas de las que María y yo hablamos en la cama. Son los secretos que compartimos sólo la una con la otra.

Asentí con la cabeza, creyéndole. Pese a que había cientos de habitaciones en cada palacio de la familia imperial, las dos hermanas mayores, Olga y Tatiana, siempre compartían una, al igual que María y Anastasia. No era de extrañar que cada par de hermanas tuviese sus propios secretos e intimidades.

– Bueno, ¿y qué ha sucedido? -inquirí, recordando los gritos procedentes del estudio del zar-. ¿Sabes qué está pasando ahí?

– Hace una hora, mi madre ha llevado a María a rastras al estudio de mi padre. Al salir, estaba llorando, histérica. Casi no podía hablar conmigo, Georgi, apenas era capaz de hablar. Ha dicho que van a mandar a Serguéi al exilio en Siberia.

– ¿Siberia? -repetí con un respingo-. Pero no puede ser.

– Se marcha esta noche. Nunca volverán a verse. Y María dice que ha tenido suerte. De haber llegado más lejos la relación, podrían haberlo ejecutado.

Entrecerré los ojos y ella se ruborizó. Pese a que llevábamos unidos mucho tiempo, aún no había habido nada sexual entre nosotros, salvo nuestros románticos besos interminables.

– Han llamado al doctor Féderov -añadió en voz baja, enrojeciendo aún más al mencionar ese nombre.

– ¿Al doctor Féderov? Nunca he visto que lo llamen como no sea para proteger la salud de tu hermano. ¿Para qué lo necesitaban?

– Para examinar a María. Mis padres le ordenaron que averiguara si… si la habían desflorado o no.

Me quedé boquiabierto; me costó imaginar el espanto de la escena. María había cumplido diecisiete años unos meses atrás. Verse sometida a tan humillante examen a manos del viejo Féderov, y con sus padres en la habitación contigua -supuse-, sería una experiencia tan horrible que me resultó insoportable pensar en ella.