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– Oh, sí.

– Pero ¿ha estado aquí?

– Así es. Lo he traído aquí esta noche. Le he dado vino. Le he ofrecido pasteles. Los había rociado con el cianuro suficiente para matar a una docena de hombres, no digamos ya a un apestoso mujik de Pokróvskoie.

Lo miré con los ojos muy abiertos.

– Entonces… ¿está muerto? -pregunté, atónito-. ¿Ya lo han matado?

Ambos hombres intercambiaron otra mirada y se encogieron de hombros, casi excusándose.

– Lo lógico sería pensar que sí -contestó Yusúpov con una sonrisa. No se comportaba como alguien que hubiese cometido un asesinato, y me pregunté si él también estaría borracho o habría perdido el juicio-. Pero no le ha hecho efecto. Verás, es que Rasputín no es humano -añadió, como si se tratara de un dato obvio, algo que toda persona civilizada conocía-. Es una criatura del demonio. El cianuro no lo ha matado.

– ¿Qué lo ha matado, entonces? -pregunté, y un escalofrío me recorrió las venas.

– Esto -respondió el príncipe sonriendo, y sacó de la túnica una pistola cuyo cañón aún humeaba.

Recordé los disparos que casi me habían impulsado a alejarme del Moika no hacía ni diez minutos.

– Le ha disparado… -declaré simplemente, estremecido ante esas palabras pese a que también era ésa mi intención.

– Por supuesto. Te lo enseñaré, si quieres.

Entré tras él en el palacio y recorrimos una corta distancia hasta un pasillo oscuro, iluminado tan sólo a ambos lados por altas velas blancas. En el centro, boca arriba, yacía la inconfundible figura del padre Grigori, con la capa negra desparramada alrededor, los brazos extendidos como una caricatura y las hebras de su largo y sucio cabello sobre el suelo de mármol.

– He decidido que, si el veneno no funcionaba, las balas sí funcionarían -dijo el príncipe cuando me acerqué al cuerpo para observarlo-. Le he metido una en el pecho, dos en los riñones y otra más en el estómago. Debería haberlo hecho alguien hace años. Quizá así no estaríamos ahora metidos en todo este desastre.

Yo apenas lo escuchaba, sino que miraba fijamente el cuerpo. Me alegraba que otra persona hubiese hecho aquello por mí, y me pregunté un instante si yo habría tenido la fortaleza suficiente para cometer un crimen tan horrendo. Sin embargo, no sentí gozo ni satisfacción porque Rasputín ya no estuviera vivo, sólo náusea y repugnancia, y comprendí que no deseaba otra cosa que estar a salvo en mi cama de palacio durante todo el tiempo que me quedase. No; puestos a elegir, habría preferido hallarme en los brazos de mi amada, mi Anastasia, pero por el momento eso era imposible.

– Me alegro de que lo haya hecho -le dije al príncipe, volviéndome para tranquilizarlo, no fuera a matarme a mí también por conocer el crimen-. Rasputín merecía todo lo que…

No llegué a acabar la frase, pues en ese momento brotó un sonido del cuerpo del padre Grigori, quien abrió los ojos desmesuradamente, se echó a reír y luego emitió un alarido que fue más animal que humano. Yo solté un grito ahogado cuando su boca esbozó una espantosa sonrisa y sus labios revelaron los dientes amarillentos y la lengua oscura. Sentí deseos de gritar o echar a correr, pero no pude hacerlo. Al cabo de un segundo, el príncipe le descerrajó un tiro en el corazón. El cuerpo dio un brinco y volvió a derrumbarse, desmadejado.

Ahora sí estaba muerto.

Antes de que pasara una hora, había desaparecido. Entre los tres lo llevamos hasta la ribera del Neva y lo arrojamos al agua. Se hundió con rapidez, mirándonos con su horrible rostro mientras descendía a las negras profundidades; cuando lo vimos por última vez aún tenía los ojos abiertos.

Esa noche fue una de las más frías que recuerdo, y el río estuvo congelado durante más de una semana.

Cuando empezó a deshelarse un poco y se descubrió el cuerpo de Rasputín, tenía los dedos crispados como garras y las uñas blancas de virutas de hielo. Había tratado de salir. Todavía no estaba muerto cuando cayó al agua. Había arañado la gruesa capa de hielo, quién sabía durante cuánto tiempo. El cianuro no lo había matado, ni cinco balas del príncipe, ni ahogarse. Nada de eso había funcionado.

No sé qué se lo llevó al final. Lo único que importaba era que ya no estaba.

1924

En Londres encontramos trabajo con facilidad; tanto Zoya como yo teníamos un empleo respetable al cabo de unas semanas de llegar de París, suficiente para tener comida en la mesa, suficiente para no pensar demasiado en el pasado. Mi entrevista con el señor Trevors se produjo la misma mañana que a Zoya le ofrecieron trabajar en la fábrica textil Newsom, especializada en ropa interior y de dormir femenina. Todas las mañanas a partir de entonces, salía de nuestro pequeño piso en Holborn a las siete en punto, vestida con el anodino uniforme gris del taller y una cofia igual de anodina sobre el cabello, pero ni una sola hebra, hilo o puntada disminuía en lo más mínimo su belleza. Sus tareas eran monótonas y rara vez tenía oportunidad de aplicar los conocimientos que había perfeccionado en París, pero aun así se sentía orgullosa de su trabajo. Una parte de mí pensaba que estaba desaprovechando su talento en ese oficio de baja categoría, pero ella parecía satisfecha con su puesto y no buscaba mejores oportunidades.

– Me gusta estar en la fábrica -decía siempre que yo le proponía buscar otra cosa-. Hay tanta gente que es fácil pasar inadvertida. Todo el mundo debe realizar una sola tarea simple, y todo el mundo lo hace sin protestar. Nadie me presta atención. Eso me gusta. No quiero destacar. No quiero que se fijen en mí.

Pero a veces, cuando llegaba a casa, se quejaba de cuánto le costaba soportar la charla de las demás mujeres, pues su puesto estaba en el centro de una larga hilera de operarias que abrían la boca en cuanto sonaba la sirena por la mañana y prácticamente no volvían a cerrarla hasta que estaban de nuevo en casa al final de la jornada. Tenía ocho mujeres a la izquierda y seis más a la derecha, con cinco filas delante y otras cinco detrás. La conversación bastaba para producirle dolor de cabeza a cualquiera, pero al menos hacía más llevadero el incesante zumbido de las máquinas de coser.

En Inglaterra mostraban más interés en nuestro acento que en Francia, donde la presencia de un crisol de nacionalidades se había vuelto normal después de la guerra. Por haber pasado más de cinco años en la capital francesa, nuestra pronunciación había adquirido un curioso tono híbrido, localizado en algún punto entre San Petersburgo y París. Nos preguntaban con frecuencia de dónde éramos, y cuando contestábamos la verdad, solíamos ver una ceja enarcada, y a veces un cauteloso asentimiento con la cabeza. Pero la mayoría nos trataba cortésmente porque, al fin y al cabo, estábamos en 1924, el período de entreguerras.

Zoya se convirtió en objeto de interés para una joven llamada Laura Highfield, que manejaba la máquina contigua a la suya. Laura era una soñadora; encontraba romántico y exótico que Zoya hubiese nacido en Rusia y vivido muchos años en Francia, y la interrogaba sin cesar sobre su pasado, con poco éxito. Una tarde de finales de primavera, cuando una semana de nevadas había cubierto las calles hasta recordarme a mi patria, acabé pronto en la biblioteca y me dirigí a la fábrica para recoger a Zoya y llevarla a cenar a una de las cafeterías baratas que había en el camino a casa. Cuando nos íbamos, Laura nos vio juntos y llamó a gritos a Zoya, haciendo frenéticos aspavientos mientras corría hacia nosotros.

Debía de haber doscientas o trescientas mujeres saliendo por los portones en aquel momento, todas enfrascadas en la charla y el cotilleo, pero el clamor de la sirena de la fábrica anunciando repetidamente el final de la jornada laboral me hizo embarcarme en una peculiar ensoñación. Me recordó muchísimo al eco del silbato del tren imperial cuando atravesaba la campiña rusa, transportando a la familia del zar en sus interminables peregrinajes a lo largo del año. Sonó una vez e imaginé a Nicolás y Alejandra sentados en su salón privado, con los emblemas dorados en la gruesa alfombra mientras el tren los llevaba de San Petersburgo al palacio de Livadia para las vacaciones de primavera; sonó de nuevo, y ahí estaba Olga estudiando idiomas mientras viajábamos a Peterhof en mayo; otra vez, y vi a Tatiana inmersa en una de sus novelas románticas mientras el tren avanzaba, en junio, hacia el yate imperial y los fiordos fineses; otra más, y pensé en María, mirando por la ventanilla hacia el pabellón de caza en el bosque polaco; una vez más, y ahí estaba Anastasia, tratando desesperadamente de atraer la atención de sus padres cuando regresaban de Crimea; una última vez, y era noviembre y el tren avanzaba a paso de tortuga hacia Zárskoie Selo para el invierno, bajo las estrictas instrucciones de la emperatriz de no exceder los veinticinco kilómetros por hora, y evitar así que el zarévich Alexis sufriera otro de sus traumas a causa del traqueteo. Cuántos recuerdos, todos precipitándose hacia mí, renacidos con el sonido de una sirena que mandaba a un grupo de obreras a casa, con sus familias.