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Me temblaban las manos, no sólo por el gélido aire sino también de temor ante lo que planeaba hacer, y aferré la pistola que llevaba oculta en el abrigo mientras esperaba a que apareciese mi enemigo. Me pregunté si le dispararía ahí mismo. Si le permitiría rezar una última plegaria, pedir perdón, suplicarle al dios que venerase, como él había hecho que tantos le suplicaran.

Capté unas pisadas cada vez más audibles en el interior y el corazón me palpitó con furia; los dedos sudorosos se me pegaban al gatillo de la pistola, y me dije que, si iba a hacerlo, tenía que ser en cuanto lo viese, antes de que él advirtiera mis intenciones y me engatusara para que tuviera piedad de él. Sin embargo, para mi sorpresa, no fue él quien abrió la puerta, sino la prostituta de cuyos placeres yo había disfrutado unas semanas antes. Su rostro lucía una expresión ausente y al principio no me reconoció; supuse que estaba borracha o que había perdido la razón por culpa de Dios sabía qué brebaje.

– ¿Dónde está? -pregunté con tono profundo y amenazador, decidido a llevar a cabo mi propósito.

– ¿Dónde está quién? -quiso saber, impasible ante mi aspecto o mi determinación. Yo sólo era uno más de los muchos que el stáretz había llevado allí. Docenas, probablemente. Centenares.

– Ya sabes quién. El monje. Ese al que llaman Rasputín.

– No está aquí -contestó con un suspiro; se encogió de hombros, soltó una carcajada ebria y añadió con tono soñoliento-: Me ha dejado sola.

– ¿Dónde está? -espeté, sacudiéndola por los hombros; ella se enfadó y me miró con odio, pero luego lo pensó mejor y sonrió.

– El príncipe ha venido a buscarlo -explicó.

– ¿El príncipe? ¿Qué príncipe? ¡Dime su nombre!

– Yusúpov. Hace varias horas. No sé adónde han ido.

– Por supuesto que lo sabes -repuse, apretando el puño y mostrándoselo sin tapujos-. Dime adónde han ido o juro que te…

– No lo sé -espetó-. No me lo han dicho. Podrían estar en cualquier parte. -Y agregó con tono burlón-: De todos modos, ¿qué vas a hacer, Pasha? ¿Crees que puedes hacerme daño? ¿De verdad quieres hacérmelo?

Me quedé mirándola, impresionado porque me hubiese reconocido, pero no dije nada; me limité a girar en redondo para no tener que verla.

– El palacio de Moika -mascullé, recordando dónde vivía Félix Yusúpov.

Era el lugar más probable; al fin y al cabo, el Moika tenía muy mala fama por sus fiestas y su depravación. Era un sitio donde el padre Grigori se sentiría como en casa. Miré a la fulana una última vez, y ella volvió a provocarme, pero no escuché sus palabras, pues me alejé en dirección al río.

Fui hasta la ribera del Moika y lo crucé en Gorojovaya Ulitsa, pasando ante las brillantes luces del palacio de Marinski de camino a la casa de Yusúpov. El río estaba congelado, y los muros de las orillas comprimían y resquebrajaban el hielo, que se elevaba aquí y allá en grandes capuchones de blancas cumbres; visto desde arriba semejaba una cordillera nevada. No me topé con un alma en la larga y gélida caminata; mucho mejor, pues mis actos sólo podrían resultar en mi propia muerte, en particular si la zarina se enteraba. Muchos me aplaudirían por lo que pretendía hacer, por supuesto, pero formarían una mayoría silenciosa y nada inclinada a apoyarme si me llevaban a juicio. Y si me declaraban culpable, terminaría mi historia como la última víctima de Rasputín, colgado de un árbol en los bosques de las afueras de San Petersburgo.

Finalmente, el palacio Moika se alzó ante mí. Me alegró ver que no había guardias patrullando alrededor. Diez o quince años antes, habría habido docenas desfilando en el patio, pero ya no. Era un indicio de hasta dónde llegaba el declive de las clases dirigentes. Se decía que los propios palacios no durarían ni un año más. Entretanto, los ricos seguían con su depravada vida, bebiendo vino, atiborrándose de carne y sodomizando a sus fulanas. Su fin se acercaba y lo sabían, pero estaban demasiado ebrios para preocuparse.

Me dirigí a la parte posterior del palacio, e iba a intentar abrir una de las puertas cuando oí un disparo en el interior. Asustado, me quedé allí como si me hubiese convertido en piedra. ¿Había sido realmente un disparo o imaginaba cosas? Tragué saliva con nerviosismo y miré alrededor, pero no había nadie a la vista. Oí voces que gritaban y reían dentro del edificio, luego que alguien pedía silencio, y después, para mi espanto, otro disparo. Y otro. Y otro más. Cuatro en total. Miré alrededor, y justo en ese momento me iluminó una súbita luz al abrirse la puerta; un hombre se arrojó sobre mí para rodearme el cuello con un brazo y pegarme la hoja de un cuchillo a la garganta.

– ¿Quién eres? -siseó-. Dímelo rápido o morirás.

– Un amigo -balbucí sin moverme lo más mínimo, no fuera a clavárseme el cuchillo.

– ¿Un amigo? -repitió-. Ni siquiera sabes con quién estás hablando.

– Soy… -Titubeé. ¿Debería identificarme como un hombro del zar? ¿O como un amigo de Rasputín? ¿Como un enemigo, quizá? ¿Cómo saber de quién era el cuerpo que controlaba ese brazo?

– ¡Dimitri, no! -ordenó una segunda voz, y otro hombre emergió del palacio; lo reconocí de inmediato: era el príncipe Félix Yusúpov-. Deja que se vaya. Conozco a ese chico.

Aunque me soltaron, me quedé donde estaba, palpándome el cuello en busca de heridas, pero estaba ileso.

– ¿Qué haces aquí? -me preguntó el príncipe-. Te conozco, ¿verdad? Eres el guardaespaldas del zarévich.

– Georgi Danílovich.

– Bueno, ¿y qué quieres? Es tarde. ¿Te ha enviado el zar?

– No -me apresuré a responder-. No me manda nadie. He venido por voluntad propia.

– Pero ¿por qué? ¿A quién andas buscando?

El hombre que me sujetaba un momento antes se plantó ante mí, y yo le dirigí una mirada asesina. Lo había visto unas cuantas veces; era un tipo alto y de aspecto desdichado. Un gran duque, supongo, o quizá un conde. Me miró con furia, desafiante.

– Contesta -espetó-. ¿A quién buscabas?

– Al stáretz. He ido a buscarlo a su casa y no estaba. Pensé que podía estar aquí.

El príncipe Yusúpov me miró sorprendido.

– ¿A Rasputín? ¿Y para qué lo buscas?

– Para matarlo -exclamé, sin importarme ya quién lo supiera. No estaba dispuesto a seguir siendo un títere en sus malditos juegos-. He venido a asesinarlo, y lo haré, aunque tenga que matarlos a ustedes primero.

El príncipe y su acompañante intercambiaron miradas, y se volvieron hacia mí antes de echarse a reír. Tuve ganas de dispararles a los dos allí mismo. ¿Por quién me habían tomado, por un niño con una pataleta? Estaba allí para matar al stáretz, y por nada del mundo iba a irme sin hacerlo.

– ¿Y por qué, Georgi Danílovich, quieres hacer algo así? -preguntó Yusúpov.

– Porque es un monstruo. Porque, si no es aniquilado, todos los demás lo seremos.

– Todos los demás seremos aniquilados igualmente -replicó con una sonrisa desafecta-. Nadie puede evitarlo. Pero, con respecto al monje loco… bueno, me temo que llegas tarde.

No supe si sentir alivio o consternación.

– ¿Se ha ido? -pregunté; lo imaginé huyendo por las calles de vuelta a los brazos de sus fulanas.